Traducir

Si no tengo nada en que no pienso.

 

La polarización es como las drogas: engancha


La polarización ha hecho que la red social Twitter adquiera un ambiente irrespirable, que un tipo disfrazado de bisonte entre por asalto en el Capitolio estadounidense, que grupos de estudiantes impidan la intervención de un ponente en una universidad o que se falte al respeto gravemente a una ministra en el hemiciclo español. La polarización también tiene otros efectos, en el ruedo público y en las profundidades de nuestro cerebro.


Un estudio de la consultora Llorente y Cuenca (LLYC) y la plataforma ciudadana Más Democracia, que utiliza técnicas de big data e inteligencia artificial, ha comprobado que la polarización en España aumentó un 35% y un 40% en el global de los países estudiados en los últimos cinco años. Se analizó la conversación pública en 12 países durante el último lustro, lo que en­globa 600 millones de mensajes. Los temas más polarizados y que acaparan mayor volumen de conversación en España son la inmigración (el más polarizante), el feminismo (que lidera el volumen de conversación, pero no de polarización), el sindicalismo, el cambio climático y el aborto. Pero lo más curioso es que han encontrado que el efecto de los contenidos polarizantes sobre el cerebro es similar al de las drogas.


Cada vez somos más “adictos” a la polarización: en España esa “adicción” (o engagement) creció un 19% desde que comenzó la pandemia. El estudio se titula The Hidden Drug [La droga oculta]. Un estudio sobre el poder adictivo de la polarización del debate público. “Igual que las drogas son adictivas porque activan ciertos receptores cerebrales, lo mismo ocurre con ciertos contenidos polarizantes”, explica el neurocientífico argentino Mariano Sigman, colaborador del informe y autor del libro La vida secreta de la mente (Debate).


La polarización afectiva

El término polarización se refiere a diferentes procesos que tienen fuerte relación entre sí, pero que no son lo mismo. La polarización ideológica es la que tiene que ver con las ideas políticas. Pero la polarización afectiva, ahora en aumento, tiene que ver con las emociones y hace que cerremos filas no solo en torno a nuestro partido o nuestro líder, sino en torno a los otros votantes o seguidores, generando sentimiento de pertenencia hacia los nuestros, pero también de rechazo y hasta odio hacia los oponentes. “Este tipo de polarización, a diferencia de la que tiene un contenido más ideológico, genera una confrontación del mundo entre ellos y nosotros. Se genera una manera de entender la realidad en la que los míos son los buenos y los otros son los malos”, explica Mariano Torcal, catedrático de Ciencia Política de la Universidad Pompeu Fabra y autor del libro De votantes a hooligans. La polarización política en España (Catarata), que se publicará el próximo mes de febrero. La polarización afectiva es la que más enfanga la vida colectiva.


“En las consultas notamos un aumento de la sensibilidad hacia estos temas, sobre todo en personas con tendencia a la rigidez cognitiva, que tienen un pensamiento rígido y se enfrentan a un contexto de incertidumbre”, explica la psicóloga clínica Patricia Fernández, colaboradora del estudio de LLYC. Después del encadenamiento de las crisis con pandemias y guerras, muchas personas buscan respuestas en un pensamiento en blanco y negro provocado por sensaciones de miedo e inseguridad. “Así se identifican con el pensamiento extremo, necesitan ser parte del grupo para pensar menos”, dice la psicóloga.


En esos estados de polarización, poco importa que nos ofrezcan razones o datos. Si cambiar de opinión en una discusión es algo muy infrecuente, ahora moderar la postura o mostrar un rastro de empatía también se está convirtiendo en una rareza. “Estamos tan encerrados en nuestras identidades políticas que no hay prácticamente ningún candidato, información o situación que pueda llevarnos a cambiar de opinión. Somos capaces de justificar casi cualquier cosa o a cualquier persona siempre que esté en nuestro bando, y el resultado es una política desprovista de barreras de protección, normas, persuasión o rendición de cuentas”, escribe el periodista Ezra Klein en Por qué estamos polarizados (Capitán Swing).

El informe de LLYC destaca algunos momentos de la vida pública de los diferentes países con especial poder polarizante (o al contrario). Por ejemplo, en Estados Unidos, la revocación de la protección constitucional del aborto generó gran polarización, al contrario que, curiosamente, el asesinato del ciudadano negro George Floyd a manos de la policía de Minneapolis, que aumentó notoriamente el volumen de conversación, pero que también favoreció el consenso. Brasil es el país más polarizado según el informe, donde destacan temas como el aborto, el racismo o la libertad de expresión. En México la polarización ideológica es la más baja comparada con los otros países analizados y el feminismo no resulta especialmente controvertido en comparación con los derechos humanos o la libertad de expresión. El asunto que más polariza a nivel global es el aborto.


La lógica de la polarización


El atrincheramiento social sucede en un bucle que simula la adicción: “La lógica de la polarización es la siguiente: para apelar a un público más polarizado, las instituciones y los actores políticos se comportan de una manera más polarizada. A medida que las instituciones y actores se polarizan más, polarizan más al público”, y así en adelante, según explica Klein. Es una táctica de la que sacan rédito partidos como el ultraderechista Vox, que ha degradado las formas de hacer política en el Congreso de los Diputados y fuera de él. Recientemente, Víctor Sánchez del Real, un diputado de ese partido, ofrecía el pecho y la nuca desde la tribuna a sus adversarios políticos. “Esto no es para tibios”, declaraba otro diputado de Vox, Onofre Miralles. En el estudio American Affective Polarization in Comparative Perspective (Cambridge University Press), de Gidron, Adams y Horne, España aparece destacado como el país más polarizado (aunque no es así en otros, como el realizado por LLYC).


Estados Unidos no suele aparecer como el país más polarizado, pero sí como aquel en el que más rápido se ha extendido el fenómeno en los últimos años (sobre todo durante las presidencias de Obama y Trump), según relata Klein, partiendo de dos partidos, el Demócrata y el Republicano, que eran plataformas políticas diversas y con diferentes corrientes y sensibilidades, y se han convertido en organizaciones homogéneas y enfrentadas, tanto en sus élites en lo político como es sus bases en lo social y hasta en lo cotidiano (estilos de vida, vehícu­lo, forma de vestir, café). De hecho, el 43% de los ciudadanos estadounidenses ven posible una guerra civil en el próximo decenio, según un sondeo de YouGov y The Economist. En España se acrecentó la polarización con el llamado fin del bipartidismo y la aparición de opciones políticas como Podemos y Vox, aunque ya mucho antes, en pleno bipartidismo, se hablaba de “crispación política”.


“Pero las consecuencias no son las mismas. Vox va acompañado de actitudes antiliberales y de intolerancia, y Podemos no nació para cuestionar la democracia, sino para profundizarla, según los ven sus identificados”, como recuerda el catedrático Mariano Torcal. En España ahora la polarización, más que en torno a partidos, ocurre en torno a bloques ideológicos, izquierda y derecha, que engloban a diferentes partidos. En sectores de la izquierda se aprecia, por ejemplo, en algunas oleadas de cancelaciones (en redes) a quienes piensan de otro modo. “En última instancia, la polarización política no es sino la forma más reciente adoptada por el conflicto social y su traslación a la competición política”, escribe Luis Miller, investigador del CSIC, en el prólogo al libro de Klein.


¿Qué polariza?

“Si observamos de cerca la dinámica de la polarización, podemos ver que solo sobrevive si las personas están listas para suministrar combustible”, dice el filósofo neerlandés Bart Brandsma, autor de libro Polarización. Una mirada a la dinámica del pensamiento nosotros versus ellos (ICIP). Por combustible se refiere a la afluencia constante de declaraciones, memes, chistes, exabruptos, frases ingeniosas. “La dinámica de la polarización es tan antigua como la humanidad, pero el acelerador de combustible es nuevo”, añade.


Antes de la Segunda Guerra Mundial la novedosa radio ayudó a dividir a la población eficazmente, pero hace no mucho un activista necesitaba hacer panfletos (a veces de forma clandestina), convocar manifestaciones, dar sermones por las esquinas. Hoy todo ese combustible prende con facilidad en la hoguera de las redes sociales. “Las redes sociales”, explica Mariano Sigman, “son el territorio ideal para los contenidos polarizantes, porque interaccionan bien con lo adictivo: hay velocidad, una concatenación rápida entre causas y consecuencias, se exacerba el ciclo de recompensa”. Con las redes, opina el neurocientífico, estamos llevando a cabo un experimento humano a una escala sin precedentes: “Todavía no conocemos todas las consecuencias”.


Una de las que ya conocemos es esta polarización, como se hace evidente al echar un vistazo a Twitter, pero no solo las redes colaboran al fenómeno. “Es equivocado entender la polarización como un producto únicamente asociado con tendencias de la comunicación digital”, escribe el sociólogo Silvio Waisbord, de la Universidad George Washington. También es fundamental el tirón de los populismos o, en países como España, la fragmentación del arco parlamentario y la erosión de las opciones moderadas antes mayoritarias, así como el papel de los medios de comunicación, más allá de Twitter, o la degradación de los niveles educativos.


Además, “la polarización como estrategia política y mediática rinde frutos”, señala Waisbord, por eso no es raro que partidos, medios o individuos la fomenten: trae votos, publicidad, followers. La polarización, como dice el estudio de LLYC, engancha. Y eso hace que cada vez sea más difícil llegar a acuerdos parlamentarios y que los partidos estén cada vez más atrincherados en reductos ideológicos cada vez más pequeños. Es decir, cada vez resulta más difícil hacer política. Con todo, la fuente última de polarización es, según señalan los expertos consultados en este reportaje, la desigualdad —que crece desde el comienzo del modelo de globalización neoliberal y que es empujada por las diferentes crisis— y el subsiguiente malestar social que genera.


“Necesitamos un liderazgo que no esté tratando de ‘gestionar los polos”, dice Brandsma, “que sea capaz de expresar las necesidades, los anhelos y los dilemas del medio silencioso, como yo lo llamo”. Para que los líderes se dirijan a ese vasto colectivo de personas moderadas, pero con poca exposición pública, porque lo que más se escucha es lo adictivo polarizante, Brandsma concluye invocando a una capacidad algo olvidada: “Eso que llamamos escuchar. Es el trabajo de los líderes escuchar, promover el diálogo más allá del enfrentamiento, hablar de dilemas más que de soluciones y hacer a ese gran grupo moderado visible”.


Follar sin mirar

Insatisfacción en la era del sexo exprés

Dice Helen Fisher que los mileniales son “los nuevos victorianos” de la austeridad sexual. Esta antropóloga, la científica más citada del mundo en materia de biología y química del amor, ha entrevistado durante más de una década a decenas de miles de solteros —5.000 por año— para el proyecto Singles in America, el mayor estudio global sobre las personas sin pareja. Año tras año, Fisher ha visto cómo el sexo iba saliendo del top cinco de prioridades de los más jóvenes, de donde también ha sido expulsado el atractivo físico de la pareja.

Los índices de actividad sexual han caído a su nivel más bajo desde hace 30 años. Y lo han hecho arrastrados por el desinterés de los adultos jóvenes, según reflejan cifras del Pew Research Center de 2020. El laboratorio de ideas estadounidense apunta además que casi la mitad de los adultos de EE UU —la mayoría, mujeres—sostiene que salir con alguien se ha vuelto “mucho más difícil” en los últimos 10 años y que la mitad de los adultos solteros decidió dejar de buscar una relación o, simplemente, renunció a salir con otras personas. La recesión sexual de la que ya se empezó a hablar en 2018 en círculos académicos estadounidenses impacta sobre todo en las relaciones heterosexuales.

Los datos habían hablado antes. En 2016 la revista Archives of Sexual Behavior publicó un estudio que mostraba que si en 1990 los estadounidenses practicaban sexo 61 veces al año, en 2010 la frecuencia había caído a 52. El fenómeno no es exclusivo de Estados Unidos. En 2019, investigadores de la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres concluyeron, después de analizar datos de 34.000 personas, que los británicos estaban teniendo menos sexo que en cualquier momento de los 20 años anteriores. Similar descenso se ha observado en Australia y Turquía. Según estos números, no importa si uno tiene 18, 28 o 48 años, las estadísticas afirman que en todos esos casos se está practicando menos sexo que el que practicaban los que tenían esa edad en los años noventa.

España no es distinta. Si ponemos el foco en los más jóvenes, en la generación Z (nacidos entre mediados de los noventa y mediados de los dos mil), nos encontramos con que el 32,4% de los que respondieron en 2019 a la Encuesta nacional sobre sexualidad y anticoncepción, de la Sociedad Española de Contracepción, que entrevista a personas de entre 16 y 25 años, no había mantenido relaciones sexuales durante “los últimos meses”. Además, según un estudio de Sigma Dos para el Instituto de la Mujer, en el que se entrevistó a 1.500 mujeres de entre 18 y 25 años, el 57,7% dijo haber mantenido relaciones sexuales “sin ganas”, “por complacer” o “como sacrificio”. Algunas entrevistadas usaron el término “orgasmo por compromiso”. La fotografía corresponde a 2022.

La paradoja es que nunca había sido tan fácil tener sexo. Gracias a aplicaciones como Tinder —la más popular, pero no la única— existe la posibilidad, al menos teórica, de acceder a un volumen infinito de contactos sexuales, rápidos, geolocalizados y convenientes. La pornografía es moneda corriente —en España los hombres empiezan a consumirla a los 14 años y las mujeres a los 16, según el estudio Nueva pornografía y cambios en las relaciones interpersonales, de la Universidad de las Islas Baleares (2019)—, pero al mismo tiempo, y según los expertos consultados, estamos más aburridos que nunca, con más sexo mecánico que buenos amantes.


La cultura del sexo exprés

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Hace algo más de una década, los expertos empezaron a avistar los primeros signos de hastío en los campus universitarios, donde ya era habitual la práctica del sexo exprés, el llamado casual sex en el mundo anglosajón, el encontronazo casi instantáneo, sin consecuencias y apenas recorrido. El hookup —vocablo anglosajón cercano a nuestro “rollo de una noche”— ya era la norma y no la excepción. En la cultura del hookup todo discurre. La ligereza es la aspiración definitiva. Un contacto se considera exitoso si nadie sale con expectativas, y si ambas partes ejecutan con gracia y soltura los rituales del desapego: no preguntar si habrá una próxima vez, huir sin disimular y coger la puerta demostrando autonomía y poder.


La académica y escritora Donna Frei­tas entrevistó a miles de estudiantes en varias universidades de Estados Unidos para su libro The End of Sex: How Hookup Culture Is Leaving a Generation Unhappy, Sexually, Unfulfilled and Confused about Intimacy (el final del sexo: cómo la cultura del hookup está dejando a una generación infeliz, insatisfecha y confundida sobre su intimidad). Freitas consiguió superar su propia confusión y definir el hookup según tres criterios: uno, involucra alguna forma de intimidad sexual; dos, es breve, puede durar minutos o unas pocas horas; tres, y el más significativo para Freitas, el contacto aspira a ser puramente físico, para conseguirlo ambas partes intentan cortar cualquier comunicación que pueda desencadenar un vínculo emocional. En el libro, Freitas describe cientos de encuentros sexuales entre estudiantes totalmente borrachos. Para la académica, la peor consecuencia de estas prácticas es el aburrimiento. “Genera un sexo insignificante que nadie recuerda, un sexo sin deseo que a nadie le importa. Sexo porque todo el mundo hace lo mismo y sexo solo porque toca”, escribe.


“Es una transacción de servicios”, precisa la socióloga francoisraelí Eva Illouz. Para Illouz, autora a su vez de El fin del amor (Katz, 2021), la cultura del sexo exprés tiene una arista más peligrosa: todos los rituales que servían para interpretar las relaciones han saltado por los aires. “El sexo casual es un guion de la no relación”, escribe. Las conexiones se desarrollan en un marco tan incierto que dejan a todas las partes desconcertadas.


Los rollos de una noche no se inventaron en 2008, por supuesto, pero de repente la tecnología propició un aumento exponencial de su volumen y consolidó la creencia de que siempre habría otra opción, si no mejor, al menos nueva, con el siguiente swipe a la derecha (el gesto de deslizar fotos de posibles ligues en el teléfono). Este “atracón”, según las palabras de la antropóloga Helen Fisher, nos impide concentrarnos y está en el origen del tedio. “El cerebro humano”, explica, “solo es capaz de elegir bien si tiene entre cinco y nueve opciones. A partir de ahí se pierde y empieza a cometer errores”. Con las aplicaciones las opciones se disparan, se presupone que los errores también.


La ‘gamificación’ de las relaciones

Las aplicaciones de citas como Tinder han gamificado las interacciones personales: dar swipe a diestra y siniestra es parte del ocio moderno, muchas veces ni siquiera se pretende quedar con alguien. Y todo sería más divertido si en el mundo analógico se siguiera buscando pareja, pero hay al menos una generación, y más entre los más jóvenes, que considera “raro” ligar fuera del entorno digital. De tal manera han interiorizado que los ligues se preacuerdan vía online, que la mera existencia de las aplicaciones convierte en inapropiado abordar a alguien que te gusta en el mundo físico. Una de las expertas entrevistadas para este reportaje contó la historia de dos chicos que se conocieron en el colegio, se gustaron, pero no fueron capaces de decirse nada hasta que coincidieron en una app. Solo allí se sintieron cómodos para concertar una cita en el bar donde habían coincidido a diario durante los últimos seis meses.


Si en algún punto parecen encontrarse la cultura del hookup, la pornografía y el desinterés por el sexo es en unas prácticas abundantes en volumen, pero burdas y mecánicas. Eva Illouz señala que el sexo casual “debilita las reglas de la reciprocidad” y despoja al compañero de cama de su singularidad, así podrá ser rápidamente descartado y sustituido. Las posibilidades de repetir son tan inciertas que nadie se ocupa demasiado del otro. Es un encuentro unilateral.


Una de las conclusiones del estudio American Hookup: The New Culture of Sex on Campus (Hookup en Estados Unidos: La nueva cultura del sexo en las universidades), de la académica Lisa Wade, es que los hombres son los grandes beneficiados del sexo exprés. “El hookup está diseñado para el orgasmo masculino”, constata Wade. “Todo el contexto de las relaciones neoliberales, marcado por el volumen y la falta de compromiso, favorece a los hombres, les gratifica más”, opina la sexóloga Adriana Royo, autora de Falos y falacias (Arpa Editores). Sin embargo, en su consulta “casi el 100% de los pacientes” se queja de “no sentirse amado o amada”. “Digan lo que digan, buscan algo más: quieren sexo y luego hacer la cucharita. Es muy difícil desligar lo físico de lo emocional”, añade. Helen Fisher apoya esa tesis: “El sexo ocasional nunca es ocasional…, siempre queda algo. Nuestro cerebro busca el vínculo hace 3.000 millones de años y eso la tecnología no lo ha cambiado”.


La sexóloga Ana Sierra cree que el hookup hace muy evidente la brecha orgásmica entre hombres y mujeres heterosexuales: “Tras varios encuentros sexuales rápidos, muchas de ellas suelen creer que son anorgásmicas. Tenemos cuerpos y tiempos distintos, no es cierto que tardemos más en alcanzar el orgasmo, pero los protocolos tradicionales para conseguirlo, léase la penetración, no funcionan para la mayoría de las mujeres”. Sierra llama al hookup “aquí te pillo, aquí te mancillo”. “Las mujeres son menos protagonistas en esta cultura, es normal que sientan más frustración que ellos, que, dicho sea de paso, también salen perdiendo porque se los castra con esos formatos machistas. Ellos también se enamoran, pero su educación a veces no les permite mostrarse vulnerables”, razona.



Nadie quiere parecer débil. Ellas también se esfuerzan para ocultar su vulnerabilidad. “Si el sexo casual ha devenido una impronta de la política feminista”, dice Illouz en su libro, “es porque remeda el poder masculino a través del desapego emocional y la ausencia de expectativas que brindan sensación de poder y autonomía”. El empoderamiento por mandato social puede ser visto por algunas mujeres como una nueva esclavitud. “Las veo en mi consulta, temerosas de construir una relación y mostrarse vulnerables. Es una libertad opresiva. Sometidas todo el tiempo a estar empoderadas”, reflexiona Royo.


En otros tiempos el sexo se aprendía. Los adolescentes se entrenaban entre sí, crecían juntos personal y sexualmente. Pero en los encuentros esporádicos, suele haber poco tiempo para la pedagogía y es fácil que acabe siendo sexo de mala calidad. A ello se suma que algunos vienen de casa con sus referencias bien puestas tras muchas horas de porno. “Tengo chicos en mi consulta frustrados porque no tienen las erecciones espectaculares que ven en la pornografía. Es una primera referencia sexual que no ayuda porque no es realista”, comenta una psicoterapeuta de Madrid que prefiere no identificarse. Javier Sogue, estudiante de Medicina de 22 años, no niega la mayor, pero se defiende: “Ellas también imitan a las actrices porno”.


Modelar el desempeño sexual a través de lo que se ve en una pantalla puede conducir al spectatoring, un término anglosajón que describe la hiperatención a cómo uno mismo luce y suena durante el acto sexual, convertido en espectador de su propio coito. Una conducta que desde los años cincuenta se asocia a la disfunción sexual. Adriana Royo describe así una semana de vida sexual de una de sus pacientes de 29 años: “De cinco, uno. A tres no se les levantaba y el cuarto se quedó dormido”. “Ellas y ellos ven demasiado porno. Esperan tener unos orgasmos sonadísimos solo con la penetración y eso no va a suceder, falta educación sexual”, dice Royo.


Hacia el heteropesimismo


El desconcierto afecta sobre todo a los heterosexuales. En este caldo de cultivo ha nacido un nuevo término en el mundo académico: el heteropesimismo. Fue acuñado en 2019 por Asa Seresin, estudiante de doctorado de la Universidad de Pensilvania, para definir la frustración heterosexual ante los reiterados fracasos y malas experiencias. Heteropesimistas son los que piensan, y de vez en cuando formulan en voz alta, que su vida sería mejor si tuvieran otra orientación sexual. Ese mismo año el término entró en el Urban Dictionary como “la actitud negativa o de vergüenza hacia la propia heterosexualidad”.


Quejarse por la mala fortuna de ser heterosexual no es que sea un pesar nuevo. En su libro Reinventar el amor (Paidós, 2022), la ensayista y periodista Mona Chollet cita un artículo de Emmanuèle de Lesseps publicado en 1980 en la revista Questions Féministes: “Hace unos días conversaba con una feminista, y le pregunté si se definía como heterosexual. ¡Por desgracia, sí!, me contestó”. Para los expertos, la especificidad del heteropesimismo del siglo XXI es que la queja no aspira a ser resuelta, se mueve en una zona gris entre el meme y el activismo, y persiste a pesar de los cambios sociales y las olas feministas.


Seresin considera que se trata de un fenómeno de “sentimientos y emociones” intensificado con la crítica feminista al patriarcado, la crítica queer a la heterosexualidad y con los factores económicos que dificultan el acceso a la propiedad, al matrimonio y a tener hijos —que hacen menos atractivo el modelo de familia nuclear—.


Justamente otra académica de la Universidad de California, Jane Ward, ha creado el término seudoheterosexuales para definir a los hombres hetero que utilizan a las mujeres para impresionar a otros hombres, o a los que solo buscan “gratificación narcisista”. Lo hace en el libro The Tragedy of Heterosexuality (la tragedia de la heterosexualidad, 2020), desde donde no propone destruir la heterosexualidad, sino actualizarla. Ward, profesora de Estudios de Sexualidad y Género, reclama una “heterosexualidad profunda”: actualizar la heterosexualidad para liberarla de las estructuras patriarcales y así vivir su orientación sexual con todo su potencial, aprendiendo el funcionamiento del cuerpo y la sexualidad de las mujeres, disfrutando de mujeres más diversas y no solo de las que encajan en el canon normativo e interesándose realmente por los logros y las aspiraciones vitales y profesionales de sus parejas.


¿Qué buscan ahora los que aún buscan algo?, se pregunta en estos días Helen ­Fisher en sus trabajos académicos. Según sus encuestas, seguridad financiera y madurez emocional. En sus pesquisas solo el 11% de los solteros no estaba interesado en una relación duradera. “La estabilidad es el nuevo sexo”, constata la antropóloga. God save the Queen!





DESEO SEXUAL SIN EMOCIÓN

 

Sexo sí, pero compromiso no: ¿por qué vamos más rápido en el plano físico que en el emocional?

Los datos del portal bodas.net aseguran que diciembre es el mes en el que más pedidas de matrimonio tienen lugar en todo el planeta. En 1990, con una tasa de nupcialidad del 5,64% , en España las mujeres de media se casaban con 25,6 años y los hombres con 27,8 años. En cambio, en 2019, antes de la pandemia (las bodas se complicaron un poquito en ese periodo) la tasa de nupcialidad era de 3,51‰ , siendo la edad media de las mujeres a la hora de decidir casarse de 34,9 y de los hombres de 37,2. Las estadísticas no dejan lugar a duda: cada vez nos cuesta más formalizar una relación.

Es obvio señalar que uno de los factores que más ha afectado en este retraso es el económico, principalmente el no tener acceso a un trabajo digno y, por ende, a una vivienda en la que iniciar un proyecto de vida.  Pero también cabe reflexionar sobre si nos cuesta más dar el paso.

De hecho, precisamente el Libro Blanco de las Bodas  también señalaba se dan el ‘Sí, quiero’ cuando llevan entre 4 y 9 años de noviazgo. Aunque hay muchas maneras de formalizar una relación, irnos a vivir juntos y presentarle a la nueva pareja a nuestra familia es también algo que tendemos a retrasar cada vez cuesta más.

El estudio La gestión de la intimidad en la sociedad de la información y el conocimiento. Parejas y rupturas en la España actual (GESTIM-BBVA-2018)’  argumenta a este respecto que “los procesos de emparejamiento se alargan cada vez más durante todo el ciclo vital con una mayor aceptación de la pluralidad; las nuevas tecnologías contribuyen a ampliar los mercados de emparejamientos y los nuevos valores a acentuar esta tendencia, dando lugar a una amplia diversidad de relaciones afectivo-sexuales que afectan a los proyectos estables de pareja”.

Como ejemplo de esto, en España también empiezan a proliferar otros tipos de parejas, como es el caso del modelo Living Apart Together (LAT),  que básicamente se trata de tener una relación de pareja, aunque no se comparta convivencia. Un juntos, pero no revueltos de toda la vida. Según los datos disponibles al respecto, en nuestro país en torno al 8% de las mujeres tiene pareja y no convive con ella, frente al 14,7% de parejas LAT de Francia, o el 11,8% de Alemania, pero por encima de otros países como Rumanía (4,6%).

Sobre este nuevo paradigma reflexionaba en su redes la sexóloga Ana Lombardía en un vídeo en el que explicaba la incoherencia de tener confianza para realizar sexo oral con alguien, pero no para introducirlo en tu círculo social o tener muestras de afecto en público. Es decir, el llamado fenómeno pocketing, cuando tu pareja no quiere incluirte en su vida social.

Tal y como explica la experta a S Moda, “este desfase entre lo emocional y lo físico se está dando porque pretendemos protegernos a nivel emocional, y lo hacemos olvidándonos que lo físico también va unido y que son dos cosas que no se pueden separar”. La sexóloga también aporta que, en este nuevo entorno más individualista, muchas personas no están listas para el compromiso y responsabilidad que implica tener una relación.  Por eso, “buscan la forma de seguirse vinculando y disfrutando de las relaciones humanas, pero eludiendo la responsabilidad afectiva”.

¿Y se trata de un cambio a mejor? La realidad es que las consultas de psicología parecen mostrar lo contrario. “Cada vez vienen más personas a la consulta aquejadas de las dificultades para crear conexiones reales, dolidas tras una temporada de citas Tinder o angustiadas por las pocas expectativas de encontrar pareja”, añade Lombardía.

Sexo sin amor, pero no sin emoción

El quid de la cuestión para Ana Lombardía es que hemos malentendido la idea de sexo sin amor. “Tenemos la idea de que el sexo es sólo sexo pero, aunque no haya amor como tal, sí hay más cosas: intimidad, cariño, vínculo, buen rollo… y eso conlleva cuidados para que salga bien”.

Sobre esta cuestión reflexiona también el sexólogo Alberto Álamo. “Las redes sociales han creado todo un conglomerado de códigos de comunicación nuevos. Y esto, cómo no, se extrapola a la comunicación relacionada con las vinculaciones (y desvinculaciones, ojo) emocionales, afectivas y eróticas”.

Está claro que ha cambiado la forma de desvincularnos en lo emocional, pero quizás falte ahondar un poco más sobre sí ha cambiado la forma de relacionarnos en lo sexual. “La erótica está dejando de ser un tabú, y quizá haya personas que transcriban el mensaje de forma diferente”, lo que puede llevar a todo tipo de interpretaciones. O incluso de malinterpretaciones. “Si se apela únicamente a lo funcional del placer erótico y se deja fuera de la ecuación el plano más emocional, dejaríamos de cuidarnos mientras mantenemos relaciones, dejaríamos de interesarnos por el otro o la otra… En definitiva, se ‘robotizarían’ nuestras relaciones sexuales”.

Romper tabús sexuales y estar abierto a nuevas experiencias por su puesto tiene su punto positivo. El problema está más bien en ese desfase de las diferentes esferas que marcan una relación, bien sea en un compromiso más estable o en una relación más ocasional, en la que no deja de haber intimidad. “El hecho de que una parcela de nuestra vida esté muy desarrollada y que otras lo estén muy poco suele terminar con algún malestar. Si una persona va muy rápido a nivel de vivir experiencias eróticas con otra persona, pero luego no es capaz de identificar lo que le molesta o le da miedo a esa persona, el devenir de ese vínculo no parece que sea muy optimista”, apunta Álamo.

En estos casos, según Ana Lombardía, “es muy importante explicar a estas personas las dinámicas que se están produciendo a día de hoy en el mundo de las citas, para que entiendan que es un problema estructural (y no individual de ellos/as). Desde luego, “también ayuda entender cómo funciona Tinder y las dinámicas que genera”.

Aunque en líneas generales, el mejor remedio para los tiempos de amor líquido es pisar un poco la tierra, y no pasar tanto tiempo en el mundo virtual, donde la responsabilidad afectiva cada vez brilla más por su ausencia. “Es recomendable fomentar los contactos orgánicos en contextos orgánicos, en los que conocernos en persona, con un entorno y un contexto concreto, pues eso promueve la naturalidad en las interacciones y la responsabilidad en el trato”, deja la sexóloga como último consejo.

Autora: 

¿Cómo reconocer mi deseo sexual?

CONSENTIR SIN DESEAR 

Me decía un amigo que, como hombre, la idea del consentimiento le resulta ofensiva. Al fin y al cabo consentir es dejarte hacer, permitir que alguien te use para satisfacerse. Al utilizar este concepto para referirnos a las relaciones sexuales desaparece lo principal: el deseo. Siendo como son este tipo de actividades encuentros íntimos en los que el objetivo principal es gozar mutuamente el uno del otro, puede que aplicarle el verbo consentir no sea la mejor de las ideas. Nadie tendría que follar si no lo desea, si no le apetece, si no quiere hacerlo con el solicitante, así que lo mínimo para meternos en este tipo de harinas sería el deseo, un deseo real y consciente. Y si en un momento dado, por la razón que sea, el mismo motor que nos llevó al otro se para sin más o ya no nos empuja lo suficiente, deberíamos frenar la actividad sin sentirnos mal por la frustración que podemos provocar en el compañero. Sentirnos obligadas a cumplir en lo sexual no es nada aconsejable.

Pero una cosa es lo que debería ser y otra muy distinta cómo son las cosas en realidad. Los datos arrojan espeluznantes cifras de agresiones sexuales, en menores cometidas por menores. Las víctimas son cada vez más jóvenes, las primeras agresiones ocurren ya a los 13 años. A esta edad lo único que se puede es “no consentir” porque raramente se tiene madurez suficiente para entender el propio deseo, lo que apetece y lo que no y cómo parar cuando deja de apetecer algo. Por eso es urgente una educación que transmita no solamente el funcionamiento biológico de estos mamíferos llamados humanos, sino una ética del comportamiento sexual basada en nuestra condición de personas. Una condición compleja que en la intimidad de la desnudez ante el otro expone todo aquello que forma parte de nosotros: la animalidad del cuerpo deseante aparejado a los códigos culturales junto con los rasgos individuales y de personalidad que nos hacen únicos. Si desde pequeños nos enseñan a comportarnos en la mesa, en clase, en un equipo, etc. ¿Por qué no damos ninguna información a nuestros hijos sobre lo que está bien y lo que está mal en el terreno de la sexualidad?

La norma principal y más importante no sería, en este caso, “haz lo que te apetezca si el otro te lo consienta”, sino “haz lo que quieras asegurándote siempre de que el otro también lo desea”.

Autora: NAJAT EL HACHMI

Publicaco el 11 de noviembre del 2022.

Sé feliz sin mirar.

 

No dejes que te obliguen a ser perfecta


Una de las funciones más importantes de la autocompasión tierna es la autoaceptación radical. Cuando aprendemos a estar con nuestro yo imperfecto de un modo compasivo, dejamos de juzgarnos y criticarnos por no ser suficientemente buenas. Abandonamos la continua lucha por ser una persona distinta, por ser perfectas, y nos aceptamos con todos nuestros defectos y rarezas. Este enfoque es radicalmente distinto al que trata de estimular la autoestima.

La autoestima es una evaluación de la valía personal. Es la valoración de que somos buenas, no malas. La mayoría de nosotras hemos aprendido que para sentirnos bien con nosotras mismas debemos sentirnos especiales y por encima de la media. La mediocridad no es deseable, cosa que supone un problema porque resulta imposible, por lógica, que todos seamos especiales y por encima de la media al mismo tiempo. También significa que nos comparamos continuamente con los demás: “¿Tiene más amigos en Facebook que yo?”, “¿Es más guapa que yo?”, “¿Es cierto que Brené Brown protagoniza su propio especial en Netflix?”. Esa comparación constante nos lleva a sentirnos competitivas con los demás (por tanto, a alejarnos). Ese comportamiento no solo reduce los sentimientos de conexión: además, puede llevarnos a mostrar una conducta realmente desagradable, desde el acoso físico (“si me meto con el rarito, pareceré más guay”) hasta la agresividad en las relaciones (“si difundo rumores sobre la nueva del trabajo, no caerá tan bien como yo”). La comparación social también puede despertar prejuicios. Las raíces del prejuicio son complejas y tienen mucho que ver con la conservación del poder y los recursos. No obstante, un factor fundamental del prejuicio es que cuando me digo que mi grupo étnico, religioso, nacional, racial (añade lo que quieras) es superior al tuyo, estoy impulsando mi estatus relativo.


Otro problema de la autoestima es que nos lleva a juzgar nuestra valía personal en función de si satisfacemos o no los estándares que nos autoimponemos: ¿he perdido el peso que me había propuesto?, ¿he alcanzado mis objetivos de ventas?, ¿he utilizado mi tiempo libre de manera productiva? Nuestro sentido del valor depende de si conseguimos nuestros objetivos. Los tres campos más comunes en los que las mujeres depositamos nuestra autoestima son la aprobación social, el atractivo percibido y el desempeño eficaz en las áreas de la vida que nos importan (estudios, trabajo, maternidad, etcétera). Por eso nos preguntamos constantemente: “¿He hecho un buen trabajo”, “¿Caigo bien a la gente”, “¿Estoy guapa?”. Nos sentimos positivas cuando la respuesta es afirmativa, pero en esos días en los que nuestro pelo no colabora y está horrible, y la respuesta es negativa, nos sentimos menos valiosas.


Dado que nuestro sentimiento de valía personal cambia en función de si cumplimos con las expectativas, nuestras o de los demás, puede ser muy variable. La autoestima es inestable porque solo está ahí en los buenos momentos. ¿Qué ocurre cuando nos rechazan para un puesto de trabajo, o nos deja nuestra pareja, o no nos gusta lo que vemos cuando nos miramos en el espejo? Nos vemos despojadas de nuestra fuente de valía personal, y la depresión o la ansiedad podrían ser la consecuencia.


Además, la búsqueda de una autoestima alta nunca acaba; es como una cinta de correr de la que parece que no podemos bajarnos. Siempre hay alguien que lo hace mejor que nosotras (si no ahora, pronto). Y el hecho de que seamos criaturas imperfectas significa que no estaremos a la altura de nuestros estándares una y otra vez. Nunca seremos suficientemente buenas o tendremos suficiente éxito.


La autocompasión tierna evita la trampa de la autoestima porque nos enseña a aceptarnos incondicionalmente. No tenemos que ganarnos el derecho a la autocompasión. Somos compasivas con nosotras mismas simplemente porque somos seres humanos imperfectos y merecemos atención, sin más. No es necesario que tengamos éxito o que seamos especiales y estemos por encima de la media. Solo tenemos que acoger con cariño la confusa obra en progresión y en apuros que somos.


La autocompasión acudió en mi ayuda hace poco, cuando mi autoestima amenazó con abandonarme. El verano pasado, a un mes de una importante conferencia sobre autocompasión ante un público muy numeroso, me salió lo que parecía un grano en la punta de la nariz. “Qué raro —pensé—. Hacía años que no me salía un grano. Deben de ser los cambios hormonales de la menopausia”. Pero el grano no se iba. Era cada vez más grande y más brillante (no como Rodolfo, el Reno, pero casi). Finalmente fui al dermatólogo y resultó ser un melanoma. Nada grave, gracias a Dios, pero había que extirparlo de inmediato (el día antes de tomar el avión rumbo a mi gran conferencia). Así que me presenté ante el público con un gran vendaje blanco en medio de la cara. No era precisamente el mejor aspecto que podía ofrecer. Sin embargo, en lugar de preocuparme por el atractivo físico o de temer que el público me juzgase, me dediqué compasión por el mal trago. Eso me permitió adoptar un enfoque más desenfadado de la situación, e incluso solté una broma: “Seguro que han visto la venda que llevo en la nariz. Cuando pasas de los cincuenta, empiezan a crecerte cosas raras en el cuerpo y hay que quitarlas. ¡Qué le vamos a hacer!”.


Realicé un estudio con Roos Vonk en la Universidad de Nijmegen, Países Bajos, en el que comparamos directamente el impacto de la autoestima y la autocompasión en los sentimientos de valía personal. Examinamos los datos de 2.187 participantes (un 74% de ellos, mujeres de edades comprendidas entre los 18 y los 83 años) que respondieron a anuncios en periódicos y revistas. Durante un periodo de ocho meses, los participantes fueron respondiendo a diferentes cuestionarios. Descubrimos que, en comparación con la autoestima, la autocompasión se asociaba menos con la comparación social y dependía menos de la aprobación social, del atractivo percibido y del desempeño eficaz. Por tanto, el sentimiento de valía personal obtenido a través de la autocompasión resulta más estable en el tiempo. Medimos los sentimientos individuales de valía personal un total de doce veces a lo largo de los ocho meses y descubrimos que era la autocompasión, no la autoestima, la que predecía la estabilidad del sentimiento de valía personal en los participantes.


Los objetivos de la autoestima y la autocompasión son polos opuestos. Una trata sobre hacerlo bien; la otra, de abrir el corazón. Esta segunda opción nos permite ser plenamente humanas. Dejamos de intentar ser perfectas o de llevar una vida ideal, y nos centramos en cuidarnos en todas las situaciones. Puede que no cumpla con un plazo, que diga alguna estupidez o que tome una decisión desacertada, y mi autoestima habrá sufrido un gran golpe, pero si soy amable y comprensiva conmigo misma en esos momentos, tendré éxito. Cuando somos capaces de aceptarnos como somos, dedicándonos apoyo y amor, conseguimos nuestro objetivo. Es algo con lo que podemos contar siempre, pase lo que pase.


DEPENDENCIA DE LA AUTORIDAD

El miembro fantasma del autoritarismo


 El autoritarismo es un patio de colegio: el matón actúa movido por el miedo —al rechazo, a la soledad, a la ridiculización— o por la rabia de haber sufrido, él mismo, violencias e injusticias. Para la filósofa feminista Eva von Redecker, el miedo y la rabia son los principales sentimientos a los que apelan los discursos neofascistas, populistas y de ultraderecha para fagocitar a sus seguidores. En ambos casos, patio de colegio y retórica ultra, el abusador se siente amenazado. Pero, también en ambos casos, la amenaza es engañosa, o está mal situada. En su ensayo Ownership’s Shadow: Neoauthoritarianism as Defense of Phantom Possession, Von Redecker propone entender esta sensación de amenaza como un sentimiento de pérdida. Acuña el término “posesión fantasma” para explicar las dinámicas paranoicas y mal dirigidas del autoritarismo. Como ocurre con el síndrome del miembro fantasma, los adeptos del autoritarismo sienten un coletazo de dolor, una añoranza rabiosa por la posesión perdida. Y, por qué no, también ven fantasmas donde no los hay.

Un duelo inacabado por una pérdida espectral. Es más: un duelo inacabable. Para que la fantasía del autoritarismo funcione, es necesario que el chivo expiatorio nunca muera, que el miedo no se disipe, que la posesión no se recupere. Fantasmas condenados a vagar en la eternidad. ¿Y qué encontraríamos tras sus mantos blancos, tras sus demacradas máscaras? ¿Qué creen haber perdido quienes se lamentan, se sulfuran, se crecen? Queda patente en los ataques constantes a la autonomía sexual y reproductiva de las mujeres, en las agresiones homófobas o en la criminalización sistemática de menores migrantes. Ellos —los sujetos del autoritarismo— creen haber perdido el derecho a disponer de ciertos cuerpos, a decidir las reglas del juego. A ser temidos. Porque, como el niño abusón del instituto, creen que el único modo de librarse del miedo es contagiándolo.


Cabe preguntarnos si este duelo afecta sólo a neofascistas y votantes de la ultraderecha. O si, tal vez, es algo que nos afecta a todos. Es cierto que se manifiesta de forma explícita en las posturas reaccionarias y en los discursos de odio. Pero puede que lo que Von Redecker diagnostica como “posesión fantasma” no sea el duelo en sí, sino la conjugación de ese duelo con determinadas ideologías: conjugado con el racismo, la misoginia o la transfobia, producirá individuos intolerantes y discriminatorios que verán la libertad colectiva como un ataque personal. ¿Pero acaso no hay un cierto sentimiento de pérdida que condiciona nuestra percepción de forma más general?


Tengo 26 años. Hablo desde una generación que creció bajo el signo de la crisis económica y la precarización laboral, resignados a escuchar que el mundo que heredamos está agotado. Herencia perdida… ¿posesión fantasma? Algunos sienten que les han quitado más de lo que ganarán, otras creemos que aún tenemos mucho que cobrarnos. Eso depende del punto de vista, o de partida, del cuerpo desde el que se habla, de las conjugaciones propias. Sin embargo, la sensación de pérdida nos atraviesa a todos. Y, también, el miedo a seguir perdiendo, o a no recuperar nada.


Desde este enclave generacional, el futuro parece cubierto por una nostalgia irresoluble. Por un lado, añoramos lo que nos aseguran que ya no tendremos; por otro, tememos no tener adónde dirigirnos. Puede sonar abstracto, pero basta asomarse a las estadísticas para corroborar los problemas de salud mental que afectan a los jóvenes. Ansiedad, depresión, trastornos de conducta alimentaria. O, dicho de otro modo: la angustia de no haber sabido retener lo que nuestras familias lucharon por conseguir; la apatía que adoptamos al ver cómo el orden establecido (aquel “estudia y todo te irá bien”) se desmoronaba con los despidos de nuestros padres; el desprecio autoinfligido al sentir el fracaso en nuestro cuerpo. Todo ello ha tenido y sigue teniendo consecuencias muy concretas, tanto materiales como psíquicas. En el peor de los casos, nos convierte en caldo de cultivo para el odio; o en carne de cañón.


La sección de Opinión de The New York Times compartió recientemente un cortometraje del documentalista polaco Bartlomiej Zmuda titulado What Do You Fear the Most? “That I’m not Who I Should Be” que ilustra con elocuencia esta realidad. Zmuda no se limita a una franja de edad concreta, pero sí refleja un momento histórico, social y psicológico arraigado en el malestar y la incertidumbre. El corto recoge las respuestas de varios residentes de Varsovia a la pregunta ¿cuál es tu mayor temor? Las confesiones resultan sobrecogedoras, por precisas y honestas, y no es de extrañar que dos miedos recurrentes sean el fracaso y la soledad. La pérdida, al fin y al cabo. Está claro que no podemos cederle el monopolio del miedo al autoritarismo. Frente al odio, debemos hacer todo lo contrario: reconocer nuestros malestares, compartir nuestros fantasmas. Construir una sociedad justa y libre también pasa por ahí.



No te deseo pero si quiero

REGULAR EL DESEO 

En 1956, el gran director de cine japonés Kenji Mizoguchi estrenó una película que hoy algunos verán con cierta incomodidad. Se llama La calle de la vergüenza y narra la vida de seis mujeres que trabajan en un prostíbulo en el momento en el que el Parlamento de Japón debate la abolición de la prostitución. Las sesiones parlamentarias penden como una amenaza sobre esa extraña “familia” —así la presenta Mizoguchi— que forman prostitutas, clientes y patrones. Ante el cierre inminente del local, las mujeres toman diferentes decisiones. Una de ellas abandona a sus compañeras para cumplir el sueño de su vida: volver al pueblo, casarse con su novio y tener hijos; otra hace lo propio, pero para independizarse de los hombres y trabajar en una de las fábricas que han abierto los americanos. Las dos acaban volviendo desencantadas y humilladas: es preferible un cliente por horas que un marido celoso, tiránico y vulgar; es mucho más humano y tolerante el patrón de El País de los Sueños, nombre del burdel, que el de la fría y extenuante cadena de montaje; son preferibles, desde luego, las compañeras del prostíbulo que la soledad del matrimonio o la del trabajo industrial. La película, excelente, no defiende la prostitución; se acerca lo suficiente a las prostitutas como para que escuchemos latir sus corazones y admiremos a veces su coraje. O la defiende, sí, frente a alternativas mucho más deshumanizadoras en un mundo en el que la libertad en general es una ficción y la de la mujer una ficción encogida y difícil.

La llamada ley del solo sí es sí no es ni tan mala ni tan buena como dicen sus detractores y defensores: es una reforma de la ley de violencia de género, fruto de un debate exterior más interesante que la ley misma, en la que quedan, sin embargo, algunos rastros y huellas. Tiene, por ejemplo, un nombre enfático (Ley de Garantía Integral de la Libertad Sexual) que no se corresponde con su contenido, mucho más modesto, pero que de algún modo dibuja el marco peligrosamente utópico del que ha nacido y que a veces asoma en los artículos más polémicos. Lo que conecta la indistinción abuso/agresión, la penalización de los piropos o la prohibición de la publicidad de servicios sexuales es, digamos, la fórmula del “consentimiento afirmativo”, asociada a una “integral garantía de la libertad sexual” que paradójicamente deja fuera —pero no solo— el tipo de decisiones que toman los personajes femeninos de Mizoguchi.


Me explico. Hay dos maneras, a mi juicio, de garantizar la libertad sexual. Una es la que sugirió el marqués de Sade a finales del siglo XVIII: la de declarar por decreto la obligatoria disponibilidad recíproca de todos los cuerpos, lo que implica, naturalmente, la prohibición de decir no al deseo del otro; y también, por tanto, la abolición de hecho de la prostitución. “Todos a disposición de todos”, reclamó el revolucionario libertino desde cinco cárceles de Francia, una opción que tendría la ventaja, dice, de favorecer a los hombres y mujeres menos agraciados, menos atractivos y menos pudientes. La otra manera es la que —del judeocristianismo al budismo— han tratado de acreditar e imponer las religiones: la libertad sexual entendida como un liberarse de la sexualidad misma o, si se quiere, como la prohibición de decir sí al deseo del otro y, más radicalmente, al propio deseo. Las dos opciones —todos para todos, nadie para nadie— coinciden en proponer una solución totalitaria a un problema que, sin embargo, no se puede ignorar.


Hay en realidad una tercera, la —digamos— “liberal”, que consiste en dar la palabra a una ficción individual, la voluntad, de manera que la ley no pueda imponer ni prohibir nada en materia sexual allí donde exista el consentimiento recíproco. Ahora bien, importa subrayar que este consentimiento solo puede ser el de la voluntad, abstracción hecha, como en el caso de un contrato legal o del voto electoral, de los factores sociales, familiares o religiosos que la han construido. Naturalmente, habrá que luchar para que las condiciones en que se firma un contrato, se emite un voto o se secunda una propuesta sexual sean lo más libres posibles; y habrá que distinguir, por eso mismo, entre el chantaje, la intimidación, la violencia explícita y el libre consentimiento. Como la voluntad es una ficción o, si se quiere, una construcción, puede ser difícil a veces para un juez determinar hasta qué punto el consentimiento ha sido convencionalmente “libre” —y más si se deja llevar por un sesgo de género— pero nadie puede negar lo que ha supuesto para el feminismo o, lo que es lo mismo, para la liberación de la humanidad, el reconocimiento en la mujer, a igual título que en el hombre, de esa ficción llamada voluntad.


Creo que el Derecho no puede ir más allá sin peligro. En torno a la ley del solo sí es sí se ha generado un debate, sin embargo, cuyo presupuesto es la reivindicación del deseo como única base ética y legal de un “verdadero” consentimiento. Feministas de mucho prestigio, como Clara Serra, Nuria Alabao o Laura Macaya han insistido en la paradójica pasivización de la mujer que acompaña al concepto de “consentimiento afirmativo” así formulado: recuerda a los carnets de baile de los personajes femeninos de Jane Austen, que aguardaban en un rincón las propuestas de los pretendientes. Pero junto a esta crítica atinadísima, hay que decir que la formulación del “consentimiento afirmativo” (con todos esos ambiguos y exaltados “actos exteriores, concluyentes e inequívocos conforme a las circunstancias concurrentes”) apunta además al horizonte del deseo y no al de la voluntad, por mucho que el artículo, por imperativo jurídico, utilice este último término. Desde luego, los elogios triunfalistas con que sus propias artífices han recibido la aprobación de la ley (“sustituye el miedo por el deseo”) así lo indican. El problema es que el espectro utópico del deseo como regulador ético y jurídico de las relaciones sexuales, en sustitución de la voluntad, materializa paradójicamente una lógica hipercontractual que no hace al mundo más libertino sino —si se quiere— más religioso. Durante siglos, el patriarcado localizó la dignidad de la mujer en la maternidad, de manera que solo podía usar sexualmente su cuerpo con vistas a la reproducción. Ahora, una parte del feminismo la localiza en el deseo y en el placer. La maternidad es buena y bonita; el deseo correspondido y el placer también. Lo que me parece peligroso es identificar la dignidad con un uso exclusivo e ideal de los genitales, y ello hasta el punto de despreciar, condenar o incluso penalizar, como indignos o criminales, cualesquiera otros usos que la voluntad de la mujer, y no su deseo, quiera dar al consentimiento sexual. Esta “utopía del deseo puro”, muy presente en ciertos feminismos, explica el pulso punitivista y abolicionista que atraviesa tímidamente la ley; si el sexo sin deseo es indigno y no libre, criminalizamos el fingimiento generoso de una mujer que responde por amor a las caricias de su pareja, el mal polvo consentido de una noche de borrachera y, desde luego, la “libre” decisión de una trabajadora sexual que no quiere trabajar en un call center.


Es fundamental que las mujeres reivindiquen su deseo, y el derecho —aún más— a tomar la iniciativa, pero es peligroso que se haga a expensas de la voluntad, la única facultad que admite, a mi juicio, un reconocimiento legal. La voluntad es libre, el deseo no. Tan hermoso es ser libre como estar encadenado a otro cuerpo; es más hermoso probablemente estar encadenado a otro cuerpo. Lo más hermoso de todo es ese domingo de sol en el que que la voluntad y el deseo coinciden por fin en otros brazos. Pero conviene no confundir las dos cosas. En el mejor mundo posible, no lo olvidemos, la sexualidad seguirá siendo oscura, dolorosa, insatisfactoria; y un ambiguo instrumento de poder. Una utopía deseante solo puede ser totalitaria: la del marqués de Sade, en la que el deseo propio anula la voluntad, o la de la religión, en la que la voluntad de Dios anula todo deseo. Ahí en medio está la “libertad”, insegura y amañada, que incluye siempre el riesgo de equivocarse y el de no alcanzar nunca verdadera satisfacción.

estar jodido vs no puedo vivir

 

Cómo diferenciar el malestar provocado por las adversidades de un trastorno mental




La reciente pandemia de la covid-19 ha producido un fuerte impacto sobre el conjunto de la población y ha puesto en el punto de mira la asistencia a los problemas de salud mental. Las circunstancias generadoras de esta situación han sido múltiples: muerte inesperada de familiares próximos, imposibilidad de despedirse de los seres queridos fallecidos o reclusión y convivencia forzada en el hogar en el periodo de confinamiento, lo que ha interferido de forma considerable en el desarrollo de los hábitos de vida habituales. Todo ello ha generado en las personas más vulnerables un aumento del malestar emocional, la desmotivación y, en ocasiones, la desesperanza.


Sin embargo, los seres humanos tienen hábitos de conducta sobreaprendidos que no son fácilmente modificables. Tras una adaptación forzosa a unas circunstancias excepcionales, las personas tienden a retomar su estilo de vida habitual anterior a la pandemia en el ocio, las relaciones sociales, el deporte o el trabajo. Estar recluidos en casa durante unos pocos meses no va a cambiar las rutinas adquiridas a lo largo de muchos años. Otra cosa es que la realidad económica y social resultante de esta crisis obligue a una readaptación temporal a un escenario socioeconómico diferente y enseñe a las personas a vivir en la incertidumbre ante el futuro.

El malestar emocional generado por las adversidades de la vida cotidiana no constituye un problema de salud mental ni requiere necesariamente un tratamiento psicológico. Las personas suelen experimentar tristeza cuando pierden a alguien cercano, miedo cuando se enfrentan a algún peligro, rabia cuando se sienten ofendidas o indignación cuando se ven maltratadas. Estas emociones negativas no constituyen propiamente trastornos mentales, sino reacciones de la gente normal a las vicisitudes de la vida cotidiana. No se debe medicalizar la sociedad actual, muy en especial la infantil. Hay que evitar en lo posible el estigma del diagnóstico inadecuado de un trastorno mental y la prescripción de tratamientos con potenciales efectos secundarios adversos. ¿Dónde está el límite entre la tristeza y la depresión, entre la timidez y la ansiedad social, entre ser travieso y ser hiperactivo, o entre la pesadumbre por la muerte de un ser querido y el duelo patológico?


Recurrir prematuramente a la terapia psicológica o a la medicación supone evitar los caminos tradicionales de la curación natural: dejar el efecto sanador del paso del tiempo, buscar el apoyo sociofamiliar, hacer los cambios vitales necesarios, descargarse de tensiones excesivas, practicar aficiones e intereses lúdicos o, simplemente, cambiar de ritmo. De hecho, superar los problemas por uno mismo normaliza la situación, enseña nuevas habilidades, eleva la autoestima y facilita la relación social.

Un aspecto particular de nuestra época es que las demandas terapéuticas de la población han cambiado considerablemente. Ahora se tiende a consultar, además de por los cuadros clínicos tradicionales (depresión, esquizofrenia, anorexia, adicciones, entre otros), por problemas de sufrimiento emocional o de insatisfacción personal. Entre ellos se encuentran el duelo por la pérdida de un ser querido, los conflictos de pareja, los problemas de estrés laboral o acoso escolar, el uso inadecuado de las redes sociales, la insatisfacción con la propia imagen, la adaptación a nuevas situaciones sobrevenidas (la soledad, por ejemplo) o la convivencia con enfermos crónicos.


Estas nuevas demandas terapéuticas están relacionadas con la exigencia de una mayor calidad de vida y con una mayor intolerancia al malestar emocional por parte de las personas (aspiración a una sociedad de “sufrimiento cero”), pero también con la medicalización de la vida cotidiana y con una mayor oferta de terapias diversas. Los cambios demográficos y sociales de las últimas décadas pueden dar cuenta de esta realidad: el envejecimiento de la población, la irrupción de las nuevas tecnologías y del consumo de alcohol y drogas a edades tempranas, el aumento de población inmigrante desarraigada o el debilitamiento de la red de apoyo familiar.


La infelicidad y el sufrimiento forman parte de la vida. Por ello, la delimitación entre las dificultades emocionales y los trastornos mentales no es siempre fácil de establecer porque las líneas de demarcación son, a veces, borrosas. El sufrimiento psicológico se debe entender como un continuo, desde el malestar emocional, las dificultades adaptativas y las reacciones de estrés hasta los trastornos mentales propiamente dichos, que requieren en estos casos de un diagnóstico y de un tratamiento adecuados. Lo que puede ayudar a situar el punto en este continuo es el tipo de problema psicológico planteado; la intensidad, duración y frecuencia de los síntomas; el grado de interferencia en la vida cotidiana (adaptación académica, laboral, familiar o social); la historia de dificultades previas; y el grado de vulnerabilidad personal y psicosocial.


Muchas de las consultas a los psicólogos clínicos hoy no se relacionan con trastornos mentales, sino con situaciones de infelicidad y malestar emocional. Se trata de personas que se sienten sobrepasadas en sus recursos psicológicos para hacer frente a las dificultades cotidianas y que, muy frecuentemente, carecen de una red de apoyo familiar y social sólida. Los objetivos de la intervención deben estar orientados en estos casos al apoyo emocional, a la implementación de habilidades sociales y de estrategias de afrontamiento, al control de impulsos y a la mejora de la autoestima. Los psicólogos clínicos tienen que adaptarse a esta nueva realidad, evitar la tendencia a establecer diagnósticos psiquiátricos y desarrollar unas técnicas de intervención en crisis que no son exactamente las mismas que han mostrado éxito en el tratamiento de los trastornos mentales propiamente dichos.


Por último, la sociedad, pero no necesariamente el sistema de salud, puede y debe dar una respuesta a la insatisfacción emocional de las personas que tienen dificultades, por ejemplo, para adaptarse a la conciliación familiar, a los exigentes requerimientos laborales actuales, a los nuevos modelos familiares o a los cuidados de las personas dependientes. Así, numerosas ONG realizan programas de acompañamiento de ancianos que viven solos. Hay grupos de autoayuda para pacientes con adicciones o para personas en duelo o con enfermedades crónicas en los que no intervienen profesionales de la salud mental. En las asociaciones contra el cáncer suele haber voluntarios que realizan una gran labor de acompañamiento con pacientes que se encuentran en situaciones complicadas. Es decir, la salud mental, más allá de una perspectiva meramente profesional, debe abordarse de una forma integrada con los recursos comunitarios y de toda la sociedad.


Enrique Echeburúa es catedrático emérito de Psicología Clínica de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) y miembro de la Academia de Psicología de España.