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Reflexión sobre la heterosexualidad

La heterosexualidad es peligrosa

Las estadísticas más recientes revelan que cada día siete mujeres mueren a manos de sus maridos, exmaridos, padres de sus hijos, compañeros sentimentales o novios en uno de los países de la comunidad económica europea. La mayoría de estos asesinatos se producen dentro del espacio doméstico o a menos de 300 metros de éste y tienen lugar, en su mayor parte, después de que las mujeres hubieran denunciado, al menos una vez, la violencia de sus compañeros, sin que estas denuncias hubieran dado lugar a medidas preventivas o cautelares, jurídicas o policiales que pudieran evitar la repetición y la amplificación de esa violencia. Hasta la muerte. Esto, señalémoslo por si hubiera podido pasarnos por alto, ocurre en países occidentales que tradicionalmente se presentan como desarrollados y que se rigen por constituciones así llamadas democráticas.

Estudiar de cerca las estadísticas de feminicidios nos permite sacar algunas conclusiones sobre la relación entre necropolítica y género, entre gobierno de la vida y la muerte y gestión de la sexualidad. En primer lugar: ser un cuerpo identificado como “mujer” sobre el planeta Tierra en 2019 es una posición política de alto riesgo. Y digo “posición política” y no posición anatómica porque no hay nada, empíricamente hablando, que permita establecer una diferencia sustantiva entre hombres y mujeres. No conozco mujeres que sean agredidas porque se paseen con una carta cromosómica XX dibujada sobre la frente, ni actos de violencia machista que requieran un examen del útero como condición previa para llevar a cabo el ataque.
Las mujeres son objeto de violencia porque son culturalmente situadas en una posición política subalterna frente al hombre hetero-patriarcal. Las mujeres transexuales, los hombres afeminados y las personas cuya coreografía corporal o código vestimentario no corresponde a lo que en términos de género se espera de ellas en un contexto social y político dado, son también objeto de violencia. En este contexto de violencia, resultan no sólo empíricamente erróneas sino también políticamente obscenas las críticas de las feministas conservadoras españolas como Amelia Valcárcel o Lidia Falcón contra las mujeres trans. No sólo las mujeres trans no son agentes de violencia, sino que, al contrario, son uno de los sujetos políticos más vulnerables frente a la violencia hetero-patriarcal.

Vivimos, como afirma la feminista boliviana María Galindo, en “machocracias”, o por decirlo con Cristina Morales, culturas “macho facho neoliberales” donde la violencia se ejerce sobre todas las mujeres y sobre todos los cuerpos no-binarios y no heteronormativos, ya sean cis (se denominan “cis” aquellas personas que se identifican como el género que les fue asignado en el nacimiento, a diferencia de las personas “trans” o “no-binarias” que no se identifican con el género que les fue asignado) o trans y en esto en regímenes políticos aparentemente tan distintos como Bolivia, Irán y Francia. La revolución feminista será la revolución de todes o no será.
No caigamos ni en una oposición binaria, maniquea y genérica, entre hombre-violentos y mujeres-víctimas de violencia, ni en argumentos naturalistas que harían que los cromosomas y no las relaciones de poder determinen nuestra posición política. Si la violencia fuera sólo cosa de hombres entonces, cada día morirían también siete hombres a manos de sus amantes, compañeros o novios dentro de relaciones homosexuales. Miremos atentamente las cifras de feminicidios. La segunda conclusión que emerge del examen de estas cifras es que los ataques, abusos y asesinatos de mujeres en el ámbito doméstico se producen dentro del marco de la relación heterosexual. Este dato no es nunca mencionado cuando se habla de feminicidio, pero es quizás políticamente el más importante. La heterosexualidad es un régimen sexual necropolítico que sitúa a las mujeres, cis o trans, en la posición de víctima y erotiza la diferencia de poder y la violencia. La heterosexualidad es peligrosa para las mujeres.
El reconocimiento de esta relación silenciada entre violencia y heterosexualidad exige el cambio de nuestros objetivos políticos. Mientras el movimiento gay y lesbiano se ha concentrado en los últimos treinta años en la legalización del matrimonio homosexual, un movimiento de liberación somatopolítica se daría hoy como objetivo la abolición del matrimonio heterosexual como institución que legitima esa violencia. Del mismo modo, el reconocimiento del hecho de que la mayor parte de los abusos y las violencias sexuales contra niños, niñas y niñes tienen lugar en el seno de la familia heterosexual llevaría a la abolición de la familia como institución de reproducción social, en lugar de a la demanda de legalización de la adopción por parte de las familias homoparentales. No necesitamos casarnos. No necesitamos formar familias. Necesitamos inventar formas de cooperación política que excedan la monógama, la filiación genética y la familia hetero-patriarcal.

Si las mujeres trans fueran el problema del feminismo, entonces, déjenme decirles que no habría problema. Las mujeres trans no son el agente de la violencia, del abuso o del maltrato. Pero les es más fácil a las feministas naturalistas acusar a las mujeres trans en lugar de señalar un problema que concierne a sus propias vidas y requiere cuestionar sus propias camas: la heterosexualidad normativa. El carácter constitutivamente violento de la heterosexualidad normativa fue denunciado desde mediados del siglo pasado por buen número de feministas radicales, sin embargo, esas críticas no pudieron ser oídas a causa de la lesbofobia que atraviesa el sistema patriarcal y que impregna también el feminismo, una lesbofobia sólo equiparable a la transfobia del feminismo actual.
Tratemos de escuchar ahora a las guerrilleras de finales del siglo XX que habiendo sido situadas en la posición heterosexual (muchas de ellas lo fueron) se afirmaron como “cimarronas” y escaparon hacia el lesbianismo político: En 1968, Ti-Grace Atkison se define como lesbiana y rompe con el movimiento feminista americano NOW presidido por Betty Friedan, denunciando la defensa que NOW hacía del matrimonio, una institución que para Atkinson legitima la expropiación del trabajo de las mujeres y les somete a la voluntad y al deseo masculinos. Betty Friedan verá en las lesbianas una “amenaza violeta” a los valores heterosexuales de su feminismo. Jill Johnston, la primera lesbiana que salió del armario en las columnas del Village Voice en Estados Unidos, solía presentarse en las reuniones y en las fiestas con su pelo largo y su camisa entreabierta dirigiéndose a las chicas heterosexuales con una actitud jovial e irreverente que ella misma denominaba “seducción como protesta política contra la heterosexualidad.” Es así como surgió la expresión “el feminismo es la teoría, el lesbianismo es la práctica.” Y algunas chicas pasaron a la práctica.
Unos años más tarde, Monique Wittig define la heterosexualidad no como una práctica sexual sino como un régimen político. La afirmación de que hay mujeres que son naturalmente heterosexuales es tan falaz como la de que los hombres son por naturaleza violentos. Para Adrienne Rich, la heterosexualidad no es una orientación o una opción sexual, sino una obligación política para las mujeres. No hay deseo, hay norma. Rich denomina a esa ley no escrita heteronormatividad. Audre Lorde examina la relación entre heterosexualidad y racismo y nos enseña a detectar las violentas formas de erotización de los cuerpos subalternos en las culturas hegemónicas. Si para Virginia Woolf una mujer necesitaba una habitación propia para escribir, para Audre Lorde esa habitación, si es libre y segura, no puede estar en el domicilio heterosexual y mucho menos conyugal.
Cincuenta años después de las primeras guerrilleras, las mujeres heterosexuales siguen siendo asesinadas por sus maridos y por sus novios. Si es cierto que hoy es más fácil afirmarse como lesbiana que en 1960, la heterosexualidad recalcitrante no ha dejado de ser por ello igualmente mortífera. Gayle Rubin, Pat Califia y Kate Bornstein, influenciadas por la cultura BDSM y trans, dan una vuelta más de tuerca y sugieren no entrar en relaciones heterosexuales, sea con quien sea. Esto exige una des-identificación previa tanto de los hombres, como de las mujeres. ¿Qué sería una relación heterosexual en la que aquel que supuestamente ocupa la posición política de hombre renuncia a la definición soberana de la masculinidad como detentora de poder? ¿Cómo sería una relación supuestamente “heterosexual”, pero sin hombres y sin mujeres? Son los hombres cis los que deben iniciar ahora un proceso de des-identificación crítica con respecto a sus propias posiciones de poder en la heterosexualidad normativa. Des-machificarse, des-fachoizarse, des-neoliberalizarse.
Con las políticas de género nos ocurre lo mismo que con las políticas del medioambiente: sabemos muy bien lo que está ocurriendo y nuestra propia responsabilidad en ello, pero no estamos dispuestos a cambiar. Esta resistencia al cambio se manifiesta no sólo por parte de aquellos que ocupan posiciones hegemónicas, sino también por parte de los cuerpos subalternos, aquellos que sufren de forma más directa las consecuencias de un régimen de poder. Nos da miedo perder privilegios, o renunciar a lo poco que tenemos, tememos reconocernos en lo abyecto. Pero lo supuestamente abyecto es mejor que la norma.Sólo la transformación del deseo podrá movilizar una transición política. Imagino que lo que estoy diciendo no genera un entusiasmo inmediato en las masas, pero es preciso afrontar colectivamente las consecuencias de la herencia necropolítica del patriarcado —si fuera un disco lo habrían llamado Expansive shit—. Sólo la des-patriarcalización de la heterosexualidad permitirá redistribuir las posiciones de poder, sólo la des-heterosexualización de las relaciones haría posible la liberación no sólo de las mujeres, sino también y paradójicamente, de los hombres. Entre tanto, que cada mujer tenga una pistola y sepa usarla. No hay tiempo que perder. La revolución ya ha comenzado.
Autor: Paul B. Preciado es una persona. Publicado en El País el 25 de noviembre de 2019.

Sobre lo implícito que hay en las preguntas

Una pregunta con tres sesgos


Las preguntas influyen a menudo en las respuestas. No es lo mismo decir “¿me llevarás al aeropuerto?” que “¿verdad que me llevarás al aeropuerto?”.
Para ilustrar estas diferencias se puede contar el chascarrillo de los jesuitas y los dominicos.
Un jesuita presumía delante de un dominico, y con un cigarrillo en la mano, de que se les permitía fumar mientras rezaban.

El dominico quedó sorprendido, porque ellos obtuvieron la negativa por respuesta cuando se lo plantearon a los superiores de la orden. El jesuita se interesó entonces acerca de cómo habían planteado la petición. Y el dominico le respondió que simplemente habían preguntado si podían fumar mientras rezaban.
El jesuita le dijo entonces: “No, hombre, no. No es ésa la mejor forma de conseguir el permiso. Nosotros le preguntamos al padre superior si podíamos rezar mientras fumábamos”.
La pregunta planteada por la dirección de Esquerra Republicana de Catalunya a sus bases para apoyar o no a Pedro Sánchez en su investidura incluye también ciertos sesgos dignos de analizar.
El texto dice: “¿Está de acuerdo con rechazar la investidura de Pedro Sánchez si previamente no hay un acuerdo para abordar el conflicto político con el Estado a través de una mesa de negociación?”.
Se pueden apreciar tres rasgos ahí:
1. Quien plantea la pregunta favorece la opción de rechazar la investidura de Sánchez. La investigación demoscópica ha mostrado que los consultados en un referéndum son más proclives a contestar “sí” que a responder “no”. La gente siente una inclinación a mostrarse de acuerdo con quien le pregunta algo, máxime si se trata de alguien con mando en plaza. Y la pregunta de ERC hace que el sesgo positivo se dirija a responder contra la investidura. Paradójicamente, se trata de decir “sí” para decir “no”. Es decir, el “sí” sirve en este caso para “rechazar”. Se está diciendo “¿verdad que usted rechaza...?”.
2. La pregunta parte de un rodeo (o perífrasis) innecesario: “¿Está de acuerdo con rechazar?”. Eso se diría más sencillamente de otra forma: “¿Rechaza usted…?” Pero no se expresa así, sino que se acude a una fórmula que invita de nuevo a estar conforme con lo que se ofrece, en una búsqueda reforzada del asentimiento: ¿Está de acuerdo usted?
3. La presencia del verbo “rechazar” implica que hay algo rechazable. O que considera rechazable quien plantea la pregunta. El mensaje subliminal transmite por tanto que “hay algo de malo en lo que se propone”.
La pregunta con los sesgos opuestos se habría formulado así: “¿Está de acuerdo con apoyar la investidura de Pedro Sánchez si previamente hay un acuerdo que sirva para abordar el conflicto político con el Estado a través de una mesa de negociación?”.
De esa manera, desaparecerían los mensajes negativos, pero la contestación esperada seguiría siendo un “sí”. Un “sí” que en realidad se opone a la anterior respuesta previsible, que también era un “sí”.
Y la opción más neutral, a mi parecer, se habría podido redactar de este modo: “¿Debemos investir presidente a Pedro Sánchez sin un acuerdo previo para abordar el conflicto político con el Estado a través de una mesa de negociación?”.
La actitud de quien preguntase así habría sido más aséptica.
Finalmente, otras tres consideraciones que afectan al lenguaje, dos de ellas sobre aspectos típicos del léxico secesionista.

1. ¿Por qué dicen “Estado” cuando quieren decir “Gobierno”? En la negociación no participarían el Parlamento, el Supremo, el Constitucional o el Defensor del Pueblo, ni la Seguridad Social o la Organización Nacional de Transplantes, pongamos por caso, todos ellos organismos del Estado. Participaría el Gobierno; o, en su caso, el PSOE.
2. El denominado “conflicto político” se produce “con el Estado”. Pero ¿cuál es el otro sujeto de ese conflicto? No se dice. ¿Cataluña tal vez? Eso es lo que se pretende que deduzca el interpelado. Pero, si acaso, el conflicto lo plantea una parte de Cataluña (minoritaria, según las últimas elecciones); y no lo tiene tanto con el Estado como con la otra parte (mayoritaria) de la población de esa comunidad.
3. Y, finalmente, queda un poco chusco que en una frase tan corta (31 palabras) se produzca una reiteración: el vocablo “acuerdo” aparece dos veces. En la segunda mención, habría sido mejor utilizar “pacto”, “entendimiento” o “consenso”. Si no se cuida el estilo, qué se puede esperar de lo demás.
Autor:Álex Grijelmo. Publicado en El País el 25 de noviembre de 2019
Analizemos cuándo te preguntan: ¿Cuál es tu equipo de fútbol favorito?
Da como admitido el que te pregunta, primero, que te gusta el fútbol, no existen más deportes; segundo, que debes tener un equipo favorito, no te pueden gustar igual todos y tercero debe gustarte algo, no tienes derecho a que no te guste todo. Esta pregunta, que nos cansamos de oírla,  también tiene también tres sesgos.
El que domina el lenguaje domina el pensamiento.

También el autor, Alex Grijelmo, se podía haber tomado la molestia de analizar las preguntas que hicieron el PSOE y PODEMOS  a sus bases.

La del PSOE: ¿Apoyas el acuerdo alcanzado entre el PSOE y Unidas Podemos para formar un Gobierno progresista de coalición?

La de PODEMOS: ¿Estás de acuerdo en que participemos en un Gobierno de coalición en los términos del preacuerdo firmado por Pedro Sánchez y Pablo Iglesias?"

Una manera de ver Joker

‘Joker’: psicopatía neoliberal, payasos y populismos

De un tiempo a esta parte el cine comercial se esfuerza por convertirse en un testigo directo de la confusión política y social del presente. Los ejemplos son tan abundantes que resulta ocioso mencionarlos; unos más afortunados que otros, diríase que su vocación y el mérito buscado es interpretar una realidad que de puro embrollada se asemeja a una dimensión desconocida. Precisión obligada: el cine y la cultura popular siempre han percibido con extraordinaria precisión la temperatura del entorno. Ahora bien, lo que los cineastas John Ford, King Vidor, Alfred Hitchcock, Fritz Lang o, por citar una película aislada, King Kong, consiguieron elaborar como formas simbólicas, el mercado cinematográfico contemporáneo lo fabrica en forma metafórica. Joker, de Todd Phillips, pertenece a esta última categoría, simpática por sus ambiciones, modesta por sus resultados estrictamente cinematográficos. Como película, ofrece más de lo que da; como retrato indirecto del embrollo social de los tiempos que corren, cumple esforzadamente la función de lo que entendemos por alegoría: hacer visible lo que no tiene imagen.

El envoltorio de Joker tiene el discreto encanto de la audacia. Tómese una figura del cómic, malvada en este caso, e inténtese explicar el porqué de su maldad, que, por su propia condición de antagonista o villano, tiene que ser extremada o absoluta. Equivale, como si dijéramos, a dotar de tres dimensiones a un personaje bidimensional. El libreto (ahora se llama así al guion) salva la dificultad con el recurso de ir cargando con el peso de las desgracias el hilo del que pende la cordura del personaje, lastrado de partida por una enfermedad mental. El método de destrucción del personaje recuerda al procedimiento de tortura conocido como squassamento. Al atormentado se le atan las manos a la espalda, se le suspende por ellas en el techo y, a continuación, se van añadiendo pesos en los pies hasta que se produce el descoyuntamiento de brazos y hombros. Dada la futilidad del empeño de conceder espesor a una imagen similar a la de un dibujo animado, solo cabe suponer que Phillips y sus guionistas quieren hablarnos de otra cosa: de la desprotección del individuo frente al poder real, que no es el poder político, como sostienen con insistencia sospechosa los seguidores del liberalismo, sino el poder económico. En particular, el poder económico que desde las instituciones aplica el orden de la ganancia. “No es una necesidad física ni una obligación de iure, sino una razón de facto lo que hace innegociable la maximización del beneficio”, puntualizó con razón Rafael Sánchez Ferlosio. Ese es el tótem del poder real que la sociedad asume con terrorífica naturalidad y, por lo tanto, nunca se menciona —ni siquiera cuando las consecuencias de su adoración desembocan en la miseria o en la deses­peración—.

Joker cuenta la identificación de una persona herida, Arthur Fleck, con la máscara (también persona) a la que está condenado, la de un payaso sin gracia. Esta metamorfosis está inducida por la presión de un orden social que se describe en descomposición, en el que están destruidas las pautas de convivencia. El síntoma del desorden, el estigma del horror, es la risa. La mueca espasmódica e incontinente de Arthur pone a su entorno en contacto con lo prohibido, es decir, con la locura, individual y colectiva; y la locura es, como se ha comprobado el 10-N, contagiosa e intimidante. La imagen de la enfermedad mental vale para el individuo Arthur y para la ciudad de Gotham. El filósofo Byung-Chul Han sostiene que así como la enfermedad por antonomasia del capitalismo era el estrés, la del neocapitalismo es la depresión. “Yo solo tengo pensamientos negativos”, dice Arthur. La tesis en­globa el supuesto de que el desorden neocapitalista ha abolido la racionalidad por pura y simple obsolescencia económica y ha liquidado el bienestar de sus ciudadanos como propósito de las funciones públicas y privadas. “Para el régimen neoliberal”, dice Han, “la racionalidad es un obstáculo. Las emociones aumentan la productividad”. La explotación emocional, dirigida por el management emocional, descoyunta la estabilidad (digámoslo así) íntima del individuo y lo recluye en el ámbito minúsculo del consumo; solo allí es libre.

Hegel nos advirtió que la condición inexcusable para la democracia es la homogeneidad; sin ella, la pretensión de la igualdad ante la ley puede convertirse en un sarcasmo. Además, definió el concepto radical que sostiene el orden individual y social, que es una ética compartida por todos los que forman parte de una sociedad (sittlichkeit). Cuando esta ética se rompe hay consecuencias. La construcción del populismo, igual que la fabricación de la máscara del Joker y la revuelta civil de los payasos, se cuece en el perol de la bruja Avería con los ingredientes de la ignorancia, la desmemoria, la frustración política continuada, la destrucción de la protección social y el desarraigo individual. Cuando una parte de los ciudadanos, tras la maceración adecuada en un sistema económico-social desquiciado, percibe sus males como una humillación, aparecen las primeras eflorescencias populistas; se buscan uno o varios culpables que, por la propia irracionalidad de la respuesta emocional y la diversidad de intereses de los humillados y ofendidos, son entes inespecíficos. Desaparecen las clases, la comprensión exacta de los mecanismos de extracción abusiva de rentas, el respeto a la mediación de las instituciones democráticas, la atribución de responsabilidades precisas a órdenes concretos, en beneficio de la acusación convulsa a “los de arriba”, los “ricos”, los “políticos”, los “extranjeros” o, el colmo del maligno difuminado, “los de siempre”. Al mismo tiempo, desaparece la conexión entre derechos y deberes; aquel que se autoproclama víctima no entiende de déficit.
Es imposible desvincular la psicopatología que aqueja a los sistemas democráticos contemporáneos del descoyuntamiento social causado por el apocalipsis neoliberal. El populismo no es una perturbación mostrenca, una anomalía sin causa ni culpables, tal como se tipifica en el relato construido desde la ceguera (interesada) del análisis vigente; fructifica sobre el poso de malas políticas pésimamente explicadas, la desigualdad prepotente —véase en Joker el retrato de Thomas Wayne—, la acumulación de riqueza sostenida impúdicamente sobre la destrucción de empleo —como, por ejemplo, que los equipos directivos, los únicos que han sobrevolado la segunda gran depresión con pingües ganancias, negocien sus retribuciones en función directa del número de despedidos— y como respuesta insatisfactoria a la reaparición de formulaciones ideológicas malignas que creíamos superadas desde la implantación de los Estados del bienestar. Como la que, en América (¿o habría que decir Gotham?) tipifica a la pobreza como enfermedad incurable; para el paradigma neoliberal, la vida de los pobres sería una mezcla de resignación y rabia, escapismo y violencia, más sexualidad promiscua.
Autor: Jesús Mota. Publicado: En El País el 17 de noviembre de 2019

El iluso culto a la justicia social


El iluso culto a la justicia social -

John Gray I “Justicia”, escribió Pascal en los Pensées, “es tanto una cuestión de moda como de encanto.” La observación del teólogo y matemático del s. XVII es corroborada abundantemente en la actualidad. Raramente las demandas de justicia han sido tan manifiestamente caprichosas. Cada vez más, la justicia no se considera un atributo de los sistemas legales, sino de la entera sociedad. Al mismo tiempo, se cree que se debe dotar a grupos más que a individuos. En estas circunstancias, todo depende de si el grupo al que se considera que pertenecen las personas está de moda.

 Los tibetanos ya no están de moda , aunque la destrucción de su civilización por el estado chino continúa, y pocos formadores de opinión consideran que vale la pena mencionar la persecución de los cristianos en el Oriente Medio. Poco se sabe más de los Yazidi, a pesar de que siguen siendo blanco de genocidio por los islamistas radicales. Los kurdos están recibiendo la atención de los medios después de su traición por parte de Trump, pero seguramente no pasará mucho tiempo antes de que sean olvidados nuevamente. 

Ser identificado como una víctima de la injusticia se ha convertido en una especie de privilegio, el cual se entrega a grupos favorecidos y se niega a otros de acuerdo con los cambiantes dictados de la opinión progresista. Cierta arbitrariedad es propia de las demandas de justicia social. Posiblemente por esta razón, los SJW (los guerreros de la justicia social) son intolerantes con las críticas.

 En los EEUU, cualquier persona que argumenta que los desesperados proletarios blancos de los Apalaches podrían ser más merecedores de preocupación que los manifestantes estudiantiles de clase media es condenado de manera automática como un supremacista blanco, y sus opiniones suprimidas. La sugerencia de que los individuos y los grupos pueden sufrir diferentes grados y tipos de injusticia se rechaza como un pensamiento reaccionario.

 Derrocar las estructuras de poder prevalecientes implicaría que la injusticia simplemente desaparecerá. Cualquiera que cuestione esta visión no solo está equivocado sino que es un malvado. El problema es que los imperativos de la justicia social son inherentemente conflictivos. Distribuir los bienes de la sociedad de acuerdo con la igualdad y el mérito no son solamente valores competidores en la práctica. El mérito y la igualdad son valores inherentemente antagónicos. 

Varios estudios recientes han argumentado, correctamente, que las afirmaciones meritocráticas de las sociedades liberales occidentales están, en el mejor de los casos, en parte justificadas, si no son fraudulentas. Pero una sociedad que fuera perfectamente justa para los estándares meritocráticos sería extremadamente injusta en términos igualitarios.

 Algunas injusticias pueden ser peores que otras, pero no hay un mundo imaginable en el que todas las demandas de justicia social se realicen plenamente. Los mercados están condenados porque la distribución del ingreso y la riqueza es en parte aleatoria. Pero también lo es la distribución de los genes. Si su objetivo es corregir la aleatoriedad en la fortuna humana, puede terminar en el mundo distópico de LP Hartley's Facial Justice (1960), en el que se alienta a las personas que tienen “privilegios faciales excesivos” para que alteren su aspecto quirúrgicamente.

 Por el contrario, se aceptan grandes disparidades en las oportunidades educativas siempre que no se puedan defender en términos de mérito. En la década de 1830, Lord Melbourne declaró que le gustaba la Orden de la Liga como el mejor de todos sus títulos porque "no había ninguna tontería sobre el mérito". Los pensadores igualitarios adoptan actualmente una línea similar. La selección por la habilidad en las escuelas de gramática es rechazada por grandes sectores de la opinión progresista. Muchos parecen encontrar menos objetable enviar a sus hijos a escuelas donde la selección va condicionada a los ingresos de los padres. Contrariamente a una línea familiar de crítica, hay pocas señales de hipocresía en estas personas. La hipocresía requiere una medida de autoconciencia, y hay poca evidencia de ello en ellos. Cuando compran una educación costosa para sus hijos, ¿no podrían estar expresando su repulsión concienzuda contra los males de la meritocracia? Sin duda, los igualitarios que envían a sus hijos a escuelas privadas, o que están lo suficientemente adinerados como para comprar una casa en una zona de influencia que contiene un conjunto socialmente selectivo, están acumulando y mejorando las posibilidades de vida de sus hijos frente a los de la mayoría. Pero, ¿por qué se le debe negar a un niño la buena fortuna de tener padres progresistas? Cuando no conduce a la tragedia, la búsqueda de la justicia social se convierte rápidamente en comedia. Es tentador concluir que la idea misma debe ser desechada.


Parte II Ese fue el argumento de FA Hayek, fuertemente articulado en su obra magna La Constitución de la Libertad y reiterado en el segundo volumen de su trilogía Ley, Legislación y Libertad: El Espejismo de la Justicia Social. 

Los procesos de mercado emergen y operan espontáneamente, y la distribución resultante de ingresos y riqueza no corresponde a ningún criterio de distribución justa. Los mercados recompensan la suerte, el talento y el trabajo duro. Estar en el lugar correcto en el momento oportuno es tan importante para determinar la fortuna de cualquiera como sus habilidades o virtudes. La defensa de los mercados libres se basa en su productividad superior, no en ninguna teoría de los derechos o la justicia. Por la misma razón, Hayek se opuso a cualquier intento de corregir las distribuciones del mercado en aras de la equidad. En sus escritos posteriores, mostró cierta simpatía por la teoría de la justicia de John Rawls, pero esto se debió a que Rawls rechazó la idea de que la justicia significara redistribución de acuerdo con lo que la gente puede pensar que merece. 

Al igual que Rawls y la izquierda igualitaria, Hayek rechazó cualquier ideal de meritocracia. En las conversaciones que tuve con él en los años ochenta, a menudo observó que el hecho de que el mercado libre operara sin tener en cuenta las creencias de nadie sobre una buena vida era para él una de sus ventajas. El precio de una economía virtuosa sería el estancamiento. Una cierta indiferencia moral era necesaria para continuar el progreso económico. Al elogiar la amoralidad de los mercados libres, Hayek fue influenciado por el economista y satírico angloholandés Bernard de Mandeville, autor del poema Fable of the Bees de principios del siglo XVIII , que argumentó que las fuerzas impulsoras de la creación de riqueza y la prosperidad eran las necesidades e impulsos que el cristianismo condenaba como vicios. Debido a que invoca valores inherentemente antagónicos, la justicia social es de hecho un espejismo. Pero también lo es el ideal libertario de Hayek de un orden social en el que el mercado opera sin ningún control. Llama la atención lo poco que Hayek aprendió de los desastres políticos de su vida (1899-1992) en los que los regímenes liberales fueron arrastrados repetidamente por el mal funcionamiento de los mercados. 

Los nazis llegaron al poder a raíz de una dislocación económica masiva. El intervencionismo de Roosevelt y la socialdemocracia británica fueron respuestas a la Gran Depresión y la experiencia del pleno empleo durante la Segunda Guerra Mundial. Hayek se opuso a la intervención del gobierno en la economía porque creía que era una amenaza para los valores liberales. El mensaje de la historia, sin embargo, es que la forma más segura de derrocar un régimen liberal es dejar que el mercado se hunda. Los acontecimientos posteriores a la muerte de Hayek confirmaron esta lección. El capitalismo anárquico de la era de Yeltsin produjo el autoritarismo de Putin, y los regímenes populistas de la Europa poscomunista llegaron al poder en parte porque los antiguos funcionarios comunistas a menudo se beneficiaron más que nadie del cambio a una economía de mercado. Si el capitalismo se legitima únicamente por su productividad, cualquiera que no se beneficie de la riqueza que crea no tiene razón para apoyar un sistema de mercado. Un régimen de libre mercado será estable solo si ofrece un crecimiento más o menos ininterrumpido y la mayoría de las personas se benefician de él. Excepto por un ingreso mínimo que protegiera contra la indigencia, Hayek rechazó cualquier tipo de intervención en la distribución del ingreso producido por los mercados libres. Sin embargo, como reconoció en su asentimiento a Rawls, las políticas que alteran los resultados del mercado no necesitan servir ideas de mérito o desiertos morales. 

En la actualidad, cuando grandes sectores de la sociedad no se han beneficiado de muchos años de crecimiento económico, se requieren medidas que van más allá de proteger a las personas contra la indigencia. El objetivo debe ser garantizar unas medidas de seguridad económica decente para todos. Tales políticas no necesitan invocar ningún ideal de justicia social. El NHS (la Seguridad Social) no existe para transferir recursos de los sanos a los enfermos, o incluso para proporcionar atención médica a quienes no pueden pagarla. Está allí para permitir que todos compartan una parte de su vulnerabilidad en común. Las instituciones de este tipo no tienen fines distributivos. Promueven la cohesión social y, por lo tanto, la estabilidad política.

Y final Pensar en las instituciones comunes de esta manera no es otra iteración del liberalismo. La preocupación liberal por las preguntas distributivas es parte del problema. Lo que se necesita es cambiar a una forma de pensar que sea claramente posliberal. 

La seguridad y la necesidad de una vida en común deben reconocerse como valores tan convincentes como la libertad personal, y enmarcar una imagen más coherente de una sociedad habitable que las visiones incipientes de la justicia social. El cambio puede ser demasiado grande para que lo acepten las sociedades liberales. Proteger a las personas de la inseguridad generada por el mercado puede implicar una reducción del crecimiento económico general. 

A su vez, cualquier desaceleración a largo plazo requiere altos niveles de solidaridad entre los afectados. Las democracias sociales del pasado eran sociedades relativamente cerradas, declaradamente multiétnicas pero no radicalmente multiculturales. En la práctica, el multiculturalismo no es tan diferente del individualismo anómico. Muchos quedan atrapados entre comunidades y quedan sin una forma de vida común. Sin embargo, eso no significa que grandes números anhelen liberarse de la pobreza moral del individualismo. Muchos quieren una mayor seguridad de la que disfrutan ahora mismo, pero no al precio de sacrificar la libertad de vivir como les plazca.

 Es un error pensar que la mayoría de las personas en el occidente rico quieren una forma de vida diferente. El mayor obstáculo para un cambio de pensamiento sobre estos temas es el celo con el que se mantienen y promueven las ideas de justicia social. 

El objetivo de la mayoría de los SJW no es reparar o mejorar la sociedad. En cambio, quieren derrocar el orden social existente. En consecuencia, no tienen problemas si la búsqueda de la justicia social es realmente socialmente divisiva. Al igual que Lenin antes de la revolución, creen que "peor es mejor". 

Sin embargo, si hay algo parecido a una ley de hierro en la historia, es que a las revoluciones les sigue una injusticia peor que la que existía en el antiguo régimen. La Revolución Francesa produjo una guerra contra el campesinado en la Vendée (1793-1796) que costó más de cien mil vidas. La Revolución Rusa produjo una rebelión campesina menos conocida en la región de Tambov (1920-21) en la que pereció un número similar o mayor. La revolución americana no es la excepción. Para los pueblos indígenas, que bajo el dominio británico estaban protegidos de la expansión de los colonos, fue un desastre no mitigado.

 Pero la historia no tiene lecciones para el "despertado" (el progre de elevada conciencia moral). Aceptar que la revolución solo multiplica la injusticia destruiría el significado de sus vidas. El movimiento de justicia social no se basa en errores de hecho o razonamiento. Es un culto, cuyos principales beneficiarios son los propios SJW. En este punto estamos de vuelta a Pascal. Pudo ver los cambios y giros de las ideas humanas de justicia con ecuanimidad porque confiaba en que existía una justicia superior. Al carecer de tal creencia e incapaz de vivir sin una fe sustituta, los SJW encuentran significado en la fantasía de un milenio secular, una batalla entre el bien y el mal seguida por un mundo que no pueden imaginar.

Autor : John Gray

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