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Las voces imaginadas por Lorca es Nuria Espert


¿Cómo es posible escuchar la voz de los personajes de Lorca, si no hay archivo sonoro grabado de él? Soñando con la voz de Nuria Espert al leer la poesía de Lorca.

En cada verso o grupo de ellos emerge la voz de los distintos personajes, con su emoción,.....

Muchas gracias.








Condiciones sociales de la ciudad determinan las peculiaridades psicológicas del comerciante.

"La concentración de muchos hombres distintos en la ciudad, la riqueza y el frecuente cambio de los tipos que se encuentran cada día, agudizan de por sí los ojos para descubrir las peculiaridades de carácter. Pero el verdadero impulso que lleva a la observación psicológica proviene de que el conocimiento de los hombres y la justa valoración psicológica del prójimo, con vistas al negocio, son los requisitos intelectuales más importantes para el comerciante. Las condiciones de la vida urbana y de la economía monetaria, que arrancan al hombre de un mundo estático vinculado a la costumbres y a la tradición y lo lanzan al otro en el que las personas y las circunstancias cambian constantemente, explican también que el hombre sienta ahora un interés nuevo por las cossas de su entorno inmediato. Puesto que este entorno es ahora el verdadero teatro de su vida, en él ha de mantenerse; pero para mantenerse en él, ha de conocerlo. Y así, todo detalle de la vidas se convierte en objeto de observación y de representación. No sólo el hombre, sino también los animales y la plantas, no solo de la naturaleza viviente, sino también los enseres, los vestidos y los arreos se convierten en temas que poseen una validez artística intrínseca".

Pág 310. Arnold Hauser. Historia social de la literatura y el arte. (I) Editorial Debolsillo.







¿La felicidad de la infedilicidad?

Fragmento de State of Affairs, de Esther Perel, publicado en El País el 25 de agosto de 2018
He mantenido conversaciones sobre aventuras amorosas no solo entre las seguras paredes de mi consulta de psicoterapeuta, sino también en aviones, cenas, congresos, mientras me hacían las uñas, con colegas, con el que vino a instalar el cable y, por supuesto, en las redes sociales. Desde Pittsburgh hasta Buenos Aires, desde Delhi hasta París, siempre estoy estudiando la infidelidad.
El adulterio existe desde que se inventó el matrimonio, pero, a pesar de ser un comportamiento de lo más corriente, sigue conociéndose muy mal. Las respuestas que obtengo en todo el mundo cuando menciono la infidelidad van desde la condena más amarga hasta el entusiasmo desatado, pasando por la aceptación resignada y una compasión llena de cautela. En París, el tema aporta inmediatamente cierto cosquilleo a cualquier conversación de sobremesa, y veo cuánta gente ha estado en los dos lados de la situación. En Bulgaria, unas mujeres con las que hablé parecían pensar que las correrías de sus maridos eran una desgracia inevitable. En México, las mujeres a las que he preguntado piensan con orgullo que el aumento de las aventuras femeninas es una forma de rebelión social contra una cultura machista en la que siempre ha habido margen para que los hombres tuvieran “dos hogares”, la casa grande y la casa chica, una para la familia y otra para la amante. La infidelidad está seguramente en todas partes, pero el sentido que le damos —cómo la definimos, la experimentamos y hablamos sobre ella— está asociado al lugar y el momento concretos en los que se desarrolla el drama.
Una cara de la moneda es el daño que hace la infidelidad al cónyuge engañado. Durante siglos, cuando se aprobaba tácitamente que los hombres tuvieran aventuras, ese daño no se tenía en cuenta, porque lo sufrían sobre todo las mujeres. La cultura contemporánea tiene el mérito de ser más comprensiva con el engañado. Sin embargo, para saber más sobre uno de nuestros comportamientos más antiguos, debemos examinarlo desde todos los puntos de vista. Con toda la atención que se presta al trauma y la recuperación, se da demasiado poca a los significados y los motivos de las aventuras amorosas, a lo que podemos aprender de ellas. Por extraño que parezca, las aventuras pueden enseñarnos muchas cosas sobre el matrimonio: nuestras expectativas, las cosas que creemos querer y las cosas a las que creemos tener derecho. Revelan nuestras actitudes personales y culturales sobre el amor, el deseo y el compromiso, unas conductas que han cambiado por completo en los últimos 100 años.
Las aventuras amorosas no son como las de antes porque el matrimonio no es como antes. Durante gran parte de la historia, y todavía hoy en muchas zonas del mundo, el matrimonio era una alianza práctica que garantizaba la estabilidad económica y la cohesión social. Nunca habían sido tan descomunales nuestras expectativas sobre el matrimonio. Seguimos queriendo todo lo que se supone que proporciona la familia tradicional —seguridad, respetabilidad, propiedad e hijos—, pero ahora queremos además que nuestra pareja nos quiera y nos desee. Queremos ser los mejores amigos, fieles confidentes y amantes apasionados.
El pequeño círculo del anillo de casados contiene unos ideales contradictorios. Queremos que la persona escogida nos ofrezca estabilidad, y seguridad, que sea previsible y fiable. Y, al mismo tiempo, queremos que esa misma persona sea una fuente de asombro, misterio, aventura y riesgo. Esperamos comodidad y audacia, familiaridad y novedad, continuidad y sorpresa. Evocamos un nuevo Olimpo en el que el amor es siempre incondicional, la intimidad es fascinante y el sexo es arrebatador, siempre con la misma persona y durante mucho tiempo. Y ese tiempo es cada vez más largo.
Además, vivimos en la era de los derechos; estamos convencidos de que uno de esos derechos es la satisfacción personal. En Occidente, el sexo es un derecho unido a nuestra individualidad, nuestra realización y nuestra libertad. Hoy en día, en general, llegamos al altar después de años de ser nómadas sexuales. Para cuando nos casamos, ya nos hemos acostado con varias personas, hemos tenido parejas, hemos cohabitado y hemos roto relaciones. Antes, no teníamos relaciones sexuales hasta después de casarnos. Ahora nos casamos y dejamos de acostarnos con otras personas. Nuestra decisión consciente de restringir nuestra libertad sexual es prueba de la seriedad de nuestro compromiso. Al dar la espalda a otros amantes estamos confirmando: “Este es el amor de mi vida. No tengo que seguir buscando”. Se supone que el deseo que pudiéramos sentir por otras personas se evapora como por arte de magia, vencido por el poder de esa atracción única.
La evolución de las relaciones estables nos ha llevado a un punto en el que creemos que no debería haber infidelidad, puesto que han desaparecido todas las razones para su existencia y se ha logrado el equilibrio perfecto entre libertad y seguridad. Y, sin embargo, sí hay infidelidades. Las hay en matrimonios que van mal y en matrimonios que van bien. Las hay incluso en relaciones abiertas en las que el sexo extraconyugal se negocia con sumo cuidado antes. La libertad de romper y divorciarse no ha dejado obsoleto el engaño. ¿Por qué? ¿Por qué engaña a su pareja una persona? ¿Y por qué engaña a su pareja una persona feliz?
Si tenemos todo lo que necesitamos en casa —tal como promete el matrimonio moderno—, no deberíamos tener motivos para ir a buscar nada fuera. Por tanto, la infidelidad debe de ser síntoma de que una relación se ha torcido.
Esta teoría del síntoma tiene varios inconvenientes. En primer lugar, refuerza la idea de que existe una cosa llamada matrimonio perfecto, que nos vacuna contra cualquier deseo de “ver mundo”. Pero nuestro nuevo ideal conyugal no ha reducido el número de hombres y mujeres que tienen aventuras. De hecho, es muy posible que, por cruel que parezca, sea la expectativa de felicidad doméstica lo que nos empuja a ser infieles. En otro tiempo, teníamos aventuras porque, en teoría, el matrimonio no tenía nada que ver con el amor y la pasión. Hoy tenemos aventuras porque el matrimonio no proporciona el amor y la pasión que esperábamos. No es que hoy tengamos deseos diferentes, sino que creemos que tenemos el derecho —incluso la obligación— de hacerlos realidad.
La infidelidad no siempre coincide con problemas matrimoniales. En muchos casos, sí es cierto que una aventura compensa carencias o sirve para preparar la ruptura. La inseguridad en la relación, el querer evitar conflictos, la falta prolongada de sexo, la soledad o simplemente años de tener una y otra vez las mismas discusiones: muchos adúlteros están motivados por las desavenencias domésticas. Y luego están los que caen siempre en lo mismo, los narcisistas que engañan impunemente solo porque pueden.
Sin embargo, los especialistas nos encontramos a diario con situaciones que contradicen estos argumentos. Me encuentro en muchas sesiones a personas que me aseguran: “Quiero a mi mujer/marido. Somos los mejores amigos y somos muy felices juntos”. Y añaden: “Pero tengo una relación con otra persona”.
Muchas de esas personas han sido fieles durante años e incluso décadas. Parecen personas equilibradas, maduras, atentas y muy comprometidas con su relación. Pese a ello, un día, cruzaron una línea que nunca habían imaginado traspasar. ¿Para tener un atisbo de qué?
Cuanto más oigo estas historias de transgresiones impensables —desde una aventura de una noche hasta apasionadas historias de amor—, más busco otras explicaciones. Una vez que remite la crisis inicial, es importante que, junto al dolor que causa una aventura amorosa, se explore cómo la experimentan sus protagonistas. Con ese fin, he animado a distintos cónyuges infieles a que me cuenten su caso. Quiero comprender qué significa la aventura para ellos. ¿Por qué lo hicieron?


Una de las verdades más incómodas de una aventura amorosa es que lo que para el amante A puede ser una traición angustiosa, para el amante B puede ser una experiencia trascendental. Las aventuras extraconyugales son dolorosas y desestabilizadoras, pero también pueden proporcionar sensación de libertad y poder. Es crucial comprender a las dos partes, tanto si la pareja decide poner fin a su relación como si decide permanecer unida.
Al adoptar una doble perspectiva sobre un tema tan polémico, soy consciente de que me arriesgo a que digan que soy “proaventuras” o me acusen de tener averiada mi brújula moral. Les aseguro que no me parecen bien los engaños ni me tomo las traiciones a la ligera. En mi consulta soy testigo a diario de los estragos que causan. Pero las complejidades del amor y el deseo no se prestan a categorizaciones simplistas de buenos y malos, víctimas y pecadores.
A veces, cuando buscamos la mirada de otra persona, no estamos apartándonos de nuestra pareja, sino de la persona en la que nos hemos convertido. Más que otro amante, lo que buscamos es otra versión de nosotros mismos. El ensayista mexicano Octavio Paz definía el erotismo como “un ansia de otredad”. Y, a menudo, el “otro” más embriagador que descubre uno en una aventura no es su nueva pareja, sino a sí mismo.
Aislado de las responsabilidades de la vida cotidiana, el universo paralelo de la aventura suele idealizarse. Para algunos, es un mundo lleno de posibilidades, una realidad alternativa en la que pueden reinventarse. Ahora bien, si se vive como algo sin límites es precisamente porque está contenido y delimitado por su carácter clandestino. Es un interludio poético en una vida prosaica. Las historias de amores prohibidos son utópicas por naturaleza, sobre todo en contraste con las vulgares restricciones del matrimonio y la familia. Una característica fundamental de este universo en nebulosa —y la clave de su poder irresistible— es que es inalcanzable. Las aventuras son por definición precarias, esquivas y ambiguas. La indefinición, la incertidumbre y el no saber cuándo volveremos a vernos —unos sentimientos que nunca toleraríamos en nuestra relación central—, en una relación a escondidas, son la chispa que enciende la ilusión. Como no podemos tener a nuestro amante, lo deseamos sin cesar. Esa sensación de que el otro está fuera del alcance da a las aventuras su mística erótica y mantiene la llama del deseo. A esa separación entre la aventura y la realidad contribuye el hecho de que muchas personas escogen amantes a los que no podrían o no querrían tener como parejas estables. Cuando nos enamoramos de alguien de una clase, cultura o generación diferente, jugamos con unas posibilidades que no se nos ocurrirían en la realidad.
Estos tipos de aventuras no suelen soportar el descubrimiento. Se podría pensar que una relación por la que se ha arriesgado tanto debería sobrevivir la transición a la luz del día. En los momentos de pasión, los amantes hablan con añoranza de todas las cosas que podrán hacer cuando, por fin, puedan estar juntos. Sin embargo, cuando se levanta la prohibición, cuando se materializa el divorcio, cuando lo sublime se mezcla con lo ordinario y la aventura entra en el mundo real, ¿qué sucede? Algunos emprenden una vida feliz y legítima, pero son muchos más los que no. En mi experiencia, la mayoría de las aventuras terminan mal, aunque también termine el matrimonio. Por muy genuinos que fueran los sentimientos amorosos, el devaneo solo tenía el propósito de ser una bella ficción. La aventura vive a la sombra del matrimonio, y el matrimonio ocupa el centro de la aventura. Sin la emoción de la ilegitimidad, ¿puede seguir siendo atractiva la relación con el amante?
La búsqueda del yo desconocido es un factor importante en el relato del adúltero, con numerosas variantes. Algunos se sienten atraídos por el recuerdo de la persona que fueron en otro tiempo. Hay otros cuyos sueños los llevan a la oportunidad perdida, el amor que dejaron marchar, la persona que podrían haber sido. El sociólogo Zygmunt Bauman habla de nuestra nostalgia por las vidas no vividas, las identidades no exploradas, los caminos no emprendidos. De niños, tenemos la oportunidad de jugar a que somos otros; de adultos, a menudo, nos encontramos encerrados en los papeles que nos han asignado o que hemos escogido. Cuando elegimos a una pareja, nos comprometemos con una historia, pero seguimos teniendo curiosidad: ¿de qué otras historias podríamos haber formado parte? Las aventuras extramaritales nos ofrecen un atisbo de esas otras vidas, del desconocido que llevamos dentro. El adulterio es la venganza de las posibilidades desechadas.
A mis pacientes les digo muchas veces que, si pudieran aportar a su matrimonio la décima parte del atrevimiento y el entusiasmo que aportan a su aventura, su vida familiar sería muy distinta. Nuestra imaginación y nuestra creatividad parecen más ricas en nuestras transgresiones que en nuestros compromisos. Pienso en una escena conmovedora de la película A Walk on the Moon (La tentación). El personaje de Diane Lane ha emprendido una aventura con un vendedor de blusas que es un espíritu libre. Su hija adolescente le pregunta: “¿Le quieres más que a todos nosotros?”. “No”, contesta la madre, pero “a veces es más fácil ser distinta con una persona diferente”.
Cada aventura amorosa redefine el matrimonio, y cada matrimonio determina qué herencia va a dejar la aventura. La infidelidad se ha convertido en una de las principales causas de divorcio en Occidente, pero conozco a muchas parejas que permanecen unidas después de que salga a la luz una aventura. En estos tiempos, muchas personas tienen dos o tres matrimonios o relaciones importantes y de larga duración. A menudo, cuando viene a verme una pareja después de que uno de los dos haya tenido una aventura, tengo claro que su primer matrimonio se ha terminado. Entonces les pregunto: “¿Estáis dispuestos a construir un segundo matrimonio juntos?”.


No es lo mismo escribir para que te lean que para que te escuchen


En su tiempo, los antiguos poemas heroicos se cantaban, las chansons de de geste se  recitaban, y, probablemente, todavía la antigua  epopeya cortesana se leía en público; pero la novelas de amor y de aventuras  se escriben para la lectura privada, sobre todo de las damas. Se ha dicho que este predominio de la mujer  en la composición del público lector ha sido la modificación más importante acaecida en la historia de la literatura occidental. Pero tan importante como ella es para el futuro la nueva forma de recepción del arte: la lectura. Sólo ahora, cuando la poesía se convierte en lectura, puede su disfrute convertirse en pasión, en necesidad diaria, en costumbre. Ahora, por vez primera, al convertirse en  “literatura”,  el disfrute de la poesía no está restringido ya a las horas solemnes de la vida, a las ocasiones extraordinarias y a las festividades, sino que puede convertirse en distracción de cualquier momento. Con esto pierde también la poesía los últimos restos de su carácter sagrado  y se torna mera “ficción”, invención en la que no es preciso creer para encontrar en ella un interés estético. (…) La lectura regular hace que el oyente devoto  se convierta en un lector escéptico, pero, al mismo tiempo, en un conocedor experimentado también. Y ahora, por vez primera, con la aparición de estos conocedores, se convierte el círculo de oyentes y lectores en una especie de público literario. La sed de lectura de este público trae consigo, entre otros, también  el fenómeno de la efímera literatura de moda, cuyo primer ejemplo es la novela amorosa cortesana.






 Frente al recitado y la declamación, la lectura requiere una técnica narrativa completamente nueva: exige y permite el uso de nuevos efectos hasta ahora completamente desconocidos. Por lo común, la obra poética destinada al canto o al recitado sigue, en cuanto a su composición, el principio de la mera yuxtaposición: se compone de cantos, episodios y, estrofas aislados, más o menos completos en sí mismos. El recitado puede interrumpirse casi por cualquier parte, y el efecto del conjunto no sufre apenas daño esencial si se pasan por alto algunas de las partes integrantes. La unidad de tales obras no reside en su composición, sino en la coherencia de la visión del mundo y del sentido de la vida que preside todas sus partes. Así está construido también el Cantar de Roldán. Chrétien deTroyes, en cambio, emplea especiales efectos de tensión, dilaciones, digresiones y sorpresas, que resultan no de las partes aisladas de la obra, sino de la relación de estas partes entre sí, de su sucesión y contraposición. El poeta de las novelas cortesanas de amor y aventuras sigue este método no sólo porque, como se ha dicho, tiene que habérselas con un público más difícil que el del poeta del Cantar de Roldán, sino también porque escribe para lectores y no para oyentes, y, en consecuencia, puede y debe lograr efectos en los que  los qué no cabía pensar cuando se trataba de un recitado oral necesariamente breve y con frecuencia interrumpido arbitrariamente. La literatura moderna comienza con estas novelas destinadas a la lectura; esto no sólo porque ellas son las primeras historias románticas amorosas de Occidente, las primeras obras épicas en las cuales el amor desaloja todo lo demás, el lirismo lo inunda todo y la sensibilidad del poeta es el único criterio de calidad estética, sino porque, parafraseando un conocido concepto de la dramaturgia, son los primeros récits bien faits.

Pág. 270- 271. Historia social de la literatura y el arte I. Arnold Hauser.

¿Medir algo lo convierte en objetivo?¿Cuándo decidimos qué aspecto medir, no estamos valorando?

Artículo sobre la medición de Daniel Innerarity

Cuando no entendemos la sociedad, la medimos. Casi todo se puede cuantificar: la competitividad de las empresas, la popularidad de los políticos, la calidad de vida en las ciudades, el gusto del vino, la calidad del sistema educativo… Estamos configurando una sociedad de scores, rankings, ratings, impactos, indicadores, likes, estrellas, puntuaciones, tasas, índices… Vivimos en el régimen de la omnimetría, donde todo puede ser medido y sin las cantidades nada se evalúa con objetividad. Hay una permanente medición y valoración de cosas, personas, profesiones e instituciones.

Las clasificaciones son instrumentos para ordenar la información y proporcionan ayuda a la hora de decidir, sin tener que perder el tiempo en interpretar. Las clasificaciones numéricas ofrecen la ventaja de que son fácilmente comprensibles y aceptadas sin mayor cuestionamiento. Tienen el encanto de la simplicidad en medio de unos entornos que son cada vez más confusos para votantes, inversores, consumidores o estudiantes. Las mediciones alivian el desconcierto que produce la creciente incertidumbre social, y permiten poner orden en la sobrecarga informativa a la que nos vemos sometidos.

Los números desempeñan una función importantísima en la sociedad contemporánea, ya sea para los mercados, la ciencia o la política. La medición de lo social permite traducir un mundo complejo en el lenguaje estandarizado de los números, en el que domina un orden claro y en principio poco discutible. Es una manera de asegurarse la corrección del juicio, sobre sí mismo y acerca de otros. Los números transmiten precisión, claridad, simplificación, imparcialidad, objetividad, verificabilidad y neutralidad. La valoración, que es algo que en principio tiene que ver con la calidad, se formula en términos cuantitativos. Nos confiamos al carisma frío de los números para entender con su ayuda asuntos complejos y hacerlos así conmensurables, comparables con otros.

Estos parámetros son siempre reduccionistas. De entrada, porque la medición se refiere fundamentalmente a la parte cuantitativa de las cosas. Quien mide, inevitablemente, presta mayor atención a las dimensiones que se dejan medir mejor, de manera que éstas son privilegiadas en relación con otros aspectos de la realidad. La cuantificación hace que destaquen determinados aspectos, e invisibiliza a otros.

La lógica de la medición tiene, además, ciertos efectos secundarios que modifican lo medido y le quitan parte de esa pretendida objetividad. La mentalidad cuantitativa nos sitúa inmediatamente en términos de competitividad, y eso dispara una determinada astucia para mejorar la apariencia. No pocas veces ocurre que las instituciones se dedican más al cuidado de la propia imagen que a mejorar su funcionamiento, que la carrera por llamar la atención está por encima de aumentar el conocimiento, que el impacto sea más valorado que el contenido. Hemos de tener en cuenta, además, que medir es una actividad que altera nuestras acciones. Muchas de las modificaciones que realizan quienes son medidos (profesores, empresarios, políticos) constituyen un claro avance (como la transparencia, la atención al cliente o el rendimiento),pero no debemos olvidar que hay quien gestiona muy bien su reputación omitiendo casi todo lo demás.





La llamada ley de Campbell advierte de esa modificación de la realidad al ser medida. El psicólogo americano la formuló de la siguiente manera: “Cuanto más se aplica un indicador cuantitativo para las decisiones sociales, tanto más distorsiona y corrompe los procesos sociales que debería observar”. El ejemplo que aducía tenía que ver con un hecho trágico de la guerra de Vietnam. En la primera fase de la guerra el ejército estadounidense tenía muy poca información acerca del número de bajas que causaban en las filas enemigas y propuso que se contaran para evaluar la eficacia de las unidades de combate. Esto implicaba presionar para matar al mayor número posible de enemigos, lo que incluía cada vez más a civiles, ya que en una guerrilla no está del todo clara la diferencia entre soldado y civil. Con este indicador se ponía en marcha un incentivo que resolvía esa diferencia borrosa en una determinada dirección perversa: aumentar el número de personas a las que había que eliminar.


La forma numérica se reviste de una objetividad incontestable y confiere a las opiniones una especial capacidad de imponerse. Es más difícil dudar de un juicio apoyado en datos que del que se presenta como mera opinión. La cuantificación, es decir, la transformación de los fenómenos sociales en el lenguaje de los números, consigue muchas veces sustraerse de la obligación de justificarse y se inmuniza frente a la crítica. Apenas se les pide a los algoritmos una justificación; su carácter técnico permite ocultar los presupuestos tácitos de su elaboración, las selecciones que se han preferido y las alternativas que han sido excluidas.
Pero no es verdad que las mediciones o los indicadores sean completamente objetivos y desinteresados. Los números no son solo matemáticas; también hacen política. Las prácticas del cálculo no son formas neutrales de lo social. Los algoritmos producen y representan lo que ha de ser considerado como relevante y valioso. Las estadísticas presumen de reflejar una realidad objetiva, pero son construcciones selectivas que en parte producen esa realidad. El mundo de los números institucionalizados prescribe a los autores cómo han de ver la realidad y de acuerdo con qué principios deben actuar.
Con demasiada frecuencia olvidamos que los números llevan consigo determinados conceptos políticos, prescripciones normativas e intereses económicos. Buena parte de la crítica social ha de consistir hoy en llamar la atención sobre ese condicionamiento que se pretende disimular. Como es bien sabido, los resultados de las búsquedas, las listas propuestas o las sugerencias en Internet son en una gran medida dirigidas; el hecho de que las tres grandes agencias de rating sean norteamericanas influye en sus valoraciones, menos objetivas y desinteresadas de lo que pretenden; hay distintas maneras de calcular la estabilidad monetaria, la disposición al riesgo, el desempleo o la deuda pública, de medir la pobreza o la riqueza. Lo mismo se puede decir de los rankings de las universidades, que privilegian el modelo anglosajón de universidad centrada en la investigación, en detrimento de otras funciones sociales.
¿Quién tiene la soberanía en el régimen de los números? ¿Quién define las reglas según las cuales se distribuyen las valoraciones y los rangos? Las clasificaciones no se imponen por su propia evidencia, sino que son más bien el resultado de un cierto combate social en torno a lo que podríamos llamar la autoridad algorítmica. En cuanto se ha decidido consagrar un determinado indicador, todos los actores se ven obligados a guiarse por él. En la lucha por la clasificación nos jugamos también una determinada distribución del poder, privilegiamos una descripción concreta de la realidad en detrimento de otra alternativa, se establecen unos criterios concretos de legitimidad.
No es extraño, por tanto, que haya cada vez más protestas que tratan de romper las taxonomías institucionalizadas, desenmascarando a quienes se benefician de ellas o su pretendida neutralidad. Un ejemplo de ello es lo que Isabelle Bruno ha llamado el statactivism, el activismo político en torno a las estadísticas. Muchos grupos se han dado cuenta de que las estructuras sociales están condicionadas por la decisión en favor de ciertos indicadores y criterios de valoración, incluidos los procedimientos automatizados. Se han constituido movimientos como la ONG Algorithm Watch que exigen transparencia y derecho a la crítica, especialmente por parte de quienes son de ese modo clasificados. Otro ejemplo de este tipo de controversias es el que desde hace tiempo tiene lugar en torno a la medición del PIB, y que fue el objeto en Francia de un informe realizado por Stiglitz, Sen y Fitoussi, en el que se planteaba incluir la desigualdad o las cuestiones medioambientales, por ejemplo
Una de nuestras principales batallas políticas va a girar en torno a los conceptos apropiados a la hora de medir, la presentación pública de los datos, y las consecuencias políticas que se seguirían de ellos. En un mundo en el que la política se confía a las representaciones cuantitativas, la lucha por el modo de medir se ha convertido ya en una tarea genuinamente democrática.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política en la Universidad del País Vasco. 




Publicado en El País Semanal el 20 de septiembre de 2020.

El dinero... en la época del Romanticismo de la caballería cortesana.

(...)
Es difícil dar una respuesta a la pregunta acerca del origen directo de esta nueva vida urbana,es decir acerca de qué fue primero, si el aumento de la producción industrial y la ampliación de la actividad de los comerciantes, o la mayor riqueza de medios monetarios y la atracción hacia la ciudad. Es igualmente posible que el mercado se ampliara porque hubiera aumentado la capacidad de compra de la población, y el florecimiento de la artesanía se hiciese posible por haberse acrecentado la renta territorial, o que la renta dela tierra aumentara como consecuencia de los nuevos mercados y de las nuevas y acrecentadas necesidades de las ciudades. Pero fuera como fuese la evolución en cada caso, desde el punto de vista de la cultura tuvo importancia decisiva la creación de dos nuevas clases profesionales: la de los artesanos y la de los comerciantes. Ya antes había, desde luego, artesanos y comerciantes, y un taller de artesanía propio lo encontramos no sólo en cada predio y en cada corte feudal, en las explotaciones monacales y en los talleres domésticos episcopales -en una palabra, no sólo en el marco de las economías domésticas cerradas-, sino también en la población campesina, una parte de la cual, ya desde muy pronto, fabricó productos de artesanía para el mercado libre. Esta pequeña artesanía rústica no constituía, sin embargo, una producción regular, y en la mayoría de los casos sólo se ejercitaba cuando la pequeña finca no bastaba para mantener una familia.Y en lo que se refiere al intercambio de bienes, éste consistía en un comercio puramente ocasional. Las gentes compraban y vendían según la necesidad y la ocasión, pero no existían comerciantes profesionales, o, en todo caso,eran aislados y sólo se dedicaban al comercio con lejanos países; no había, desde luego, grupos cerrados que pudiéramos designar como clase mercantil. Ordinariamente, los mismos que producían las mercancías cuidaban de venderlas. A partir del siglo XII hay, empero, junto a estos productores primitivos, una clase de artesanos no sólo existente por sí, sino urbana, y que trabaja regularmente, y otra de comerciantes especializada y concentrada como una verdadera clase profesional.
(...)



Mercado de Villadiego (Burgos)


El "riesgo de capital", que constituye la verdadera diferencia entre la producción por encargo y la destinada al almacenamiento lo corre todavía casi sólo el comerciante, que depende en grado extremo de los azares de un mercado incalculable.  El comerciante representa el espíritu de la economía monetaria en su forma más pura y es el tipo más progresivo de la sociedad moderna, orientada al beneficio  y  la ganancia. A é1 hay que atribuir ante todo que, junto a la propiedad territorial, única forma de riqueza hasta entonces, surja una nueva manera de enriquecimiento: el capital móvil del negocio. Hasta entonces, los metales nobles eran atesorados casi sólo en forma de objetos de uso, es decir de copas y bandejas de oro y plata. El poco dinero acuñado que existía, y que estaba  generalmente en posesión de la iglesia, no circulaba; nadie pensaba en absoluto en hacerlo producir. Los monasterios, que fueron los precursores de la economía racional, prestaban dinero a alto interés pero éstos eran sólo negocios ocasionales. El capital financiero, en la medida en que puede hablarse de él en la alta Edad Media, era estéril. Fue el comercio el primero en poner de nuevo en movimiento el capital estéril y muerto. Por él, el dinero se convierte no sólo en el medio general de cambio y pago, no sólo en la forma favorita de la acumulación de fortuna, sino que comienza también a "trabajar", se vuelve otra vez productivo. Esto, de una parte, al servir para adquirir materias primas e instrumentos y para hacer posible el almacenamiento de géneros para la especulación; de otra, al servir de base a negocios de crédito y transacciones bancarias. Pero con ello aparecen también los primeros rasgos característicos de la mentalidad capitalista. La movilización de la propiedad, su mayor facilidad para ser cambiada, su transferibilidad y posibilidad de acumularse hacen a los individuos  más libres de las dependencias naturales y sociales en las que habían nacido. Los individuos ascienden más fácilmente de una clase social a otra y sienten más placer y más ánimo que antes para hacer valer su propia personalidad. El dinero, que hace mensurables, cambiables y abstractos los valores, que despersonaliza y neutraliza la propiedad, hace también que la pertenencia de los individuos a los distintos grupos sociales dependa del factor abstracto e impersonal de su poder financiero, continuamente variable, y con ello elimina fundamentalmente la rígida delimitación de las castas sociales. El prestigio social que se rige por el dinero que se posee va, en general, ligado a la nivelación de las gentes, convertidas en meros competidores económicos. Y como la adquisición del dinero depende de aptitudes puramente personales -inteligencia, aptitud para los negocios, sentido de la realidad, habilidad en las combinaciones- y no del nacimiento, la clase y los privilegios, el  individuo adquiere cada vez más por sí mismo el valor que hubo perdido al pertenecer a una determinada capa social. Ahora son las cualidades intelectuales, y no las irracionales del nacimiento y de la educación, las que confieren el prestigio.

Del libro:Historia social de la literatura y el arte. Autor: Arnold Hauser.

Toma de decisiones

Artículo publicado en El País sobre toma de decisiones muy sencillo, aclarador y con sentido del humor por Fernando Trias de Bes.

Tengo un conocido que tras salir varios años con una chica se enfrentaba a dar el difícil paso de pedirle matrimonio. Yo siempre he sostenido que casarse es una decisión irracional porque, si uno lo piensa detenidamente, lo más probable es que no lo haga. Sin embargo, este conocido, que es economista y que aprendió a decir números antes que papá, es profundamente racional, metódico y cuadricu­lado. Así que, para ayudar a decantarse, procedió exactamente del mismo modo que cuando se había de enfrentar a la compra de un automóvil o un inmueble. Abrió una hoja de cálculo en su ordenador, la tituló “matrimonio” y anotó todos aquellos parámetros que tenían que determinar su dictamen personal. Entre todos ellos había aspectos relacionados con la convivencia, la atracción física, la satisfacción sexual, los aspectos económicos, sociales… A cada una de esas variables les otorgó un peso determinado según la importancia que tenían para él y, a renglón seguido, puntuó del 0 al 10 cada uno de los atributos, según él mismo consideró. Le aseguro que esta historia es absolutamente cierta. Cuando la cuento, la mayoría de personas, especialmente las del sexo femenino, se llevan las manos a la cabeza. A las del masculino les suele divertir mucho. Las mujeres son mucho más emocionales; para ellas, los sentimientos prevalecen sobre las razones.

La toma de decisiones en cuestiones trascendentales es un asunto muy complejo que ha sido abordado por investigadores sociales, psicólogos y neurólogos. Se sabe desde hace mucho tiempo que a la hora de elegir actúan dos tipos de fuerzas. Por un lado, las racionales, basadas en los hechos y en las probabilidades. En el caso de mi conocido, es el equivalente a la hoja de cálculo. En otros ámbitos, como por ejemplo el laboral, los elementos puramente lógicos serían el salario, el horario o la solvencia de la empresa. Por otra parte están las fuerzas no racionales, que incluyen aspectos tan ignotos e insondables como las emociones, la intuición, el miedo o el deseo. Los investigadores no cuestionan estos dos elementos, sino que dirigen su atención a comprender cómo interactúan, se retroalimentan, y sobre todo, la manera de proceder de nuestra inteligencia para resolver las contradicciones que se producen entre lo racional y lo emocional. Los argumentos a favor y en contra de una decisión funcionan a base de gradientes: por ejemplo, valorar si esa persona me gusta algo, poco, mucho, bastante o nada. Sin embargo, las decisiones son binarias. Lo compro o no lo compro. Me caso o no. Acepto este empleo o lo rechazo. Ahí radica la dificultad. Decidir consiste en convertir una variable continua en otra dicotómica. ¿Quién se ocupa de ello?
Pues según el filósofo José Antonio Marina, lo hace la llamada inteligencia ejecutiva, encargada de combinar toda la información disponible (racional o irracional) para tomar la mejor decisión y dirigir nuestras vidas hacia la máxima felicidad y satisfacción. Para la inteligencia ejecutiva no existe esta separación entre argumentos racionales e irracionales. La memoria, los recuerdos, los hechos y las probabilidades adquieren tanto peso como la imaginación, el deseo o el miedo. Todos son elementos que aventuran el posible futuro que desencadena una decisión determinada. De ahí emana la intuición, tachada durante mucho tiempo de superstición, prejuicio o falta de fundamento y que en la actualidad es ya objeto de estudio como un tipo de pensamiento inductivo que, si bien carece del llamado objeto de prueba o demostración, no está exento de razones.
Recientemente se han descubierto células neuronales en los intestinos que se han dado a conocer como el tercer cerebro. Los dos primeros son el cerebro propiamente dicho y el corazón, donde también se hallan neuronas. Bajo mi punto de vista, y aunque no lo haya probado científicamente, creo que razón y corazón se combinan del siguiente modo: la razón actúa como un guardián. Es decir, utilizamos los elementos lógicos para descartar las peores alternativas que se nos presentan y seleccionar únicamente unas pocas entre las que finalmente tomar una decisión. El pensamiento racional actúa como un filtro: descarta variables y coloca las opciones en un determinado ranking de preferencias: digamos que determina los finalistas. A partir de ahí, la elección se toma con el corazón, la intuición o las entrañas. Y esto es así porque el ser humano decide proyectándose hacia el futuro y no mirando hacia el pasado. Es decir, se decanta por una opción porque piensa que va a serle más provechosa o a hacerle más feliz. Y ahí intervienen más factores intuitivos que racionales. La imaginación proyecta; la memoria recuerda. Y pienso que decidimos, principalmente, proyectando.
Incluso en el caso de mi conocido, estoy seguro de que, cuando su hoja de cálculo arrojó la cifra final, tuvo que apagar el ordenador y volver a preguntarse: ¿qué hago? Entonces pensó en el futuro e imaginó cómo sería la vida al lado de su novia. Por cierto, sigue casado con ella. Dos décadas después, tienen varios hijos y son felices. Lo que nunca le contó fue cómo tomó aquella decisión porque estoy convencido de que no le hubiese hecho mucha gracia. Pero funcionó. Caramba si funcionó.