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follo con mi imaginación

 

¿Son censurables las fantasías sexuales?


En teoría, la imagen de una prisionera de un campo de concentración realizando prácticas sexuales a un nazi debería ser repulsiva. Sin embargo, El portero de noche (1974) se ha ganado un asiento de honor en el apartado de cine erótico. ¿Debe uno sentirse culpable, si el filme le resulta excitante? Me pregunto si los amantes del cine gore se cuestionan alguna vez si ver Hostel 2 (2007) es un síntoma de padecer una psicopatía. Pero imagino que no, que no se andan con tantas sutilezas. Al fin y al cabo se trata de ficción, no de realidad; de imaginación y de conectar con esa parte ingobernable de a mente, que es la que decide lo que nos excita y lo que no, y que puede ser tan oscura y surrealista como una película de Lars Von Trier.


Pero no todo el mundo mantiene buenas relaciones con sus fantasías sexuales. Algunos les tienen miedo y las amordazan, pensando que son expresiones de su pequeño Mr. Hyde. Ese ser depravado y sin límites que se ríe a mandíbula batiente de sus principios, moral y hasta gustos. Al menos, de los conscientes. Pregúntenle a cualquiera sobre sus fantasías sexuales y la mayoría le contestará: hacer un trío, tener sexo en un lugar público con el riesgo de ser visto, o hacerlo en un avión. Pero, muy probablemente, estas personas nos hablen de sus deseos, y no de sus fantasías, quedándose en la superficie y evitando profundizar, por lo que pudieran encontrarse.


Recientemente, una amiga me confesaba que se sentía muy mal cuando descubría que se excitaba con las escenas de violación que salían en las películas; lo que le creaba muchos problemas de conciencia, que trataba de acallar, argumentando que algunos directores eran cada vez más explícitos en dichas secuencias y que, tal vez, deberían prohibirse. Ser forzada o tener sexo violento con alguien es una de las fantasías eróticas más comunes en la mayoría de las mujeres, así como ejercer la prostitución o mantener relaciones con varios hombres a la vez. Curiosamente, en el listado de las ensoñaciones eróticas de los hombres no aparecen tales imágenes. Seguramente, porque la sociedad nunca enseñó a los varones que no debían ser promiscuos, que tenían que mantenerse decentes o que el sexo de pago los arrojaría directamente al infierno. Sin embargo, generaciones de mujeres crecieron con esa espada de Damocles, en la que cualquier resbalón podía llevarlas de lleno al arroyo, del que era difícil salir. Ya lo dijo John Waters: “Doy gracias a dios por haberme criado en la moral católica, donde el sexo es siempre algo sucio”.


Para aliviar un poco las conciencias de los que se excitan con películas que no pasarían, ni de lejos, el filtro de la Motion Picture Association Film Rating System (MPA) que, en EEUU, se dedica a clasificar las películas para su posterior exhibición en los cines; o los que, directamente, irían a la cárcel en caso de hacer realidad sus fantasías, podemos echar mano de lo que dice Valérie Tasso en su libro Antimanual de sexo (Temas de Hoy). “Cuando nos preguntamos: ‘¿Qué me apetece hacer?’, responde nuestro deseo. Cuando nos preguntamos: ‘¿Qué soy capaz de imaginar?’, responde nuestra fantasía. La fantasía es al deseo lo que la ropa es a cómo me visto. Tomemos un ejemplo: son las dos de la mañana y debo madrugar para ir al trabajo. Intento conciliar el sueño, pero la música que tiene puesta mi vecino me lo impide. Mi deseo representa a mi vecino parando la música. Mi fantasía me representa a mí misma tirando al vecino por el balcón. Aunque, muy probablemente, lo que haré será llamar a su puerta y pedirle que baje la música que me impide dormir”, escribe.


Afortunadamente, solo en el cristianismo se puede pecar de pensamiento (aunque también de palabra, obra u omisión). “Creo que confundimos términos como preferencia, deseo y fantasía”, señala Raúl González Castellanos, sexólogo, psicopedagogo y terapeuta de pareja del gabinete de apoyo terapéutico A la Par, en Madrid. “La diferencia está en que la fantasía no hay que llevarla a cabo, y es satisfactoria en sí misma; mientras que si deseamos algo y no lo conseguimos nos produce frustración. Pero voy más allá aún; porque, generalmente, las fantasías llevadas a la práctica no solo no son placenteras, sino que suelen decepcionarnos”.


“Las fantasías alimentan el deseo. Son ensayos de experiencias que permiten la libertad de no tener que llevarlas a la práctica, en parte porque uno no quiere. Por lo tanto, no deberían tener censura ni normas”, afirma por su parte Francisca Molero, sexóloga, ginecóloga, directora del Instituto Iberoamericano de Sexología y presidenta de la Federación Española de Sociedades de Sexología. “Las fantasías sexuales van muy bien para aprender, ya que el cerebro es un órgano plástico, y, a veces, le cuesta distinguir entre realidad y ficción. No hay que poner, pues, etiquetas porque el pensamiento no es la acción y, además, generalmente, están muy relacionadas con la transgresión, con lo prohibido, que es lo que nos han dicho que da más placer. En cierta manera, son una forma de liberación, una forma de análisis y de terapia, pero hay muchas personas que se sienten culpables si estas no pasan por el filtro de la razón o son socialmente aceptables. Estas personas asocian el hecho de imaginar con el de querer hacer algo y, a veces, bloquean su deseo o su respuesta sexual al intentar censurar sus fantasías”, cuenta la sexóloga.


Si me excito con estímulos poco aceptables, dejo de excitarme y asunto concluido. “En realidad se ha producido un condicionamiento de esa fantasía con la excitación. Lo que ocurre a menudo”, comenta Molero. “Recuerdo una paciente que fantaseaba con tener relaciones con hombres mucho más mayores que ella, pero como no le parecía adecuado, aparcó su dimensión erótica. En estos casos, lo que hacemos es abrir el abanico de posibilidades y experimentar con otros estímulos, tanto a nivel de fantasías como corporales”. Entre los fantasmas eróticos que dan más miedo, Molero enumera: “Excitarse con gente mucho más mayor o menor, la necrofilia, las parafilias o las fantasías en las que están implicados familiares”. Pero, como ocurre con los sueños, no todo lo que soñamos es lo que nos gustaría hacer y la excitación sexual está muy lejos de ser lógica, limpia o políticamente correcta.


Como cuenta el psicoterapeuta Stanley Siegel en su libro Your Brain on Sex: How Smarter Sex Can Change Your Life, “lo que muchos de nosotros no reconocemos (o si hacemos, nos da un cierto temor) es que la excitación física con una pareja puede ser menos decisiva que lo que ocurre en nuestras cabezas. De hecho, para muchos de nosotros, las imágenes, pensamientos y fantasías que se proyectan en nuestra mente, en el momento de una relación sexual, son los que nos acercan más al orgasmo”.


Según Raúl González, las preferencias eróticas no deberían quitarnos el sueño. “Puede ocurrir que a un hombre le guste masturbarse con un sujetador femenino y una tarántula de goma en el pecho. Pero eso es una particularidad erótica que pertenece a su fuero interno y, además, no hace daño a nadie con esta práctica. Otra cosa, muy distinta, es que determinadas fantasías no nos dejen dormir, o nos produzcan ansiedad; porque eso podría ser algo a tratar”.


Claro que, aunque las fantasías tienden a preferir el camino menos transitado, este no siempre será necesariamente el de la perdición. “Se puede entender que confundir deseo con fantasía sea un enredo inocente. Pero yo creo que no”, cuenta Valérie Taso en Antimanual de sexo. Y continúa: “Si no somos capaces de hacer claramente la diferencia entre lo que somos capaces de llegar a imaginar y lo que queremos hacer, es porque a alguien le interesa que confundamos lo uno con lo otro… y le interesa mucho. Si nuestros mecanismos de control social nos culpabilizan por lo que fantaseamos y nos hacen creer que es lo que deseamos, y vamos a ejecutar en cuanto podamos, seremos sujetos temerosos de nosotros mismos a los que podrán manejar y controlar con mucha más facilidad. Seremos elementos necesitados de grandes dosis de moralina en vena para que el ‘monstruo’ de nuestras fantasías no se apodere de nosotros y, la moralina como el miedo, nunca han sido grandes amantes del conocimiento”.

La mejor publicidad del consumo de los alimentos es la que no te dicen

 

“Comer de todo con moderación”, “no hay alimentos buenos ni malos” y otras falacias de la industria alimentaria.


Envases con reclamos agresivos, publicidad desbocada, entornos alimentarios que incrementan el riesgo de enfermedades no transmisibles o supermercados que estudian la colocación hasta del último chicle: estamos expuestos a todo tipo de estímulos dirigidos a influir sobre la composición de la cesta de la compra y acabamos perdidísimos. Citando a mi compañera Laura Caorsi, “el supermercado es un territorio hostil”.


No es fácil percatarse de la situación. Tampoco es fácil asumir que somos extremadamente influenciables —aunque nadie te apunte con una pistola, tu decisión de meter en el carro el kilo de magdalenas rellenas de chocolate no es del todo racional— y terriblemente vulnerables. Nos rebelamos ante la idea de que la libertad de elección que creemos tener es un espejismo.


Puede que nos demos cuenta de ello, y entonces nos pertrechamos con las herramientas que podemos: leemos artículos de blogs, nos descargamos la última aplicación para leer etiquetas, seguimos a influencers que analizan productos del supermercado. Entonces bajamos al súper pensando que estamos preparados para competir contra miles de profesionales del marketing alimentario, cuando en realidad somos el Villaviciosa Fútbol Club contra el pentacampeón de la Champions. Algo es algo. Al menos somos escépticos respecto a ganchos varios.


Pero en todo este proceso no contamos con que la estrategia para influir en nuestra alimentación tiene una capa más profunda. El proceso para dar forma a nuestra cesta de la compra se forjó mucho antes de que una empresa lanzase unos irresistibles snacks supernutritivos o el chocolate saludable definitivo. George Lakoff, investigador de lingüística cognitiva y autor de No pienses en un elefante, describe los marcos como “estructuras que moldean nuestra visión del mundo”. Y resulta que una parte de la industria alimentaria ha pasado décadas creando un marco que le resulta favorable.


El triunfo —y riesgo— de una estrategia imperceptible

El éxito más radical de esa parte la industria alimentaria no consiste en mantener como superventas un producto insano durante años, ni en llevar la publicidad en el etiquetado al límite caminando sobre una fina línea que la separa de incumplir la legislación. Ni siquiera en influir sobre las decisiones políticas. Aunque por supuesto que hace todo esto, son meras estrategias circunstanciales que están restringidas a una franja de tiempo, a un escenario político o a las tendencias alimentarias del momento.


La gran victoria consiste en establecer en la población ideas falsas a un nivel tan insondable que no lleguen a ponerse en cuestión. Mensajes incuestionables que se convierten en convicciones, que pasan a formar parte de un conocimiento global. Frases que se imbuyen en nuestra cultura y que, sin ni siquiera darnos cuenta, aparecen salpicando nuestras conversaciones de la forma más natural sin plantearnos de dónde han salido (o si de verdad tienen alguna base).


No, no hay que comer de todo

Tal vez también te has encontrado repitiendo que “no hay alimentos buenos ni malos”, “hay que comer de todo con moderación”, “la dieta tiene que ser variada y equilibrada” o “el problema no es lo que comemos, sino que nos movemos poco”. ¡Punto para la industria!


La idea de “moderación” muchas veces se completa con la noción de “variedad” en un tándem perfecto: “Hay que comer de todo con moderación”. Mensaje que podía tener sentido hace décadas, cuando ni siquiera había hipermercados y el surtido que se podía comprar las tiendas de ultramarinos estaba muy alejado de las decenas de miles de referencias alimentarias a las que tenemos acceso en las grandes superficies: supermercados como Mercadona, que no apuestan por tener un gran surtido, cuentan con 8.000 referencias; en el caso de hipermercados como Carrefour, supera las 100.000 (no todas son de alimentación, pero podemos hacernos una idea de la magnitud).


Sin duda una parte de ese incremento se debe a una mayor oferta de productos frescos y poco procesados, pero no tenemos más que echar un ojo a los lineales para entender que lo que se ha multiplicado es la cantidad de ultraprocesados, que es donde puede haber innovación (no hay mucho margen para la imaginación en unas legumbres cocidas o unas espinacas congeladas).


Ahora, comer “un poco de todo” es solo un truco de prestidigitador, un mantra para despistarnos y añadir confusión. Tras publicar el estudio Everything in Moderation - Dietary Diversity and Quality, Central Obesity and Risk of Diabetes (Todo con moderación - Diversidad y calidad de la dieta, obesidad central y riesgo de diabetes) el investigador Dariush Mozaffarian declaró que “los resultados sugieren que, en las dietas modernas, comer ‘de todo con moderación’ es, de hecho, peor que comer una pequeña variedad de alimentos saludables” (si quieres saber más sobre el tema, el nutricionista Julio Basulto tiene un artículo dedicado a ello).

Despistando que es gerundio

También nos dicen que lo importante es combinar la alimentación con actividad física, perpetuando la idea de que todas las calorías son iguales y de que todo es cuestión de “compensar”. Volviendo a Marion Nestle, su obra Unsavoury Truth (Verdad desagradable) dedica un capítulo entero a desgranar cómo Coca-Cola ha puesto el foco en la falta de actividad física como culpable de la obesidad para desviar el más que probado papel de las bebidas azucaradas en este problema de salud pública.

Las estrategias van desde la financiación de estudios que sistemáticamente concluyen que la actividad física es más efectiva que la dieta en el control del peso, hasta el apoyo al Global Energy Balance Network (Red mundial de balance energético), una aparente organización sin ánimo de lucro disuelta tras el escándalo que se produjo al conocerse cómo utilizaba a científicos para apuntalar este mensaje interesado (esta investigación recoge el intercambio de correos electrónicos entre los científicos y Coca-Cola).


Veamos el lado positivo: ahora que sabemos que estos mensajes son falsos, es muy fácil identificar a quienes los emiten como una parte del problema. Los anuncios y etiquetas con frases como “la actividad física es importante en un estilo de vida saludable” o “come variado y muévete” son una auténtica red flag que no deja lugar a dudas sobre la calidad nutricional del producto en cuestión. Por cierto, muchos de esos mensajes están enmarcados dentro del conocido como Plan HAVISA, una colaboración entre el Ministerio de Sanidad y la industria alimentaria iniciada en 2013 —de la que ya habló aquí mi compañero Juan Revenga— que, si sirve para algo, es para blanquear alimentos insanos.