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Cine: La estructura del héroe

 

La estructura del viaje del héroe

Existen una serie de tipos de historias en el cine que se repiten como patrones y esto se hace porque está probado que funcionan. De hecho, un lector de guiones, cuyo trabajo es hacer una criba para que luego el productor elija entre los seleccionados qué libreto le gusta, generalmente tiende a guiarse por estos patrones. Por eso, una historia cuya estructura sigue el llamado “viaje del héroe” puede tener posibilidades de pasar la criba.

Ya, ya sé que estás pensando que por qué las historias en el cine tienen que seguir unos patrones, que si se hace así, todas las películas son iguales y no tienen alma. Bien, permíteme decirte que las historias que siguen estructuras “novedosas” se hacen porque no tienen que pasar la criba de un lector de guiones, porque un productor se enamora de una historia por el motivo que sea. Sin embargo, una historia con una estructura convencional, pongamos por caso “el viaje del héroe”, puede ganarse ese alma con los adornos o los pequeños detalles. Pero el esqueleto, en si, funciona a través de un patrón.

¿Qué es ‘El viaje del héroe’?

Se trata de un esquema explicado por primera vez por el mitógrafo Joseph Campbell en 1949 en su libro El héroe de las mil caras.

¿A que a ti, que te interesa esto del guion, te suena lo del viaje del héroe. Se habla de él en varios libros. Entre ellos, el famoso El guion de Robert McKee.

Es una estructura simple y extremadamente efectiva si tu historia responde al género épico, de ciencia ficción o fantasía, pero, si lo piensas bien, se puede aplicar a cualquier tipo de película.

Y, es verdad, entronca muy bien con la clásica estructura aristotélica de planteamiento-nudo-desenlace.

El esquema básico del viaje del héroe

Planteamiento: todo se inicia con la partida del héroe o protagonista. Aquí es donde se presenta a los personajes y se establece el “mundo ordinario”, en el que, como te imaginarás, las cosas se ven en su estado normal. Pero, en un momento dado, se produce la llamada a la aventura, el denominado elemento disruptor. Es decir, tu protagonista está tranquilo pero, de repente, ocurre algo que le obliga a iniciar su misión, que puede ser una investigación, una lucha, una conquista, cualquier cosa que responda a lo que se puede llamar “la peripecia”.

Nudo: el héroe atraviesa la “puerta” y entra en el mundo extraordinario. Va conociendo nuevos personajes que le ayudan en su cometido o tratan de impedírselo.

Desenlace: en el esquema clásico, el héroe regresa al mundo ordinario, a su estado normal. No es que sea la misma situación que al principio porque el viaje no le ha dejado indiferente pero, al menos, sí que se establece en un estado de equilibrio y tranquilidad. En este momento, haya o no logrado su objetivo, sí que debes notar una evolución en el personaje. Ya no es el mismo que al principio.

No pienses que porque se hable de mundos ordinarios o extraordinarios esta estructura solo es aplicable a películas de corte fantástico. El viaje podría ser, por ejemplo, el viaje interior del protagonista, su aprendizaje, una investigación, etc. Se puede aplicar a cualquier género.

¿Cuáles son las doce etapas del viaje del héroe?

El protagonista va pasando por varias fases, exactamente doce, que van llevando la acción hasta el final completando lo que se llama el arco del personaje, su evolución.

  1. El mundo ordinario

Se presenta el estado de las cosas antes de que se plantee el conflicto que lo va a cambiar todo. Has de presentar al protagonista en su día a día. De esta manera, el espectador conocerá todo lo que el personaje deja atrás, todo lo que pierde cuando se produce el detonante.

  1. La llamada a la aventura

A los 10-15 minutos de la historia se produce el elemento disruptor, el suceso que pone todo patas arriba. Al protagonista se le presenta un conflicto o la imperiosa necesidad de lograr un objetivo. No ha de ser un tema de vida o muerte, sino que se puede tratar de algo muy pequeño, sutil, quizá conocer a la chica o el chico que le va a cambiar la vida. Ya nada volverá a ser lo mismo.

  1. Rechazo de la llamada

En un primer momento, el protagonista no quiere asumir la aventura o la misión. Claro, a todo el mundo le es difícil abandonar su zona de confort, su estado de equilibrio, el lugar donde se siente seguro y cree que nadie le puede hacer daño. Tiene miedo. Así que rechaza la llamada de la aventura.

  1. Encuentro con el maestro

El protagonista conoce a alguien que actúa como catalizador de la historia, que convence al héroe de aceptar la llamada de la aventura, de ese conflicto que se le ha planteado. Le anima. A veces, también, este maestro le da una serie de consejos, herramientas o claves para llevar a cabo la misión. De esta manera, el protagonista está preparado para cruzar la frontera del mundo ordinario al mundo extraordinario.

  1. Cruce del primer umbral

El protagonista tiene que hacer frente al primer obstáculo que el mundo extraordinario le plantea. El hecho de luchar contra ese primer obstáculo, que lo más seguro no supere, le hace estar ya de lleno en la aventura. Ya no hay vuelta atrás. Comienza el desarrollo con sus numerosos obstáculos. Ha cruzado la puerta.

  1. Pruebas, aliados y enemigos

El protagonista se tendrá que enfrentar a diferentes pruebas y obstáculos a lo largo del desarrollo. Puede que alguno de esos obstáculos sean otros personajes, los enemigos. Pero, para superarlos, contará también con la ayuda de aliados, amigos.

  1. Acercamiento

Cada uno de esos obstáculos, generalmente in crescendo, algunos los supera y otros no, le van preparando para el reto decisivo. Se tendrá que enfrentar a él. Cada vez que avanza o fracasa, el protagonista va aprendiendo y va evolucionando. Va conociendo mejor a sus enemigos o a sí mismo. Todo esto le ayudará en el momento decisivo.

  1. Prueba suprema

Es la hora del clímax, cuando el protagonista se enfrenta al mayor reto de todos, para el que, a lo mejor sin saberlo, se ha estado preparando toda la película. Es cuando echa mano de todo lo que ha aprendido, de todos los recursos, y se lo juega al todo o nada. Es casi como si de nuevo cruzase el umbral.

  1. Recompensa

Después del reto decisivo, el protagonista es recompensado, haya superado o no haya superado el reto decisivo. Dicha recompensa puede ser inmaterial como haber ganado un amigo, sentirse más fuerte o tener una nueva habilidad.

  1. El camino de vuelta

Después de la prueba suprema y la recompensa, el héroe inicia el camino de regreso, pero queda un último problema. El protagonista se enfrenta a una pelea para no perder aquello que ha ganado.

  1. La resurrección

Esta última lucha para mantener la recompensa es otra vez una lucha a vida o muerte (puede ser en sentido figurado). Aquí es cuando “muere” el viejo yo del protagonista, el que era antes de empezar la película, el personaje se desprende totalmente de él. Sale de esta última prueba purificado y preparado para emprender el viaje de regreso.

  1. El regreso

El protagonista atraviesa de nuevo la puerta que lo lleva al mundo ordinario. Pero, claro, ahora tiene su recompensa y, además, la experiencia. Ya no es el mismo. Conoce aspectos de sí mismo que ignoraba, posee nuevas amistades, se siente más seguro y fuerte. Es decir, no es el mismo mundo ordinario que al principio.

¿Te suena esta estructura?

Seguro que según la has ido leyendo la has relacionado con multitud de películas que has visto, tanto de género fantástico como cualquier otro.

Quizás ése sea el problema, que sea considerado un cliché.

Por eso, si la utilizas, debes ser muy original en los planteamientos. Has de cuidar los detalles. Dotarla de alma. Ser original en los obstáculos, en los personajes, en los planteamientos.

  • Fuente: https://creamundi.es/la-estructura-del-viaje-del-heroe/

LA SUBJETIVIDAD EN LA HISTORIA

 Siempre que relatamos la vida de los seres humanos, los de hoy y los del pasado, no podemos despojarnos nosotros, ni despojarlos a ellos, de ese velo subjetivo que cambia las imágenes, trastoca los criterios, premia y castiga, exalta y disminuye, y contrapone buenas intenciones y malicia; o porque ese velo es extendido por la mano de intereses políticos, ideológicos, corporativos o religiosos.


https://elpais.com/opinion/2024-03-26/nada-hay-verdad-ni-mentira.html

Robert Sapolsky, neurocientífico: “La meritocracia es una justificación del sistema”

Es uno de los grandes científicos del comportamiento, pero Robert Sapolsky (Nueva York, 66 años) no cree que tenga ningún mérito. No lo dice con modestia, sino con convicción. Este prolífico autor cree que el libre albedrío es una ilusión, que nuestras decisiones conscientes serían la consecuencia de procesos inconscientes del cerebro. Sapolsky pasó tres décadas estudiando babuinos salvajes en Kenia, pero ha acabado escribiendo libros de fama mundial sobre el comportamiento humano. Según su teoría, esta evolución estaba escrita y no tuvo una capacidad de elección real. En su nuevo libro, Decidido (Capitán Swing) desarrolla esta idea tirando de neurología, filosofía y sociología. No eres tú, no soy yo, es el determinismo. La frase, además, de suponer la mejor de las excusas, plantea dudas morales sobre los conceptos de culpa, castigo, mérito o esfuerzo. Le preguntamos por ellos en una conversación por videollamada.

Pregunta. Sostiene que el libre albedrío no existe. ¿Cómo se forma entonces una acción concreta, una decisión sobre la que creemos tener el control?

Respuesta. Un comportamiento es el producto final de lo que sucedió en tu cerebro hace un segundo, de los estímulos ambientales, que condicionan a esas neuronas en tu cerebro para que hagan lo que hicieron hace un segundo. Y de las hormonas que tenías en el torrente sanguíneo esta mañana. Y de lo que te sucedió en los últimos meses. Es posible que tu cerebro haya cambiado su estructura durante tu adolescencia, tu infancia, o tu vida fetal. O por tus genes o por la cultura la que te has criado. Es la biología, sobre la cual no tenemos control, interactuando con el entorno, sobre el cual no tenemos control. Y cuando miras todas estas influencias, te das cuenta de que la neurobiología influye en tus decisiones, como lo hace la genética, la geocronología, y las ciencias sociales. No es que todas estas disciplinas sean diferentes, sino que se convierten en una sola disciplina.

P. Entonces, el que haya escrito un libro, el que esté dando una entrevista en este momento sobre este libro… ¿No ha dependido de su esfuerzo y voluntad?

R. Si piensas en que no existe libre albedrío, no tiene sentido culpar a la gente por sus errores o felicitarla por sus logros. Pero es increíblemente difícil pensar así. Escribir este libro supuso mucho trabajo, pero logré hacerlo y hay un ‘yo’ en todo este proceso que de alguna forma lo consiguió. Pero si realmente me detengo y lo analizo, entiendo que terminé el libro debido al tipo de persona que soy. Y que eso se debe a muchos acontecimientos que están fuera de mi control. Tengo que detenerme y repasar todos los acontecimientos, sobre los que no tuve control, que me hicieron ser el tipo de persona que soy en este momento. Se necesita mucho trabajo para hacerlo, y para refutar la creencia de que tú te ganaste lo que eres y otras personas no se lo ganaron.

P. Tanto que casi nadie lo hace. ¿Por qué el concepto de meritocracia está tan de moda?

R. La meritocracia es una justificación del sistema. Las personas que tienen más poder son las que tienen más motivos para amar y mantener esta idea. Podemos pensar que la meritocracia no tiene sentido. Pero, por otro lado, si tienes un tumor cerebral, querrás asegurarte de que te opere un gran médico, no una persona al azar. Hay que asegurarse de que los trabajos difíciles los realicen las personas más competentes. Pero eso no implica decirles que son mejores personas, que se merecen estar ahí, que se lo han ganado. El problema que tiene esta idea es que puede acabar con la motivación.

P. Y que puede generar frustración. No todo el mundo puede ser un gran médico.

R. Estados Unidos es un ejemplo muy evidente de esto, porque tenemos esta mitología cultural increíblemente arraigada, esta idea de que cualquiera, si trabaja duro, puede tener éxito. Cualquiera puede hacerse rico si está lo suficientemente motivado. Cualquier niño puede llegar a ser presidente. Y la realidad es que si naces en la pobreza, hay aproximadamente un 90% de posibilidades de que sigas en la pobreza cuando seas adulto. Y cada paso del camino explicará por qué es así. Tu barrio, tu educación… Sin embargo, tenemos un país donde toda la mitología se construye sobre la idea de que está en tu mano resolver cualquier problema, solo depende de ti. Porque, mira, aquí hay una persona entre un millón que lo consiguió. Es una versión realmente tóxica de la meritocracia, que causa una enorme cantidad de dolor.

P. Si no existe libre albedrío, ¿qué sucede con conceptos como la culpa y el castigo?

R. Si una persona es peligrosa, pero no es su culpa, tenemos que proteger a la gente de ella, pero haciendo el mínimo absoluto. Más que una cárcel, habría que ponerla en una especie de cuarentena. Si alguien es violento, hay que impedir que haga daño, pero eso no significa que sea su culpa.

P. Pone como ejemplo los casos de policías que disparan a sospechosos negros en Estados Unidos. Situaciones en las que el racismo social tiene más peso que conceptos como la culpa o la voluntad. Es una reflexión incómoda…

R. Sí, porque es mucho más fácil mirar a alguien que no tiene mucha educación y que no ha tenido mucho éxito en la vida y sentir empatía y decir que las circunstancias le hicieron ser quien es. Pero si tienes que mirar a un policía que acaba de disparar a un hombre desarmado simplemente por el color de su piel; porque en medio segundo pensó que esa persona que sostenía un teléfono, le estaba apuntando con un arma… Es mucho más difícil concluir que es el producto de lo que vivió.

P. ¿Cómo afecta el determinismo al amor? ¿Quizá decir “Sí, quiero” en una boda no es tan acertado como decir, “Sí, el destino ha querido”?

R. Este es otro campo donde el determinismo supone un desafío enorme. Si tienes la suerte de haberte enamorado y haber sido correspondido, esta idea tiene el potencial de convertir una cosa muy bonita en algo deprimente. ¿Y si mi matrimonio hubiera sucedido solo por los niveles de oxitocina que teníamos en nuestro cerebro? ¿Y si esta historia de amor se reduce a una cuestión de feromonas? ¿Qué pasa si estamos juntos solo porque nos criaron en contextos culturales similares? Es totalmente deprimente. Pero hay que aceptar que hay una estructura debajo de la superficie. Existe una biología mecanicista subyacente en algo tan lírico como el amor. Y bueno, si lo piensas bien, no debería ser deprimente, porque eso significa que has tenido el lujo de experimentarlo.

P. Pasó décadas trabajando con monos, ¿cómo terminó dedicándose a refutar el libre albedrío en los humanos?

R. El trabajo con babuinos que hice durante muchos años en África Oriental acabó siendo una pequeña parte de toda esta historia. Estudiamos la neurobiología del estrés, qué le hace el estrés al cerebro. El trabajo de campo intentaba relacionar el rango social de los babuinos con quién maneja bien el estrés y quién tenía mala presión arterial. Pasé 30 años pensando en nada más que eso. Y en los años posteriores, empecé a mirar hacia afuera y dije, “bueno, esta es solo una de las muchas pequeñas astillas”. Cuando las juntas todas puedes ver la complejidad de las máquinas biológicas que somos. Y concluyes que no. No hay libre albedrío.

Publicado en El País el 22 de marzo del 2024

Autor: Enrique Alpañés

Sí hay alternativa

 Había una vez un cuento que decía que unos hombres libres, independientes, autónomos, autosuficientes, unos hombres que no necesitaban a nadie y que podían vivir tan solitarios como Robinson Crusoe, pactaron un día crear nuestra sociedad. ¿Qué tipo de mundo común pusieron en marcha aquellos fundadores? No debería de extrañarnos mucho que fuera un mundo en el que tanto los héroes como los perdedores son “hombres hechos a sí mismos”, unos merecedores de su propio éxito, otros culpables de su propio fracaso. ¿Dónde estaría la sorpresa? Al fin y al cabo, el cuento nos dice que nuestras “sociedades libres” las pusieron en pie unos hombres que ya eran libres antes de crear nuestra sociedad, es decir, que eran precisamente libres por no necesitar a los demás. La ideología neoliberal requiere de individuos absueltos de todo vínculo, y es precisamente esa negación de nuestra interdependencia la que encubre y legitima un orden social en el que estamos expuestos a formas extremas y violentas de desigualdad.

¿Otro mundo es posible? Hoy la izquierda parece sumida en un momento apático, impera la sensación de que estamos atrapados en un agotamiento ideológico, de que hace mucho que no damos debates de fondo, de que no sabemos cuál es nuestro programa, de que nos faltan (como se dice) “ideas nuevas”. ¿Estamos sabiendo defender otro modo de relacionarnos, otra noción de sujeto, otro horizonte de sociedad? ¿Estamos siendo capaces de demostrar, frente al realismo capitalista, que sí hay alternativa? Probablemente, una parte de esta izquierda está demasiado acostumbrada a pensar el feminismo como un asunto de mujeres y a entender que la política con mayúsculas siempre trató de asuntos más universales. Y, sin embargo, desde hace ya unos cuantos años, es en el territorio de los feminismos donde se están poniendo en juego algunos de los debates ideológicos de los que más depende que las izquierdas estén en condiciones o no de tener un proyecto alternativo de sociedad.

En los últimos tiempos, una serie de conceptos se han vuelto protagonistas en nuestras reflexiones feministas: “Vulnerabilidad” e “interdependencia” han sonado no solo en la Academia o en los libros de Judith Butler, sino también en nuestras asambleas y espacios de militancia. Una de las preguntas que quiero plantear en El sentido de consentir es qué significa hacerse cargo de eso en el terreno de la sexualidad. ¿Qué es comprometerse con la vulnerabilidad y la interdependencia al pensar la relación sexual? Si el sexo nos pone ante la vulnerabilidad de los cuerpos, si el deseo nos expone a nuestra interdependencia mutua, la relación sexual siempre comporta un riesgo: el riesgo de no saber algo sobre nosotras mismas, el riesgo de tener que descubrirlo a través de otros, el riesgo de necesitar a los demás. Es esa arriesgada incertidumbre la que tiene que ser negada para poner en marcha unas reglas del juego por las que el “riesgo” y la “libertad” tienen que ver con la adrenalina de Wall Street y por las que exponerse a la posibilidad de perderlo todo es parte de la aventura. Justamente para poder naturalizar los peligros más salvajes, nuestra sociedad precisa negar lo que se han encargado de negar nuestros mitos fundacionales: que más allá de toda forma de dependencia no hay ninguna libertad.


“El desconocimiento”, dice Judith Butler, “es inseparable de la sexualidad misma”. ¡Y menos mal! De hecho, “¿quién tendría sexo si realmente pudiera conocer por adelantado exactamente cómo va a ser?”. Quizás esa es justo la pregunta acertada para pensar esa inquietante tendencia que cada vez más estudios ponen sobre la mesa y que nos habla de una creciente pereza hacia la relación sexual incluso entre los jóvenes. ¿Tiene sentido un declive del sexo en una sociedad neoliberal donde el ideal del sexo “libre” es un sexo autárquico y masturbatorio y donde el “empoderamiento sexual” parece no depender de los demás? ¿Cómo pensar el sexo en una sociedad capitalista crecientemente securitaria en la que la relación social misma se convierte en un peligro del que protegernos? ¿Y qué aportación puede hacer el feminismo para defender otra noción de libertad fuera de las redes del neoliberalismo?


Cualquier abordaje de esta pregunta debe comenzar diferenciando el peligro y el riesgo y, por lo tanto, diferenciando la violencia sexual de las incertidumbres del sexo. La violencia debemos tratar de abolirla; la opacidad del deseo, no. El peligro de la violencia nos amenaza (muy fundamentalmente) a nosotras las mujeres y no queremos exponernos a él. El riesgo que implica el sexo lo corremos todos y todas, y me parece que el mundo es mejor mientras sigamos dispuestos a correrlo. Combatir lo primero nos lleva a un mundo menos violento, combatir lo segundo nos conduce a un mundo más securitario.


El gran reto que tenemos hoy los feminismos es enfrentar la violencia sexual sin aceptar que nuestra libertad sexual pasa por convertirnos en “mujeres hechas a sí mismas” que no necesitan a los demás, sin validar y restaurar el relato de los padres del contrato social. Y, sin embargo, nuestra sociedad lleva unos años abrazando con entusiasmo la idea de que la solución a la violencia contra las mujeres pasa por cargarnos a nosotras con la exigencia de tener que iluminar nuestro deseo, expresarlo, verbalizarlo, volverlo transparente… explicar lo que a veces no se puede o no se quiere explicar. Si se nos sigue haciendo responsables de aclarar lo que pertenece a la esfera del deseo y del inconsciente, en realidad se nos está diciendo que nosotras no podemos aspirar a explorar la incertidumbre, la vulnerabilidad y la interdependencia a las que nos expone la sexualidad. ¿Por qué sería feminista esa identificación de la “libertad sexual” con la total autonomía, la transparencia, la autoconciencia y el sujeto autónomo que va por el mundo solo sin dejarse afectar por los demás? ¿Quién quiere esa forma de “libertad”? ¿Y en qué sentido esa promesa cambia el mundo?

La libertad sexual de las mujeres está siendo atacada cuando se intenta que aceptemos y asumamos que la violación forma parte de los riesgos que debemos aceptar correr. No, no debemos aceptar eso. Como no debemos aceptar que, en nombre de nuestra seguridad, se nos niegue el derecho a correr el riesgo que implica no saber lo que deseamos. Al final, la disyuntiva es o bien tener que asumir la violencia o bien tener que protegernos del sexo mismo. Si no queremos tener que elegir, es preciso defender la necesidad jurídica del consentimiento, pero desde su imperfección y su finitud, desde su precariedad y sus límites. Me parece que vamos a tener que asumir que el consentimiento, necesario para poder legislar en el terreno de la sexualidad, no es una varita mágica que trae la luz al terreno del sexo. Por mucho que busquemos “definiciones claras”, “consentimientos explícitos” o “síes verbales”, nada nos librará de la posibilidad de consentir un sexo aburrido, anodino, decepcionante, insatisfactorio, desagradable, asqueroso, un sexo (incluso a veces) no deseado. Es también de esa ambigüedad de la que depende el riesgo —sí, el riesgo— de un sexo profundamente deseado que ningún pacto y ningún contrato es capaz de asegurar.


Es muy mala idea creer que eso que delimita jurídicamente la violencia —el concepto de consentimiento— nos librará de todo tipo de riesgo, incertidumbre, imprevisto, malentendido o conflicto que acompaña a la relación social. Algunos discursos nos prometen hoy eso pero, ¿era eso lo que nosotras pedíamos? Me parece que una de las preguntas de nuestro tiempo que le debe interesar hoy a todas las izquierdas es por qué y cómo estaría el feminismo en condiciones de rechazar los marcos del neoliberalismo securitario. ¿Por qué al defender nuestro derecho al sexo estamos defendiendo otra sociedad? ¿Qué es lo que estamos diciendo cuando luchamos por nuestra libertad sexual? Que otro mundo es posible: queremos un mundo sin violencia para sujetos interdependientes que se exponen a los demás. Que no queremos correr ciertos peligros. Pero, precisamente, para poder correr ciertos riesgos.

El tetramorfo

 

El león, el toro, el águila y el ángel: el Tetramorfo

La palabra 'tetramorfo' etimológicamente indica una representación de cuatro elementos. En la tradición cristiana, el profeta Ezequiel describe cuatro criaturas con cara humana y apariencia animal. Ya en la edad media, se asocian a los cuatro evangelistas, representados alrededor de Cristo. En las salas de arte románico destacan algunos ejemplos, tanto en pintura mural (el de Sant Climent de Taüll), como en pintura sobre tabla, como el del Baldaquí de Tost.


El león representa a Marcos porque su Evangelio comienza hablando de San Juan Bautista, que clama en el desierto. Su voz es como la del león, un animal fuerte y noble, como lo será Jesús.
El toro es Lucas porque empieza hablando del sacrificio de Zacarías a Dios y el toro es el símbolo del sacrificio, el deseo de una vida espiritual que permite al hombre triunfar por encima de las pasiones animales y obtener la paz.
El águila simboliza a Juan porque esta ave se considerada un animal sabio y clarividente, que cuando vuela mira directamente al sol, y el Evangelio de Juan es más abstracto y teológico que los demás.
Finalmente, el ángel es Mateo, porque es el único que habla de la genealogía de Cristo, el Hijo del Hombre, y además representa el amor divino, enviado por los ángeles (mensajeros de Cristo) a los humanos.

Valentía, perseverancia, acción: claves para ser una persona que sabe solucionar problemas

 Aprovechando el conocimiento que nos proporcionan la psicología personal y social, la sociología y la evolución de las culturas, podemos dibujar un mapa de las características de la inteligencia solucionadora. Son las mismas que definen la actividad creadora, como era de esperar. Al fin y al cabo, la creatividad es una parte de la heurística: la que se encarga de resolver problemas nuevos o viejos de forma novedosa. La originalidad es solo un componente de la creatividad: la eficiencia en resolver problemas y la envergadura de estos es el otro. (…). El talento creador (o heurístico) es una competencia que penetra la personalidad entera, en esa urdimbre fascinante que forman el temperamento innato, el carácter construido por los hábitos, y el proyecto vital elegido y trabajado. Pero es también un conjunto de actividades aprendidas que permiten resolver problemas concretos. (…)

Julius Kuhl, de la Universidad de Osnabrück, ha señalado la diferencia entre “personalidades orientadas a la acción” y “personalidades estadizas”. Estas últimas son las que prefieren permanecer en la situación en que están, aunque sea desagradable, mientras que las primeras son las que se enfrentan a la situación, las que son proclives a adoptar una actitud solucionadora, heurística. Estos son algunos de sus rasgos:

Rasgo n.º 1: la actividad. Sea cual sea el tipo de problemas, la búsqueda de soluciones y su puesta en práctica exige actividad, que tiene que estar precedida por la decisión de enfrentarse. Las personas que están desmotivadas o deprimidas no disponen de la energía suficiente para actuar o para hacerlo con la tenacidad necesaria. (…) Como ocurre con muchas patologías mentales, son conductas normales llevadas a un límite que las hace invivibles. Hablé de las apatías, de las abulias, de la incapacidad de percibir ningún premio, de la procrastinación. Cada vez que nos preguntamos desganados “¿y para qué voy a hacer esto?”, estamos negando la visibilidad de algún aliciente. Cuando sentenciamos “no vale la pena el esfuerzo”, acusamos al mundo de no ofrecernos nada que valga la pena, incluida la pena de vivir. El aburrimiento es una aniquilación cotidiana y no dramática del valor del universo. Graham Greene dice en su autobiografía que de joven sentía tal tedio que acabó yendo al dentista para que le sacara un diente sano, con tal de salir del aburrimiento. Simone de Beauvoir cuenta que Giacometti, el escultor, se rompió un brazo, y la saludó alborozado gritando: “¡Por fin me ha pasado algo!”. La desdichada Virginia Woolf lo expresó en una frase desoladora: “Lo que la gente quiere es sentir, sea lo que sea”.

Platón, en el Menón, ya habló de “razón perezosa” refiriéndose a aquellos que piensan que no sirve de nada pensar porque todo está ya decidido. Cicerón, en el tratado Sobre el destino, lo llama “razonamiento ocioso” porque lleva a la inacción. (…) La “inteligencia perezosa” conduce al fanatismo, los prejuicios, el pensamiento tribal, el dogmatismo, la credulidad, la superstición, la irracionalidad y otros frutos amargos. Es posible que las nuevas tecnologías la estén fomentando. Ya en 2011, Betsy Sparrow y sus colegas publicaron un artículo en Science titulado Efecto Google sobre la memoria: consecuencias cognitivas de tener la información en la punta de los dedos. La inteligencia resuelta es su antídoto.


Rasgo n.º 2: el sentimiento de la propia eficacia. Martin Seligman estudió la “indefensión aprendida”, es decir, el proceso por el que una persona llega al convencimiento de que es incapaz de cambiar la situación, de resolver nada. (…) El método de Seligman para fomentar el optimismo se basa en el cambio de creencias, que es el centro de todas las terapias cognitivas. El estudioso más brillante de este tema es Aaron Beck. Es interesante su comentario acerca de cómo se dio cuenta del poder de las creencias. A su consulta acudían mujeres que habían sufrido un fracaso amoroso, en el que habían sido víctimas, y que padecían una depresión acentuada por sentimientos de culpabilidad. A Beck le extrañó este fenómeno — ¿por qué se sienten culpables si son víctimas?— y decidió seguir investigando. Llegó a la conclusión de que en esas mujeres actuaba una creencia adquirida posiblemente en tiempos lejanos, de la que no eran conscientes y que podía resumirse así: “Quien da amor recibe amor”, “si eres lo suficientemente atractiva, generosa, amorosa y buena, te querrán”. Cuando la realidad les decía que no eran queridas, la conclusión era evidente: “Soy culpable. Algo habré hecho mal”. El descubrimiento de Beck fue comprender que la solución del problema no consistía en intentar eliminar su sentimiento de culpa, sino en erradicar las falsas creencias que lo estaban alimentando.

Una de las creencias que influyen más en la actitud heurística es la idea que el sujeto tiene de su propia capacidad para enfrentarse con la dificultad. La inseguridad, la falta de autoestima, vampiriza sus capacidades reales. Un buen educador sabe que nada anima tanto a un niño como tener la experiencia de éxito merecido. Poder decir “he sido capaz” es un enorme incentivo. Por eso, el educador debe seleccionar las tareas del niño para que pueda tener esa experiencia: que no sean tan fáciles que no supongan un triunfo, y que no sean tan difíciles que las probabilidades de fracaso sean demasiado altas. Los psicoterapeutas hacen lo mismo con los adultos. La competencia heurística se va perfilando.


Rasgo n.º 3: la valentía. El miedo es uno de los virus emocionales que más profundamente destruye nuestra capacidad de respuesta. Paraliza, altera la percepción de la realidad, produce una visión en túnel incapaz de ampliar la mirada. “No me sostienen las piernas” es una metáfora física de la debilidad que el miedo produce. Una persona puede saber cuál es la solución a su problema — por ejemplo, una humillante situación en el trabajo, una situación de violencia familiar, una amenaza, etcétera— y no atreverse a enfrentarla. El cambio, además, puede asustar. En la naturaleza, el miedo produce cuatro tipos de respuesta: la huida, el ataque, la inmovilidad y la sumisión. Estas dos últimas impiden enfrentarse a la situación. En ese caso, la competencia heurística se desploma. Pensemos en el bloqueo de un niño que sufre acoso escolar. Se encuentra en una situación de desesperación profunda. No ve ninguna salida, no encuentra ninguna solución. Lo mismo ocurre en los casos de violencia doméstica. La desesperación heurística le incapacita para actuar.

La inteligencia resuelta es una inteligencia valiente y por eso he dedicado mucho esfuerzo a investigar si es posible el aprendizaje de la valentía. En ella influyen las creencias de las que hablé antes — la confianza en uno mismo y en la capacidad para enfrentarse—, pero cambiar las ideas no basta: es necesario cambiar la conducta, lo que es extremadamente difícil. Los terapeutas se han percatado de que, para luchar contra el miedo, no bastan las terapias cognitivas. Son necesarias las terapias conductuales, un entrenamiento para aumentar la resistencia y la energía. Crear es un hábito, y la competencia heurística también.


Rasgo n.º 4: la perseverancia. En una de las cartas a su hermano Theo, Van Gogh le dice: “Tengo la paciencia de un buey, ¡he ahí una verdadera frase de artista!”. Por su parte, Rilke escribió: “En mí tengo paciencia para siglos”. Los problemas tienen que madurar, como madura la fruta. Hay que darles muchas vueltas, conocer sus posibilidades y sus trampas, aumentar nuestras capacidades en esa misma brega. Cuando le preguntaron a Newton cómo conseguía resolver los problemas, respondió: Nocte dieque incubando (pensando en ellos día y noche).

La desventaja de las izquierdas

 Si en los años 2008-2010, en medio de la gran crisis económica que asoló buena parte del mundo, nos hubieran dicho que 15 años después se produciría una gran ola reaccionaria y autoritaria, habríamos pensado que esa advertencia se basaba en un diagnóstico erróneo de los acontecimientos. En aquel momento no tenía mucho sentido considerar que la consecuencia de la crisis fuera el éxito de tipos como Donald Trump, Giorgia Meloni, Jair Bolsonaro, Viktor Orbán, Boris Johnson, Geert Wilders, Marine Le Pen y tantos otros de semejante perfil.

Echemos la vista atrás. En los primeros momentos de la crisis se pensó que el capitalismo global no podía continuar con los desequilibrios que se manifestaban en forma de burbujas inmobiliarias y “exuberancia irracional” en los mercados financieros. La crisis y las políticas de austeridad que se llevaron a cabo para evitar el colapso del sistema provocaron un aumento brutal del desempleo, el empobrecimiento de las familias con menores recursos, la depreciación de los activos inmobiliarios, el crecimiento generalizado de las desigualdades y problemas de deuda tanto en el sector privado como en el público.


Ante una situación así, muchos creyeron, con ilusión o con pesar, que habría una corrección del sistema desde la izquierda. La gente se replantearía sus prioridades, optaría por un capitalismo más y mejor regulado y exigiría tanto mayor protección ante los ciclos económicos como una reducción de las desigualdades. Lejos de la materialización de esas expectativas, nos encontramos en la actualidad en una situación muy distinta, tratando de evitar que la ola reaccionaria nos pase por encima. En el conjunto de países de Europa occidental, las izquierdas (alternativas, poscomunistas, verdes y socialdemócratas) han retrocedido 6,5 puntos porcentuales de voto entre 2000 y 2023, pasando del 43% al 36,5%, una caída muy notable. La mayor pérdida se ha producido en los partidos socialdemócratas: su apoyo medio era del 32,3% en 2000 y tan solo el 19,9% en 2020; desde entonces se ha registrado una cierta recuperación y la media se encuentra ahora en el 23,4%, mejor que hace unos pocos años, pero todavía muy lejos de los niveles de finales del siglo XX, cuando se encontraba por encima del 40%.


Por su parte, las izquierdas más radicales han crecido algo, pasando del 10,7% en 2000 al 13,1% en 2023. Este tímido crecimiento no ha compensado la caída socialdemócrata, habiendo un saldo neto negativo. Hubo un momento en que parecía que podría crearse un potente bloque de izquierda radical en Europa (Syriza en Grecia, La Francia Insumisa, el Bloco de Esquerda portugués, Podemos, Die Linke, etcétera), pero, excepto en Francia, estas fuerzas han ido perdiendo fuelle en todas partes.

Los datos, pues, dibujan una tendencia bajista a lo largo del siglo. En España no se habla demasiado de ello porque nuestro país ha sido una excepción: el PSOE, que tocó fondo en 2015, ha conseguido restaurar parte de los apoyos perdidos y gobierna desde 2018, primero en solitario y luego en coalición con la otra izquierda (Unidas Podemos primero, Sumar ahora). No obstante el caso español, la perspectiva comparada no deja lugar a la duda sobre la debilidad creciente de las izquierdas.


¿Por qué se produce este debilitamiento cuando los grandes temas de nuestro tiempo son la desigualdad social, la inseguridad económica, el cambio tecnológico y la crisis climática? En muchos países desarrollados domina el pesimismo. Hay grandes sectores de la población que piensan que las generaciones venideras vivirán peor que las anteriores: según una encuesta de Pew Research Centre publicada en 2022, así lo piensan el 78% de los franceses, el 76% de los españoles y el 72% de los británicos y norteamericanos. En la misma línea, son muchos quienes creen que la sociedad ha emprendido un rumbo equivocado: de acuerdo con otra encuesta de Ipsos, de diciembre de 2023, el 80% de los franceses, el 71% de los alemanes y el 65% de los españoles están de acuerdo con esa afirmación.


A veces se apunta que esta aprensión por el futuro explica el auge de la derecha radical, pero me parece que este argumento, por sí mismo, no va demasiado lejos, ya que las izquierdas pretenden, precisamente, ahuyentar esos miedos e incertidumbres mediante políticas activas de protección y redistribución. La gran pregunta es por qué las derechas consiguen capitalizar el pesimismo existente frente a las propuestas de las izquierdas. El miedo ante los avances tecnológicos y las nuevas formas de trabajo, la crisis medioambiental y el cambio cultural se pueden transformar en frustración y resentimiento (xenofobia, nacionalismo excluyente, regreso a un supuesto pasado envidiable), pero también en una potente motivación para buscar mayor seguridad. Con otras palabras, el miedo puede canalizarse políticamente en direcciones muy distintas.

¿Por qué entonces las izquierdas no logran persuadir a suficiente gente de que hay soluciones factibles a los grandes problemas? Una parte de la responsabilidad, sin duda, debe estar en las propias izquierdas. La socialdemócrata se ha vuelto claramente conservadora y defensiva, con la mirada puesta en los años dorados del Estado del bienestar. La más radical y alternativa, por su parte, cultiva una actitud apocalíptica, anunciando el colapso civilizatorio, con un mayor énfasis en la denuncia de los peligros e injusticias del sistema que en los medios para superarlos. Ambas izquierdas comparten en cualquier caso una cierta actitud de resistencia ante el embate reaccionario que en ocasiones se convierte en un derrotismo anticipado, como si la historia empujara con fuerza y hubiera que frenarla cuanto sea posible.


Sería, con todo, un tanto simplista reducir las dificultades de la izquierda a un problema de mensaje. Según lo veo, hay un asunto más de fondo. El proyecto de las izquierdas, en cualquiera de sus corrientes, se basa en la superación colectiva de las dificultades, en la unión de esfuerzos individuales en torno a un proyecto común. Eso solo es posible si se tiene la esperanza de que la política funcione y mejore las condiciones de vida de la ciudadanía. En tiempos de desconfianza política, lo que domina, sin embargo, es el cinismo. Nuestro tiempo se caracteriza tanto por los temores hacia el futuro antes señalados como por un proceso generalizado de desintermediación de los actores e instituciones que conforman la democracia (partidos, medios de comunicación, gobiernos, expertos). Como consecuencia de la desconfianza política y del cuestionamiento de toda instancia de intermediación, el vínculo representativo queda dañado. Hay un rechazo generalizado a los partidos políticos y una sospecha constante sobre los medios de comunicación. Son muchos quienes piensan que los partidos y las instituciones son el problema, no la solución, y buscan una alternativa en líderes fuertes, que encarnen, por encima de las instituciones, las insatisfacciones y temores de un pueblo que se siente traicionado o decepcionado por el orden existente.


En esas condiciones, cuando la política deja de tener virtualidad transformadora, las izquierdas se encuentran en desventaja. Descartada o superada definitivamente la vía revolucionaria, la desconfianza política daña en mayor medida a las izquierdas que a las derechas. De ahí que las derechas radicales consigan conectar mejor con los miedos e incertidumbres de tantos ciudadanos que están a la vez desconcertados por la velocidad de los cambios y que no confían en la política.