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Sí hay alternativa

 Había una vez un cuento que decía que unos hombres libres, independientes, autónomos, autosuficientes, unos hombres que no necesitaban a nadie y que podían vivir tan solitarios como Robinson Crusoe, pactaron un día crear nuestra sociedad. ¿Qué tipo de mundo común pusieron en marcha aquellos fundadores? No debería de extrañarnos mucho que fuera un mundo en el que tanto los héroes como los perdedores son “hombres hechos a sí mismos”, unos merecedores de su propio éxito, otros culpables de su propio fracaso. ¿Dónde estaría la sorpresa? Al fin y al cabo, el cuento nos dice que nuestras “sociedades libres” las pusieron en pie unos hombres que ya eran libres antes de crear nuestra sociedad, es decir, que eran precisamente libres por no necesitar a los demás. La ideología neoliberal requiere de individuos absueltos de todo vínculo, y es precisamente esa negación de nuestra interdependencia la que encubre y legitima un orden social en el que estamos expuestos a formas extremas y violentas de desigualdad.

¿Otro mundo es posible? Hoy la izquierda parece sumida en un momento apático, impera la sensación de que estamos atrapados en un agotamiento ideológico, de que hace mucho que no damos debates de fondo, de que no sabemos cuál es nuestro programa, de que nos faltan (como se dice) “ideas nuevas”. ¿Estamos sabiendo defender otro modo de relacionarnos, otra noción de sujeto, otro horizonte de sociedad? ¿Estamos siendo capaces de demostrar, frente al realismo capitalista, que sí hay alternativa? Probablemente, una parte de esta izquierda está demasiado acostumbrada a pensar el feminismo como un asunto de mujeres y a entender que la política con mayúsculas siempre trató de asuntos más universales. Y, sin embargo, desde hace ya unos cuantos años, es en el territorio de los feminismos donde se están poniendo en juego algunos de los debates ideológicos de los que más depende que las izquierdas estén en condiciones o no de tener un proyecto alternativo de sociedad.

En los últimos tiempos, una serie de conceptos se han vuelto protagonistas en nuestras reflexiones feministas: “Vulnerabilidad” e “interdependencia” han sonado no solo en la Academia o en los libros de Judith Butler, sino también en nuestras asambleas y espacios de militancia. Una de las preguntas que quiero plantear en El sentido de consentir es qué significa hacerse cargo de eso en el terreno de la sexualidad. ¿Qué es comprometerse con la vulnerabilidad y la interdependencia al pensar la relación sexual? Si el sexo nos pone ante la vulnerabilidad de los cuerpos, si el deseo nos expone a nuestra interdependencia mutua, la relación sexual siempre comporta un riesgo: el riesgo de no saber algo sobre nosotras mismas, el riesgo de tener que descubrirlo a través de otros, el riesgo de necesitar a los demás. Es esa arriesgada incertidumbre la que tiene que ser negada para poner en marcha unas reglas del juego por las que el “riesgo” y la “libertad” tienen que ver con la adrenalina de Wall Street y por las que exponerse a la posibilidad de perderlo todo es parte de la aventura. Justamente para poder naturalizar los peligros más salvajes, nuestra sociedad precisa negar lo que se han encargado de negar nuestros mitos fundacionales: que más allá de toda forma de dependencia no hay ninguna libertad.


“El desconocimiento”, dice Judith Butler, “es inseparable de la sexualidad misma”. ¡Y menos mal! De hecho, “¿quién tendría sexo si realmente pudiera conocer por adelantado exactamente cómo va a ser?”. Quizás esa es justo la pregunta acertada para pensar esa inquietante tendencia que cada vez más estudios ponen sobre la mesa y que nos habla de una creciente pereza hacia la relación sexual incluso entre los jóvenes. ¿Tiene sentido un declive del sexo en una sociedad neoliberal donde el ideal del sexo “libre” es un sexo autárquico y masturbatorio y donde el “empoderamiento sexual” parece no depender de los demás? ¿Cómo pensar el sexo en una sociedad capitalista crecientemente securitaria en la que la relación social misma se convierte en un peligro del que protegernos? ¿Y qué aportación puede hacer el feminismo para defender otra noción de libertad fuera de las redes del neoliberalismo?


Cualquier abordaje de esta pregunta debe comenzar diferenciando el peligro y el riesgo y, por lo tanto, diferenciando la violencia sexual de las incertidumbres del sexo. La violencia debemos tratar de abolirla; la opacidad del deseo, no. El peligro de la violencia nos amenaza (muy fundamentalmente) a nosotras las mujeres y no queremos exponernos a él. El riesgo que implica el sexo lo corremos todos y todas, y me parece que el mundo es mejor mientras sigamos dispuestos a correrlo. Combatir lo primero nos lleva a un mundo menos violento, combatir lo segundo nos conduce a un mundo más securitario.


El gran reto que tenemos hoy los feminismos es enfrentar la violencia sexual sin aceptar que nuestra libertad sexual pasa por convertirnos en “mujeres hechas a sí mismas” que no necesitan a los demás, sin validar y restaurar el relato de los padres del contrato social. Y, sin embargo, nuestra sociedad lleva unos años abrazando con entusiasmo la idea de que la solución a la violencia contra las mujeres pasa por cargarnos a nosotras con la exigencia de tener que iluminar nuestro deseo, expresarlo, verbalizarlo, volverlo transparente… explicar lo que a veces no se puede o no se quiere explicar. Si se nos sigue haciendo responsables de aclarar lo que pertenece a la esfera del deseo y del inconsciente, en realidad se nos está diciendo que nosotras no podemos aspirar a explorar la incertidumbre, la vulnerabilidad y la interdependencia a las que nos expone la sexualidad. ¿Por qué sería feminista esa identificación de la “libertad sexual” con la total autonomía, la transparencia, la autoconciencia y el sujeto autónomo que va por el mundo solo sin dejarse afectar por los demás? ¿Quién quiere esa forma de “libertad”? ¿Y en qué sentido esa promesa cambia el mundo?

La libertad sexual de las mujeres está siendo atacada cuando se intenta que aceptemos y asumamos que la violación forma parte de los riesgos que debemos aceptar correr. No, no debemos aceptar eso. Como no debemos aceptar que, en nombre de nuestra seguridad, se nos niegue el derecho a correr el riesgo que implica no saber lo que deseamos. Al final, la disyuntiva es o bien tener que asumir la violencia o bien tener que protegernos del sexo mismo. Si no queremos tener que elegir, es preciso defender la necesidad jurídica del consentimiento, pero desde su imperfección y su finitud, desde su precariedad y sus límites. Me parece que vamos a tener que asumir que el consentimiento, necesario para poder legislar en el terreno de la sexualidad, no es una varita mágica que trae la luz al terreno del sexo. Por mucho que busquemos “definiciones claras”, “consentimientos explícitos” o “síes verbales”, nada nos librará de la posibilidad de consentir un sexo aburrido, anodino, decepcionante, insatisfactorio, desagradable, asqueroso, un sexo (incluso a veces) no deseado. Es también de esa ambigüedad de la que depende el riesgo —sí, el riesgo— de un sexo profundamente deseado que ningún pacto y ningún contrato es capaz de asegurar.


Es muy mala idea creer que eso que delimita jurídicamente la violencia —el concepto de consentimiento— nos librará de todo tipo de riesgo, incertidumbre, imprevisto, malentendido o conflicto que acompaña a la relación social. Algunos discursos nos prometen hoy eso pero, ¿era eso lo que nosotras pedíamos? Me parece que una de las preguntas de nuestro tiempo que le debe interesar hoy a todas las izquierdas es por qué y cómo estaría el feminismo en condiciones de rechazar los marcos del neoliberalismo securitario. ¿Por qué al defender nuestro derecho al sexo estamos defendiendo otra sociedad? ¿Qué es lo que estamos diciendo cuando luchamos por nuestra libertad sexual? Que otro mundo es posible: queremos un mundo sin violencia para sujetos interdependientes que se exponen a los demás. Que no queremos correr ciertos peligros. Pero, precisamente, para poder correr ciertos riesgos.

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