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¿por qué tomamos decisiones en contra de la razón?

“La razón debería ser más fuerte que la emoción, pero necesita tiempo y no se lo damos”

Los humanos necesitan sentirse libres, creer que pueden elegir esforzarse para conseguir el trabajo soñado, que perder unos kilos o dejar de beber alcohol está a su alcance con la fuerza de voluntad adecuada o que cambiarán sus inclinaciones políticas si se les ofrecen buenos argumentos. Pero por debajo de esa sensación de control de la propia vida, en lugares del cerebro desconocidos hasta hace poco, se encuentran mecanismos que hacen dudar de que la libertad es lo que nosotros creemos o, incluso, de su misma existencia.
Ignacio Morgado (San Vicente de Alcántara, Badajoz, España, 1951) ataca con pasión los entresijos de la neurociencia que explican por qué a veces es tan difícil hacer lo que sabemos que es mejor para nosotros, cuáles son los mecanismos que explican cómo aprendemos o incluso el motivo de que con la edad se busque menos el placer aunque se mantenga la capacidad para disfrutarlo. En una sala del centro cultural CaixaForum, sentado en unos bancos desde los que se ve el paseo de Recoletos de Madrid, el catedrático de Psicobiología en el Instituto de Neurociencia de la Universidad Autónoma de Barcelona responde a las preguntas sobre deseos, placer, sexo, drogas e incluso política.
Pregunta. Si miramos la historia de la humanidad, vivimos en una época rara, en la que en los países desarrollados podemos satisfacer el hambre cuando queremos o tenemos acceso a incentivos sexuales inagotables como la pornografía. ¿Puede que esa accesibilidad aturda los mecanismos que hacen funcionar el deseo, que necesitemos condimentos más intensos para disfrutar de la comida o que perdamos interés en el sexo?
Respuesta. Absolutamente todas las motivaciones dependen del cerebro, y eso significa que todas las motivaciones se producen cuando hay un trabajo fisiológico que implica la síntesis de unas determinadas sustancias. La activación de determinadas neuronas para que produzcan determinadas respuestas eléctricas. Esa capacidad del cerebro, si la exprimes mucho, se degrada. Se producen fenómenos de habituación y de adaptación. Las neuronas que tienen que trabajar para que tú sientas una determinada motivación pierden capacidad de funcionamiento, o bien porque ellas mismas pierden capacidad para responder con impulsos nerviosos, que son los que, en definitiva, van a generar la motivación, o bien porque pierden capacidad las glándulas que fabrican las hormonas que activan esos circuitos. Si una persona se somete a la pornografía con muchísima frecuencia, cada vez le va a estimular menos. Llegará un momento en que le aburra. El cerebro humano es muy sensible a la novedad, al cambio, y la persona que se somete cada día a la pornografía está anulando la novedad.
Hay una sustancia que es la dopamina, que es básicamente la hormona de la motivación. La activación de la dopamina genera la motivación, las ganas de buscar el placer, el gusto. Lo que nos gusta es la novedad del cambio. Cuando tú te mueves en un ambiente sin novedad, aburrido, idéntico, sin cambios, se segrega mucha menos dopamina y por tanto tu motivación decrece. En mi libro Deseo y placer hago mucho esa distinción porque es muy importante. Una cosa es el placer y otra cosa es la motivación para buscarlo. La gente mayor pierde motivación para buscar el placer, pero pierde mucho menos la capacidad de experimentarlo. Si a tu padre o a tu madre les dices, vamos a un restaurante o a un concierto, es posible que te digan que no tienen ganas, pero si les convences, después te suelen decir que les ha encantado la experiencia. Pero no tienen la motivación que tiene la gente más joven para ir. Por eso yo recomiendo mucho que la gente mayor se mueva y busque novedades de todo tipo, incluso viendo la televisión, incluso siguiendo una serie de Netflix, lo que sea. Cambio, cambio. La novedad dispara la dopamina del cerebro.
Hubo un tiempo en que creíamos que la dopamina era el neurotransmisor del placer. Yo lo explicaba en mi clase y mis compañeros también, que cuando experimentabas placer es porque se había disparado la dopamina. Hoy sabemos que la dopamina dispara las ganas de buscar placer, pero no el placer. El placer depende más de encefalinas, de endorfinas y de otros tipos de moléculas que son muy ubicuas en todo el cerebro.

P. La cocaína es una de las drogas ilegales que más éxito tiene en nuestra sociedad, y es una droga que aumenta la dopamina en el cerebro que, por lo que dice, no produce placer sino que solo impulsa la búsqueda, algo que puede producir más desazón que otra cosa.
R. Nuestra sociedad valora mucho esa motivación, a veces incluso por encima de la satisfacción de los deseos. Algo muy interesante es que las motivaciones son altamente deseables cuando tú puedes satisfacerlas. Cuando sabes que vas a poder comer, tienes ganas de tener mucha hambre, pero si supieras que no vas a poder comer porque estás prisionero en una cárcel o porque estás perdido en un desierto, lo último que quisieras es tener hambre. Las motivaciones se vuelven un infierno cuando no hay posibilidad de satisfacerlas.
P. Hablando del tema de las motivaciones, qué es mejor para buscar la felicidad, ¿seguir el lema de Adidas que dice Impossible is nothing (nada es imposible) o la idea de Homer Simpson de que es mejor enterrar el listón para que superarlo con éxito no requiera ningún esfuerzo?
R. Los guionistas de esa serie tienen una inteligencia brutal. Es verdad, eso es cierto. Mover el listón es una forma también de lograr el éxito. Eso forma parte también de la inteligencia emocional.
P. Nuestra biología también puede condicionar nuestras inclinaciones políticas. A veces podemos escuchar un argumento que desde el punto de vista racional nos parece bueno, pero después, porque un determinado político nos cae mal o una forma de plantear las ideas nos disgusta, lo rechazamos o nos negamos a considerarlo.
R. Continuamente nos influyen emoción y razón. Desde el punto de vista biológico, la única manera de que funcionara por su cuenta la razón sin que interviniese la emoción sería en una persona con daño cerebral, que tuviese separadas las conexiones entre emoción y razón. Hay una permanente influencia de nuestros sentimientos en la forma de razonar. Tú le perdonas más los errores a un político al que le tienes simpatía y al revés. Y después, el razonamiento implica el desarrollo de una serie de emociones que a continuación, como una pescadilla que se muerde la cola, afectan nuevamente a tu razonamiento.
Son unos bucles de emoción y razón donde el objetivo último, y el que nos hace sentirnos a gusto con nosotros mismos, es que nuestros razonamientos y nuestros sentimientos vayan por el mismo lado. Lo que tú me estás diciendo es un ejemplo de desequilibrio emoción-razón, que es la clave del estrés. Si tienes estrés, busca en qué faceta de tu vida hay un desequilibrio. Suelo tener estrés porque en alguna faceta de mi vida quiero más de lo que puedo. Tener mucho trabajo no causa estrés. Lo que lo causa es que te hayas propuesto hacer mucho más trabajo o que te hayan exigido mucho más trabajo del que tú racionalmente puedes hacer.
La gente tiene que combinar en el debate político sus emociones con sus razonamientos y las influencias son mutuas y muy fuertes. Si yo evalúo a un joven de la edad de mi hijo, me va a costar resistir la tentación de darle mejor nota. Lo que pasa es que no nos gusta decir que nos conducimos emocionalmente, que hemos votado al que nos cae mejor y no al otro porque te cae fatal. El argumento más fuerte siempre es el emocional. La razón tendría que ser siempre más fuerte que la emoción, porque realmente es más poderosa. Pero necesita tiempo y no se lo damos. La emoción es fuerte enseguida. Te dicen algo que te suena a insulto o a inconveniencia y se te dispara la emoción. Pero si cuentas hasta diez, lo evitarías. Pero en una persona sana, la vida humana es emoción y razón, conjuntamente.
P. Hablaba antes de que estar expuesto a estímulos como el sexo o algunos fármacos que con mucha frecuencia crean una habituación. ¿Pasa esto con la política? ¿Es posible que la necesidad de llamar nuestra atención, que ya está un poco mermada por el bombardeo continuo de información, explique el éxito de algunos discursos extremistas y de la política espectáculo?
R. Un ejemplo clarísimo lo tenemos en Cataluña. El cansancio que hay con el procés, que ha sido muy espectacular en muchos momentos y mucha gente lo ha vivido con un apasionamiento grande. El apasionamiento con que se vive está cayendo en picado. Eso no quiere decir que vaya a desaparecer la gente que quiere la independencia, pero ese globo pasional se está desinflando. Tengo amigos que son independentistas y durante unos cuantos años recibíamos continuamente correos electrónicos que decían: ya está hecho, ya es el año de la independencia. Al año siguiente, este sí que sí, y un año después, igual. Si cada año era el año de la independencia que al final no llegaba nunca, se produce una habituación, un agotamiento.
P. ¿La legalidad o ilegalidad de determinadas sustancias en nuestra sociedad está relacionada con sus efectos y con el daño que pueden provocar a quien las tome?
R. Con las motivaciones ocurre con mucha frecuencia que una motivación inicialmente incentiva, es decir, algo que consumes para obtener placer, acaba por convertirse en una motivación homeostática, en algo que consumes no para obtener placer, sino para evitar sentirte muy mal. Un clásico es que empiezas a fumar por el placer que te produce, pero si te vuelves adicto, llega un momento en que fumas porque si no te sientes fatal.
La nicotina es una droga con un poder adictivo brutal. Cometimos durante mucho tiempo el error de considerar que el tabaco era un hábito. La gente cuando decía que era un hábito, le estaba restando importancia a lo que hay debajo, que es la adicción. Eso significa que tu biología cerebral, por no hablar del resto del cuerpo, cambia, y en ese momento ya estás enganchado. Tus neuronas necesitan esa sustancia para funcionar. La adicción al alcohol también es brutal. El alcohol y la heroína son dos de las grandes drogas que producen una dependencia tremenda.
P. Dice que las motivaciones homeostáticas, las que nos impulsan a hacer cosas que necesitamos para sobrevivir como comer o beber, son más fuertes que las incentivas como el deseo sexual, que nos permiten vivir sin satisfacerlas. El hambre, como se ve con la epidemia mundial de obesidad, se está convirtiendo en una motivación peligrosa y difícil de controlar. Jeffrey Friedman, el descubridor de la leptina, que se conoce como hormona de la saciedad, dice que aunque tenemos la sensación de que el peso es algo que puedes controlar con fuerza de voluntad, si haces un análisis con mucha gente para ver la capacidad real de controlarlo, el peso era solo un poquito más controlable que la estatura, que pedir a un obeso que sea delgado no es mucho menos descabellado que pedirle a una persona de 1,80 que pierda diez centímetros.
R. Muy buen ejemplo. No lo había oído nunca, pero es muy bueno. Demuestra lo difícil que es controlar el peso. El problema a la hora de adelgazar es que hay muchos mecanismos que están controlando el hambre en el hipotálamo. El hipotálamo es más pequeño que un garbanzo, pero ahora extrae de ese garbanzo la cabeza de un alfiler y eso es el núcleo arqueado, porque tiene esa forma. Ese pequeño núcleo en forma de arco tiene millones de neuronas de dos tipos, unas que cuando se activan te hacen sentir hambre y otras que cuando se activan te hacen sentir saciedad. Ahí, a ese pequeño arco del hipotálamo, llegan por la sangre hormonas como la leptina, la insulina y otras hormonas, que son las que hacen que el balance entre esos dos núcleos de saciedad y hambre esté controlado.
Esas hormonas, la leptina, la insulina, la grelina... están midiendo la energía que hay en el cuerpo. Cuando detectan que cae la energía corporal, van al cerebro y dicen: Pon en marcha el hambre para recuperar energía, o detén el gasto disminuyendo el esfuerzo físico si sucede lo contrario. Son nuestras hormonas las que van a condicionar el funcionamiento del cerebro.
El cerebro y los mecanismos que la evolución biológica ha desarrollado son complejos, complementarios y sinérgicos, y por eso es tan difícil controlar el hambre. Porque si tú activas con una medicación uno de esos mecanismos para reducirla, otro de los mecanismos que tenemos en compensación se activa para intentar evitar esa reducción que tú has producido con un medicamento. Los laboratorios farmacológicos están haciendo un esfuerzo impresionante para conseguir un fármaco de ese tipo.
Entrevista a Ignacio Morgado: neurocientífico por Daniel Mediavilla,
Pubicado en El País el 17 de febrero de 2020.

Los tecnólogos de los números tienen valores.

LA DICTADURA DE LOS ALGORITMOS

Si preguntas a cualquiera cuánto cuesta leer o publicar información en Internet lo más probable es que te responda que es gratis. Sin embargo, lo cierto es que el precio de informar o informarse por Internet tiene un coste cada día más alto. Un precio que es distinto para los lectores como usuarios, para los medios como creadores y finalmente para información, que está pagando este nuevo sistema con su calidad. Las fake news no son pocas, no son inocentes y no son inocuas. Pero sí son impunes.
Hace mucho, allá por los noventa, el éxito de la información que publicaba un periódico dependía básicamente de tres factores: la calidad, el interés que suscitara en los lectores y la apuesta de los editores en cuestión, que se ocupaban de dotar de jerarquía a la información según una combinación de los factores uno y dos. Bien, este modelo está siendo arrasado. Actualmente el éxito de una publicación en Internet depende cada vez más de cómo sea leída por los distintos algoritmos con que trabajan las dos grandes corporaciones que controlan la red: Google y Facebook. Estos dos gigantes son los dueños de todo y ellos están poniendo ya un precio a todo cuanto leemos.
Millones de lectores nos hemos acostumbrado a acceder al contenido a través de redes sociales y buscadores y pasamos cada vez menos por las portadas de los medios. Pero siempre que consumimos vía Google o vía redes, estamos pagando con información personal que será comercializada en forma de big data a terceros. Permitimos que se archiven nuestros clics, likes, fotos, ideologías… Y asumimos que, de una u otra manera, esta información será vendida. ¿Pero quien podría comprarla? Básicamente, cualquiera que pague el precio. Facebook en concreto le ha cogido el gusto a comercializar información capaz de alterar procesos democráticos, tales como el Brexit o las elecciones que auparon a Trump. Evidentemente no se venden votos, pero sí la posibilidad de condicionar a millones de potenciales votantes de cierta ideología. Y funciona.

De modo que si Google o Facebook quieren que una noticia (verdadera o falsa), sea vista, leída y compartida por millones, pueden hacerlo. Tienen la tecnología, la audiencia y la segmentación necesarias. Y, con estas nuevas reglas de juego, resulta que un periódico podría llegar a ser el más visto en Internet, no por ser el preferido de los lectores sino por pagar el que más a los algoritmos. Este cambio radical en la gestión de la información ha producido una paradoja que hubiera sido impensable hace 20 años. Hoy en día la información en Internet no solo ha dejado de ser gratis para los usuarios, sino que supone una gran inversión para todos los medios que quieran posicionar en las redes sociales o en buscadores el contenido que ofrecen a sus lectores. Es decir, cada vez más, los medios de comunicación pagan dinero por promocionar la información que “regalan” a los dueños de Internet, Google y Facebook. Una vez esta dinámica entra en funcionamiento, la ecuación es sencilla: se trata de “comprar” la audiencia más barata de lo que se venda la publicidad. Por lo demás, cuanto dinero invierte un medio en publicitar sus contenidos en Google y Facebook es hoy un secreto para lectores y anunciantes. No existe el medio que no dedique recursos a este fin, tanto si se paga para conseguir clics “al peso” (con el empobrecimiento de la calidad de lo publicado que esto apareja) como si se depuran los contenidos para que gusten a los algoritmos.

Asumimos pues que lectores y cabeceras ya pagamos bastante cara la información gratuita que leemos o publicamos en Internet. Pero el precio más alto lo están pagando los contenidos. El algoritmo de Facebook odia los adjetivos, por ejemplo, no le gusta que los títulos lleven interrogaciones, penaliza las imágenes donde hay letras, castiga ciertos verbos, prefiere las oraciones sencillas a las compuestas… Está lleno de manías capaces de cambiar la forma de escribir la información primero y de pensarla después. Pero lo peor está por venir. O esa es al menos mi impresión desde que he empezado a usar Google Discover, la nueva portada informativa que Google construye en tiempo real y a medida de los gustos y preferencias de cada uno de sus usuarios. Lástima que en sus primeros meses de vida este Discover funcione de manera más que cuestionable, tenga predilección por el contenido sensacionalista y se haya convertido en un experto en mezclar fake news con contenido de calidad. ¿Que al mezclar este contenido con cabeceras respetables le otorga una veracidad que no tendría en otro contexto? Hay que entenderlo, es un robot, no es perfecto.


A estas alturas, todos hemos visto cómo Internet tiene el poder de transformar cualquiera industria con la que se encuentre. Parecía que iba a acabar con los discos, las películas y las tiendas del barrio, pero aprendieron a convivir con Spotify, Netflix, HBO y Amazon Prime, así por resumir. El problema es que la información no forma parte de una industria cualquiera, ya que está directamente relacionada con nuestra libertad. Es por eso que reducir su calidad o su veracidad supone empobrecer de manera inmediata cualquier democracia. Y aunque es verdad que Internet no ha cambiado lo fundamental y que en 2020 la información sigue siendo poder, el problema es que ese poder está cada vez menos en manos de los creadores, los lectores o los medios de comunicación. La dictadura de los algoritmos es peligrosa para todos. Y la rebelión es urgente.
Autora: Nuria Labari . Publicado en El País el 13 de febrero de 2020.

Mujer tenías que ser.

Un nuevo campo de batalla


La coherencia no es la virtud más extendida en el género humano. ¿Cómo es posible que en muchos países los trabajadores voten a la extrema derecha o que los varones se sientan agredidos, pese a la evidencia de su posición hegemónica? Podríamos citar otras incoherencias en el actual paisaje político que llaman la atención: elitistas que ganan elecciones con un discurso contra las élites, líderes que apelan a la religión al tiempo que desprecian los valores más elementales del humanismo, también hay quien ha ganado la batalla contra el terrorismo y se presenta como derrotado…

Reflexionemos un momento sobre la primera contradicción. ¿A qué se debe esa nostalgia por un tipo de liderazgo viril del estilo del que representan Trump, Salvini, Abascal o Putin? ¿Podríamos explicar su éxito si no fuera porque, además de que son votados por los tradicionales reaccionarios de la derecha, resultan políticamente atractivos para amplias capas de la población, incluidos aquellos trabajadores que en su momento pudieron votar a los comunistas?

La primera explicación que se me ocurre tiene que ver con un mecanismo de compensación ante el desconcierto que produce la nueva reconfiguración de los papeles masculinos y femeninos, así como el avance de la lucha por la igualdad. Estamos en un momento histórico en el que se están volviendo a definir lo público y lo privado, la autosuficiencia y la dependencia, la soberanía y la cooperación, los principios y la negociación. En este contexto, el retorno del macho alfa o del cotidiano machirulo respondería a un intento de clarificación y vuelta a los patrones tradicionales. La dominación masculina se resiste a ceder y encuentra el sustento de amplias capas de la población que no saben cómo transitar hacia el nuevo reparto del territorio. El intento de conservar antiguos privilegios cuenta con el beneplácito de quienes se sienten inseguros en la nueva redefinición. Unos no saben cuál debe ser su nueva posición y otros lo saben demasiado bien y se resisten a ello. Porque no se negocia un simple reparto de tareas domésticas sino la definición de la propia identidad, algo que está produciendo nuevos perdedores y gente desconcertada e insegura.


El clásico combate por la igualdad mantenía la identidad de los combatientes, por lo que no resultaba demasiado desconcertante; ahora se discute también qué significa la masculinidad, en torno a las variantes de feminismo y la diversidad sexual. No es un combate de estereotipos sino contra ellos, porque el modo como el género se traduce en un estilo hace ya mucho tiempo que explotó en una variedad inclasificable. La cuestión es cómo equilibramos valores como el cuidado, la eficacia o la protección cuando ya no están asociados a ningún género en exclusiva.

Explicar los comportamientos sociales apelando a una incoherencia de los actores resulta demasiado fácil; es un modo de renunciar a entenderlos y, en su caso, a combatirlos adecuadamente. El caso de los trabajadores que votan a la extrema derecha tiene que ver concretamente con categorías simbólicas que actúan en el trasfondo de ciertos comportamientos elementales del ser humano. En su magna obra La distinction el sociólogo francés Pierre Bourdieu estudiaba con detalle hasta qué punto las clases populares han sido más rigoristas en lo que atañe a la sexualidad y a la división del trabajo entre los sexos, mientras que ese tipo de diferencias tiende a atenuarse a medida que se asciende en la escala social. En la clase dominante —señala Bourdieu a partir de diversas encuestas sociológicas— las mujeres tienden a atribuirse las prerrogativas mas típicamente masculinas, como fumar o vestir de modo garçon, mientras que los hombres no dudan en reconocer intereses y disposiciones en materia de gusto que los expondrían a pasar por afeminados, como pudiera ser un interés por la moda y algunas manifestaciones culturales. En este contexto no tiene nada de extraño que los trabajadores hayan considerado a las élites como burguesas y afeminadas; sus modales, su cosmopolitismo y su diplomacia aparecían en claro contraste con la fuerza y virilidad de quienes, como los trabajadores del campo o industriales, tienen una experiencia concreta de confrontación con el mundo material. En buena medida este antagonismo se reproduce hoy en el que enfrenta a globalistas y nativistas, con todos los atributos que podemos asociar a sus respectivas culturas políticas, sus diferentes estilos de comunicación y protección. En Francia un liderazgo como el de Macron, aunque solo sea implícitamente, recuerda al tipo de cosmopolitismo feminizante de ciertas élites y la circunstancia de que esté casado con una mujer mucho mayor que él no hace sino reforzar la “sospecha” acerca de su virilidad. En contraposición, Marine Le Pen aparece con todos los atributos de la masculinidad y esta puede ser la razón de que obtenga tantos apoyos electorales en los barrios obreros.
El capitalismo financiarizado implica, por así decirlo, una desmasculinización del trabajo. El momento reaccionario que vive hoy la América de Trump puede entenderse como una reacción a este fenómeno y responde muy adecuadamente al deseo de recuperar el contacto con la cultura material. Así lo plantea un filósofo como Matthew Crawford, que reivindica, frente al capitalismo de casino y la economía especulativa, el mundo industrial e incluso artesanal, tan propio de cierta cultura americana. Él mismo se define como un filósofo y reparador de motos, al tiempo que defiende un estilo de vida que conecta con el imaginario popular de la sociedad americana, tal como es presentado, por ejemplo, en esos programas de la televisión protagonizados por tipos duros y generosos, que ensalzan el bricolaje, la solidaridad vecinal y la lucha por la supervivencia en medio de una naturaleza hostil.



Mi conclusión de esta pequeña teoría del machirulo es que nos encontramos en un nuevo campo de batalla que tenemos que diagnosticar adecuadamente; no es exactamente una lucha de géneros, tampoco se trata del clásico combate por la igualdad, sino la confrontación de tipos de poder y valores tradicionalmente asociados a los hombres y las mujeres. De ahí también que surjan combinaciones insólitas, incomprensibles desde nuestras viejas clasificaciones de la realidad. No estamos solo ante la tarea de luchar contra unos extremistas o convencer a electorados confusos sino también y fundamentalmente en medio de una gran transición en la que rivalizan culturas políticas diferentes, modos de concebir el gobierno, tipos de liderazgo, valores, maneras de comunicación y mando, estilos emocionales y formas de entender la protección. Aquí se libra una contienda que a mi juicio será más decisiva que la estereotipada contraposición entre la izquierda y la derecha.
Autor: Daniel Innerarity
Publicado en El País el 11 de febrero de 2020.