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LA SUBJETIVIDAD EN LA HISTORIA

 Siempre que relatamos la vida de los seres humanos, los de hoy y los del pasado, no podemos despojarnos nosotros, ni despojarlos a ellos, de ese velo subjetivo que cambia las imágenes, trastoca los criterios, premia y castiga, exalta y disminuye, y contrapone buenas intenciones y malicia; o porque ese velo es extendido por la mano de intereses políticos, ideológicos, corporativos o religiosos.


https://elpais.com/opinion/2024-03-26/nada-hay-verdad-ni-mentira.html

Robert Sapolsky, neurocientífico: “La meritocracia es una justificación del sistema”

Es uno de los grandes científicos del comportamiento, pero Robert Sapolsky (Nueva York, 66 años) no cree que tenga ningún mérito. No lo dice con modestia, sino con convicción. Este prolífico autor cree que el libre albedrío es una ilusión, que nuestras decisiones conscientes serían la consecuencia de procesos inconscientes del cerebro. Sapolsky pasó tres décadas estudiando babuinos salvajes en Kenia, pero ha acabado escribiendo libros de fama mundial sobre el comportamiento humano. Según su teoría, esta evolución estaba escrita y no tuvo una capacidad de elección real. En su nuevo libro, Decidido (Capitán Swing) desarrolla esta idea tirando de neurología, filosofía y sociología. No eres tú, no soy yo, es el determinismo. La frase, además, de suponer la mejor de las excusas, plantea dudas morales sobre los conceptos de culpa, castigo, mérito o esfuerzo. Le preguntamos por ellos en una conversación por videollamada.

Pregunta. Sostiene que el libre albedrío no existe. ¿Cómo se forma entonces una acción concreta, una decisión sobre la que creemos tener el control?

Respuesta. Un comportamiento es el producto final de lo que sucedió en tu cerebro hace un segundo, de los estímulos ambientales, que condicionan a esas neuronas en tu cerebro para que hagan lo que hicieron hace un segundo. Y de las hormonas que tenías en el torrente sanguíneo esta mañana. Y de lo que te sucedió en los últimos meses. Es posible que tu cerebro haya cambiado su estructura durante tu adolescencia, tu infancia, o tu vida fetal. O por tus genes o por la cultura la que te has criado. Es la biología, sobre la cual no tenemos control, interactuando con el entorno, sobre el cual no tenemos control. Y cuando miras todas estas influencias, te das cuenta de que la neurobiología influye en tus decisiones, como lo hace la genética, la geocronología, y las ciencias sociales. No es que todas estas disciplinas sean diferentes, sino que se convierten en una sola disciplina.

P. Entonces, el que haya escrito un libro, el que esté dando una entrevista en este momento sobre este libro… ¿No ha dependido de su esfuerzo y voluntad?

R. Si piensas en que no existe libre albedrío, no tiene sentido culpar a la gente por sus errores o felicitarla por sus logros. Pero es increíblemente difícil pensar así. Escribir este libro supuso mucho trabajo, pero logré hacerlo y hay un ‘yo’ en todo este proceso que de alguna forma lo consiguió. Pero si realmente me detengo y lo analizo, entiendo que terminé el libro debido al tipo de persona que soy. Y que eso se debe a muchos acontecimientos que están fuera de mi control. Tengo que detenerme y repasar todos los acontecimientos, sobre los que no tuve control, que me hicieron ser el tipo de persona que soy en este momento. Se necesita mucho trabajo para hacerlo, y para refutar la creencia de que tú te ganaste lo que eres y otras personas no se lo ganaron.

P. Tanto que casi nadie lo hace. ¿Por qué el concepto de meritocracia está tan de moda?

R. La meritocracia es una justificación del sistema. Las personas que tienen más poder son las que tienen más motivos para amar y mantener esta idea. Podemos pensar que la meritocracia no tiene sentido. Pero, por otro lado, si tienes un tumor cerebral, querrás asegurarte de que te opere un gran médico, no una persona al azar. Hay que asegurarse de que los trabajos difíciles los realicen las personas más competentes. Pero eso no implica decirles que son mejores personas, que se merecen estar ahí, que se lo han ganado. El problema que tiene esta idea es que puede acabar con la motivación.

P. Y que puede generar frustración. No todo el mundo puede ser un gran médico.

R. Estados Unidos es un ejemplo muy evidente de esto, porque tenemos esta mitología cultural increíblemente arraigada, esta idea de que cualquiera, si trabaja duro, puede tener éxito. Cualquiera puede hacerse rico si está lo suficientemente motivado. Cualquier niño puede llegar a ser presidente. Y la realidad es que si naces en la pobreza, hay aproximadamente un 90% de posibilidades de que sigas en la pobreza cuando seas adulto. Y cada paso del camino explicará por qué es así. Tu barrio, tu educación… Sin embargo, tenemos un país donde toda la mitología se construye sobre la idea de que está en tu mano resolver cualquier problema, solo depende de ti. Porque, mira, aquí hay una persona entre un millón que lo consiguió. Es una versión realmente tóxica de la meritocracia, que causa una enorme cantidad de dolor.

P. Si no existe libre albedrío, ¿qué sucede con conceptos como la culpa y el castigo?

R. Si una persona es peligrosa, pero no es su culpa, tenemos que proteger a la gente de ella, pero haciendo el mínimo absoluto. Más que una cárcel, habría que ponerla en una especie de cuarentena. Si alguien es violento, hay que impedir que haga daño, pero eso no significa que sea su culpa.

P. Pone como ejemplo los casos de policías que disparan a sospechosos negros en Estados Unidos. Situaciones en las que el racismo social tiene más peso que conceptos como la culpa o la voluntad. Es una reflexión incómoda…

R. Sí, porque es mucho más fácil mirar a alguien que no tiene mucha educación y que no ha tenido mucho éxito en la vida y sentir empatía y decir que las circunstancias le hicieron ser quien es. Pero si tienes que mirar a un policía que acaba de disparar a un hombre desarmado simplemente por el color de su piel; porque en medio segundo pensó que esa persona que sostenía un teléfono, le estaba apuntando con un arma… Es mucho más difícil concluir que es el producto de lo que vivió.

P. ¿Cómo afecta el determinismo al amor? ¿Quizá decir “Sí, quiero” en una boda no es tan acertado como decir, “Sí, el destino ha querido”?

R. Este es otro campo donde el determinismo supone un desafío enorme. Si tienes la suerte de haberte enamorado y haber sido correspondido, esta idea tiene el potencial de convertir una cosa muy bonita en algo deprimente. ¿Y si mi matrimonio hubiera sucedido solo por los niveles de oxitocina que teníamos en nuestro cerebro? ¿Y si esta historia de amor se reduce a una cuestión de feromonas? ¿Qué pasa si estamos juntos solo porque nos criaron en contextos culturales similares? Es totalmente deprimente. Pero hay que aceptar que hay una estructura debajo de la superficie. Existe una biología mecanicista subyacente en algo tan lírico como el amor. Y bueno, si lo piensas bien, no debería ser deprimente, porque eso significa que has tenido el lujo de experimentarlo.

P. Pasó décadas trabajando con monos, ¿cómo terminó dedicándose a refutar el libre albedrío en los humanos?

R. El trabajo con babuinos que hice durante muchos años en África Oriental acabó siendo una pequeña parte de toda esta historia. Estudiamos la neurobiología del estrés, qué le hace el estrés al cerebro. El trabajo de campo intentaba relacionar el rango social de los babuinos con quién maneja bien el estrés y quién tenía mala presión arterial. Pasé 30 años pensando en nada más que eso. Y en los años posteriores, empecé a mirar hacia afuera y dije, “bueno, esta es solo una de las muchas pequeñas astillas”. Cuando las juntas todas puedes ver la complejidad de las máquinas biológicas que somos. Y concluyes que no. No hay libre albedrío.

Publicado en El País el 22 de marzo del 2024

Autor: Enrique Alpañés

Sí hay alternativa

 Había una vez un cuento que decía que unos hombres libres, independientes, autónomos, autosuficientes, unos hombres que no necesitaban a nadie y que podían vivir tan solitarios como Robinson Crusoe, pactaron un día crear nuestra sociedad. ¿Qué tipo de mundo común pusieron en marcha aquellos fundadores? No debería de extrañarnos mucho que fuera un mundo en el que tanto los héroes como los perdedores son “hombres hechos a sí mismos”, unos merecedores de su propio éxito, otros culpables de su propio fracaso. ¿Dónde estaría la sorpresa? Al fin y al cabo, el cuento nos dice que nuestras “sociedades libres” las pusieron en pie unos hombres que ya eran libres antes de crear nuestra sociedad, es decir, que eran precisamente libres por no necesitar a los demás. La ideología neoliberal requiere de individuos absueltos de todo vínculo, y es precisamente esa negación de nuestra interdependencia la que encubre y legitima un orden social en el que estamos expuestos a formas extremas y violentas de desigualdad.

¿Otro mundo es posible? Hoy la izquierda parece sumida en un momento apático, impera la sensación de que estamos atrapados en un agotamiento ideológico, de que hace mucho que no damos debates de fondo, de que no sabemos cuál es nuestro programa, de que nos faltan (como se dice) “ideas nuevas”. ¿Estamos sabiendo defender otro modo de relacionarnos, otra noción de sujeto, otro horizonte de sociedad? ¿Estamos siendo capaces de demostrar, frente al realismo capitalista, que sí hay alternativa? Probablemente, una parte de esta izquierda está demasiado acostumbrada a pensar el feminismo como un asunto de mujeres y a entender que la política con mayúsculas siempre trató de asuntos más universales. Y, sin embargo, desde hace ya unos cuantos años, es en el territorio de los feminismos donde se están poniendo en juego algunos de los debates ideológicos de los que más depende que las izquierdas estén en condiciones o no de tener un proyecto alternativo de sociedad.

En los últimos tiempos, una serie de conceptos se han vuelto protagonistas en nuestras reflexiones feministas: “Vulnerabilidad” e “interdependencia” han sonado no solo en la Academia o en los libros de Judith Butler, sino también en nuestras asambleas y espacios de militancia. Una de las preguntas que quiero plantear en El sentido de consentir es qué significa hacerse cargo de eso en el terreno de la sexualidad. ¿Qué es comprometerse con la vulnerabilidad y la interdependencia al pensar la relación sexual? Si el sexo nos pone ante la vulnerabilidad de los cuerpos, si el deseo nos expone a nuestra interdependencia mutua, la relación sexual siempre comporta un riesgo: el riesgo de no saber algo sobre nosotras mismas, el riesgo de tener que descubrirlo a través de otros, el riesgo de necesitar a los demás. Es esa arriesgada incertidumbre la que tiene que ser negada para poner en marcha unas reglas del juego por las que el “riesgo” y la “libertad” tienen que ver con la adrenalina de Wall Street y por las que exponerse a la posibilidad de perderlo todo es parte de la aventura. Justamente para poder naturalizar los peligros más salvajes, nuestra sociedad precisa negar lo que se han encargado de negar nuestros mitos fundacionales: que más allá de toda forma de dependencia no hay ninguna libertad.


“El desconocimiento”, dice Judith Butler, “es inseparable de la sexualidad misma”. ¡Y menos mal! De hecho, “¿quién tendría sexo si realmente pudiera conocer por adelantado exactamente cómo va a ser?”. Quizás esa es justo la pregunta acertada para pensar esa inquietante tendencia que cada vez más estudios ponen sobre la mesa y que nos habla de una creciente pereza hacia la relación sexual incluso entre los jóvenes. ¿Tiene sentido un declive del sexo en una sociedad neoliberal donde el ideal del sexo “libre” es un sexo autárquico y masturbatorio y donde el “empoderamiento sexual” parece no depender de los demás? ¿Cómo pensar el sexo en una sociedad capitalista crecientemente securitaria en la que la relación social misma se convierte en un peligro del que protegernos? ¿Y qué aportación puede hacer el feminismo para defender otra noción de libertad fuera de las redes del neoliberalismo?


Cualquier abordaje de esta pregunta debe comenzar diferenciando el peligro y el riesgo y, por lo tanto, diferenciando la violencia sexual de las incertidumbres del sexo. La violencia debemos tratar de abolirla; la opacidad del deseo, no. El peligro de la violencia nos amenaza (muy fundamentalmente) a nosotras las mujeres y no queremos exponernos a él. El riesgo que implica el sexo lo corremos todos y todas, y me parece que el mundo es mejor mientras sigamos dispuestos a correrlo. Combatir lo primero nos lleva a un mundo menos violento, combatir lo segundo nos conduce a un mundo más securitario.


El gran reto que tenemos hoy los feminismos es enfrentar la violencia sexual sin aceptar que nuestra libertad sexual pasa por convertirnos en “mujeres hechas a sí mismas” que no necesitan a los demás, sin validar y restaurar el relato de los padres del contrato social. Y, sin embargo, nuestra sociedad lleva unos años abrazando con entusiasmo la idea de que la solución a la violencia contra las mujeres pasa por cargarnos a nosotras con la exigencia de tener que iluminar nuestro deseo, expresarlo, verbalizarlo, volverlo transparente… explicar lo que a veces no se puede o no se quiere explicar. Si se nos sigue haciendo responsables de aclarar lo que pertenece a la esfera del deseo y del inconsciente, en realidad se nos está diciendo que nosotras no podemos aspirar a explorar la incertidumbre, la vulnerabilidad y la interdependencia a las que nos expone la sexualidad. ¿Por qué sería feminista esa identificación de la “libertad sexual” con la total autonomía, la transparencia, la autoconciencia y el sujeto autónomo que va por el mundo solo sin dejarse afectar por los demás? ¿Quién quiere esa forma de “libertad”? ¿Y en qué sentido esa promesa cambia el mundo?

La libertad sexual de las mujeres está siendo atacada cuando se intenta que aceptemos y asumamos que la violación forma parte de los riesgos que debemos aceptar correr. No, no debemos aceptar eso. Como no debemos aceptar que, en nombre de nuestra seguridad, se nos niegue el derecho a correr el riesgo que implica no saber lo que deseamos. Al final, la disyuntiva es o bien tener que asumir la violencia o bien tener que protegernos del sexo mismo. Si no queremos tener que elegir, es preciso defender la necesidad jurídica del consentimiento, pero desde su imperfección y su finitud, desde su precariedad y sus límites. Me parece que vamos a tener que asumir que el consentimiento, necesario para poder legislar en el terreno de la sexualidad, no es una varita mágica que trae la luz al terreno del sexo. Por mucho que busquemos “definiciones claras”, “consentimientos explícitos” o “síes verbales”, nada nos librará de la posibilidad de consentir un sexo aburrido, anodino, decepcionante, insatisfactorio, desagradable, asqueroso, un sexo (incluso a veces) no deseado. Es también de esa ambigüedad de la que depende el riesgo —sí, el riesgo— de un sexo profundamente deseado que ningún pacto y ningún contrato es capaz de asegurar.


Es muy mala idea creer que eso que delimita jurídicamente la violencia —el concepto de consentimiento— nos librará de todo tipo de riesgo, incertidumbre, imprevisto, malentendido o conflicto que acompaña a la relación social. Algunos discursos nos prometen hoy eso pero, ¿era eso lo que nosotras pedíamos? Me parece que una de las preguntas de nuestro tiempo que le debe interesar hoy a todas las izquierdas es por qué y cómo estaría el feminismo en condiciones de rechazar los marcos del neoliberalismo securitario. ¿Por qué al defender nuestro derecho al sexo estamos defendiendo otra sociedad? ¿Qué es lo que estamos diciendo cuando luchamos por nuestra libertad sexual? Que otro mundo es posible: queremos un mundo sin violencia para sujetos interdependientes que se exponen a los demás. Que no queremos correr ciertos peligros. Pero, precisamente, para poder correr ciertos riesgos.