Cuando el estrés se viste de libertad
La felicidad del ciudadano medio consiste hoy en su capacidad de adaptación a esta dinámica, endulzada por mensajes como “eres tu propio empresario” o “puedes conseguir cuanto te propongas”. El individuo debe permanecer en un continuo estado de alerta que lo aferra a un mecanismo silenciosamente opresivo. A su través, la libertad queda definida como la capacidad para acoger de buen grado todo aquello que convierte su vida en un proyecto emprendedor: las prisas, la espera de expectativas jamás cumplidas, la aceleración de los procesos vitales o la difuminación de la frontera entre tiempo libre y tiempo de trabajo. De manera que libertad y felicidad hunden sus cimientos en una servidumbre consentida, en una atadura blanda e imperceptible que se reviste con tintes edulcorados y que confía en nuestra sumisión voluntaria.
El siervo contemporáneo decide acatar porque la alternativa es ser relegado al olvido o, peor, a la irrelevancia mediática. Nadie desea quedar descartado del gran escaparate del mundo. Más aún, muy pocos son los que se lo pueden permitir. En este asediante escenario, mantener a la ciudadanía en un perpetuo estado de nerviosismo y crisis parece responder a un interés deliberado para que no pueda ocuparse de llevar una vida buena. La máxima es la de sobrevivir. Subyugada y espoleada por el estrés, la masa ciudadana es fácilmente manipulable: sólo cabe aguantar o sucumbir. Resiliencia o muerte.
No por casualidad insistió Rousseau —en la quinta de sus Ensoñaciones del paseante solitario (1782)— en la necesidad de aprender a esquivar la influencia de los estímulos externos y saber contentarnos con los placeres que nos proporciona nuestra interioridad. El ginebrino escribió con elegancia que sabrá hacer “deliciosa y querida esta existencia” quien pueda “apartar de sí todas las impresiones sensuales y terrenas que acuden incesantemente a distraernos y a turbar aquí abajo la dulzura”.
Nuestra atención está en venta. La concentración se ha convertido en un objeto de consumo con el que empresas y gobiernos mercadean con el fin de acaparar nuestro interés y de mercantilizar nuestra actividad. Como consecuencia, el estrés se ha establecido como elemento “natural” de la vida contemporánea. Quien no acepta la naturalización del estrés es tachado de marginado, rebelde o inútil.
Cuando la libertad es subsumida bajo los estándares que nos propone el artilugio emocional del estrés, el individuo es arrojado a un persistente estado de agotamiento que, en ocasiones, desemboca en trastornos emocionales y de la conducta. Ansiedad y depresión son los más usuales, pero también la desesperanza, la debilidad, un sentimiento subjetivo de soledad, la incapacidad o desgana para desarrollar vínculos afectivos significativos, el cansancio físico o la imposibilidad para trenzar alianzas comunitarias que puedan oponerse a este bucle invisible.
Si la libertad se disfraza de parachoques psicológico, se reducirá a una mera capacidad pasiva para saber recibir bien los golpes que propina la sociedad del estrés, la rapidez y la inmediatez. De este modo, la servidumbre emocional quedará más que garantizada. Eso sí, silente y melosamente, bajo capa de resiliencia o talento para adecuarse a las —onerosas— circunstancias.
Con no poca habilidad mercadotécnica, la autoayuda y el coaching emocional nos alientan a desarrollar una alta autoestima, a trabajar en el desarrollo positivo de nuestro autoconcepto. Esto quiere decir que la responsabilidad de que las cosas vayan bien o mal se descarga únicamente en el individuo, de manera que este queda culpado como un inadaptado que no ha sabido “ser libre” o “estar a la altura de nuestros tiempos”. Imperativos como “gestiona el estrés” o “rentabiliza las crisis” se enarbolan por doquier como los valores contemporáneos por excelencia: una tiranía productiva que elude pensar en las causas sistémicas de la ansiedad y señala al individuo como único culpable de sus males.
Frente al imperio del estrés y del yugo emocional que encierra, es urgente redefinir el marco teórico de la libertad: no como capacidad de adaptación o resignación (como si de un estoicismo mal entendido se tratara), sino como potencia para resistir, disentir y contrarrestar el engranaje hiperproductivo propio de nuestros días.
Autor:CARLOS JAVIER GONZÁLEZ SERRANO