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A vueltas con La Leyenda Negra española.

El libro "Imperiofobía" de María Elvira está, según algunos autores,  lleno de citas erróneas. El País publicó un artículo firmado por Patricia R. Blanco el 20 de diciembre de 2019, que reproducimos. ´

No sé cuantas citas contiene el libro, pero si solo contiene las que refiere el atriculo de Patricia, la hipótesis del libro se mantiene intacta.


Imperiofobia y leyenda negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español (Siruela 2016), uno de los ensayos históricos más vendidos de los últimos años (más de 100.000 ejemplares, según la editorial), contiene citas imprecisas, tergiversadas y apócrifas que contribuyen a sostener la tesis del libro: la hispanofobia perdura en el siglo XXI y obedece a tópicos falsos que fabricó especialmente el mundo protestante por la envidia que suscitaba el Imperio español en el siglo XVI.
Un examen detenido del ensayo y de las fuentes citadas ha servido para localizar una treintena de casos en los que Roca Barea ofrece cifras abultadas (al asegurar, por ejemplo, que un documental de la BBC cuantifica en 1.500 millones los incas que perecieron en la conquista, cuando este habla en realidad de 15 millones), establece dudosos paralelismos con el nazismo o saca a colación el nombre de prestigiosos investigadores con datos que luego no se encuentran en los estudios invocados. El historiador Edgar Straehle, técnico superior en el Museo de Historia de Barcelona (Muhba) y profesor asociado en la Universidad de Barcelona, analizó recientemente la 20ª edición del ensayo en el blog Conversación sobre Historia para concluir que Barea incurre en “una reiterada mala praxis investigadora a lo largo de todo el libro”. Straehle encontró más de 20 ejemplos, a los que hay que añadir otros 10 hallados por este diario.
“Tomo la parte que me interesa de la página [de los libros aludidos] y omito lo que no tiene relación con el asunto que se está tratando”, explica en conversación telefónica Roca Barea, que se ha convertido en un referente del pensamiento conservador español y que fue propuesta en 2019 para el premio Princesa de Asturias en Ciencias Sociales. La autora, que acusa a Straehle de hacer “interpretaciones absolutamente torticeras”, critica el “asombroso” empeño contra su libro y califica de “prodigioso” el esfuerzo realizado para detectar errores en las “más de mil referencias” que asegura que emplea.
Estos son algunos de los ejemplos más llamativos, cotejados por EL PAÍS en la 23ª edición:

1. El Imperio azteca y los nazis

Roca Barea afirma en Imperiofobia que Inga Clendinnen, historiadora australiana, “comenta con humor” en su libro Aztecs: An Interpretation que “lamentar la desaparición del Imperio azteca es más o menos como sentir pesar por la derrota de los nazis en la Segunda Guerra Mundial” (página 316). EL PAÍS no ha encontrado ninguna alusión al nazismo, el fascismo o Hitler en las 444 páginas del libro. Al ser preguntada por EL PAÍS, la autora admite su error y asegura que la cita es de Alon Confino, pero que Clendinnen hizo afirmaciones similares en una entrevista publicada en www.australianbiography.gov.au. En este caso, Clendinnen sí menciona a nazis y aztecas pero en un contexto muy diferente al descrito por Roca Barea: “Lo primero que debes hacer con quien estás tentado a llamar como el mal, sean nazis o guerreros aztecas, o casi cualquier persona, porque el mal de una persona es el idealismo de otra, es ir al foco más cercano posible para ver lo que realmente creen que están haciendo” .

2. Lutero en la Noche de los Cristales Rotos

No es la anterior la única alusión dudosa del libro al Tercer Reich. Roca Barea escribe que la “tristemente famosa Noche de los Cristales Rotos en la madrugada del 9 al 10 de noviembre de 1938 fue justificada como una operación piadosa en honor del aniversario de Lutero” (página 191).
Es cierto que aquel día se cumplía el 455º aniversario del nacimiento de Lutero, pero omite un dato fundamental sobre el que existe consenso historiográfico: los nazis presentaron los linchamientos y ataques contra judíos y sus propiedades no como una conmemoración del teólogo sino como resultado de la indignación popular por el asesinato tres días antes de Ernst von Rath, secretario de la Embajada alemana en París, a manos del joven judío Herschel Grynszpan.

3. Propaganda católica

Lutero es un personaje recurrente en las páginas de Imperiofobia. En ellas, Roca Barea compara los “3.183 panfletos” que atribuye al padre de la Reforma para difundir el protestantismo con la cifra mucho menor de textos católicos publicados en esos años, que “según [Mark U.] Edwards, alcanza la ridícula cifra de 247 panfletos” (página 181).
Según la obra aludida —Printing, Propaganda and Martin Luther (Impresión, propaganda y Martín Lutero)—, se distribuyeron un total de 1.763 escritos propagandísticos católicos en tierras alemanas, tanto en latín como en alemán, entre 1518 y 1555. Si se tiene en cuenta un periodo más breve, entre 1518 y 1539, la cifra es de 1.161. E incluso, si se contemplan solo las obras escritas en alemán en esta última franja de tiempo, el número es de 514, más del doble de los señalados por Roca Barea. La cifra “247” es el número de escritos católicos propagandísticos publicados entre 1530 y 1534.

4. Las ejecuciones de Calvino

Roca Barea también se detiene en el otro gran teólogo de la Reforma, Calvino. “En cuatro años mandó quemar a 54 personas, entre ellas a Miguel Servet” , afirma la autora en la página 189 sobre la persecución contra los católicos, dato que atribuye a Sally Stepanek en su obra John Calvin. Más adelante, Roca Barea escribe que “la intolerancia calvinista alcanza las 500 personas en un periodo de unos 10 años”, en esta ocasión, sin especificar de dónde proviene el dato.
Este diario no ha encontrado en la obra de Stepanek alusiones al número de personas que Calvino condenó a la muerte en la hoguera.

5. ¿Cuántos incas fueron “aplastados” por los españoles?

Una de las tesis centrales del libro es que la hispanofobia continúa presente en el siglo XXI: “A quienes vienen anunciando el fin de la hispanofobia o la leyenda negra, solo cabe recomendarles que vean los documentales de La 2 de Televisión Española, tanto nacionales como foráneos (…) El 20 de mayo de 2014 a las 17.30 horas se emitió el reportaje sobre Sudamérica titulado Andes: The Dragon’s Back (BBC, 2007), donde se afirma: ‘1.500 millones de incas fueron aplastados por solo 200 aventureros españoles’. ¿Había 1.500 millones de seres humanos en el planeta cuando los españoles llegaron a América?” (página 459).
En el minuto 48.18 del documental se puede escuchar: “15 millones de incas fueron aplastados por solo 200 aventureros españoles” .

6. El trato a las colonias

América, y el papel de los españoles en la conquista, son también recurrentes en Imperiofobia. En sus páginas, Roca Barea omite frases que contradicen sus tesis cuando cita un pasaje de Árbol de odio, de Philip Powell, un hispanista a quien recurre para demostrar que el Imperio español no hacía diferencias entre los pueblos ibéricos y los de América: “El concepto básico del Imperio español no fue lo que nosotros llamamos hoy día colonial. Más bien puede calificársele como el de varios reinos de ultramar oficialmente equiparados en su categoría y dependencia de la Corona con los similares de la Madre Patria (…). En general, la Corona no intentó imponer en América algo extraño o inferior a lo que regía en la Península” (página 296).
Powell admite que el Imperio español se esforzó por hacer valer en América las mismas normas que se aplicaban en la Península. Pero entre las frases que Roca Barea resume con la fórmula de los tres puntos suspensivos entre paréntesis se incluyen afirmaciones como esta: “En la práctica, los peninsulares consideraban a los nacidos en América, de sangre hispana, como inferiores, y esta fue la causa de frecuentes antagonismos entre coloniales y europeos, factor importante en las guerras de independencia”.

7. Batallas de ultramar

En un capítulo dedicado al “antiamericanismo en España”, Roca Barea escribe: “Recuérdese que desde la invasión de la Santa Alianza en 1823, Estados Unidos es el único país con el que España ha estado en guerra, excepto alguna escaramuza colonial en Marruecos” (página 80).
No es cierto. España se enfrentó en la guerra Hispano-Sudamericana, entre 1865 y 1866, contra una alianza formada por Chile, Perú, Bolivia y Ecuador.

8. “La reina Isabel provocó más muertes que la Inquisición”

Imperiofobia plantea un examen en paralelo del Imperio español y el Reino de Inglaterra. Roca Barea compara así las muertes causadas por la reina Isabel de Inglaterra con la Inquisición: “William Cobbet, autor protestante afirma en su History of the Protestant Reformation in England and Ireland que la reina Isabel provocó ella sola más muertes que la Inquisición en toda su historia” (página 210).
En su libro, Cobbet señala que los católicos que defendieron Inglaterra del ataque español de la Armada Invencible en 1588 fueron tratados por la reina Isabel “con todas las especies de crueldad bárbara, sometidos a una Inquisición infinitamente más severa que la que España haya jamás tenido” . Y aunque llega a tildar de “abyecta” la esclavitud a la que la reina Isabel redujo “a la nación”, tal y como apunta Roca Barea en un correo electrónico, no afirma en ningún momento que el número de muertes ordenadas fuera superior a las causadas por la Inquisición.

9. Las ejecuciones de la Iglesia anglicana

La Iglesia anglicana es responsable de más ejecuciones que la Inquisición, escribe también Roca Barea: “Sir James Stephen calculó que el número de condenados a muerte en Inglaterra en tres siglos alcanzó la escalofriante cifra de 264.000 personas” (página 279). La obra aludida se titula Criminal Procedures from the Thirteenth to the Eighteenth Century, pero no hay rastro de este dato ni de otro similar en el libro.
Según admite Roca Barea, la cita procede de otro autor, Sydney F. Smith, no mencionado en Imperiofobia. La cifra de 264.000 es un cálculo que hace Smith a partir de una frase de Stephen. Este último afirma en A History of the Criminal Law of England“Si el promedio de ejecuciones fuera de 20 o algo más de una cuarta parte del número total de sentencias capitales en Devonshire en 1598, esto harían 800 ejecuciones en un año en los 40 condados ingleses” . De lo que Smith deduce que en “330 años” Inglaterra habría ajusticiado a 264.000 personas. Esta lógica supone admitir sin otros datos que lo avalen que cada año, y durante más de tres siglos, fueron condenadas a muerte al menos 800 personas.

10. ¿Muertos en tres siglos o solo en el XVI?

La escritora también incurre en errores cuando menciona datos sobre las ejecuciones del tribunal eclesiástico español. Atribuye al investigador protestante Ernst Schäfer la cifra de “220” protestantes condenados por la Inquisición española entre 1520 y 1820. Y añade, “de ellos solo 12 fueron quemados” (página 279).
En la cita a pie de página, la escritora alude al libro Beiträge zur Geschichte des spanischen Protestantismus und der Inquisition (Contribuciones a la historia del protestantismo español y la Inquisición). Pero no reproduce el título completo. Falta la parte final: “im sechzehnten Jahrhundert”, que significa “en el siglo XVI” . Es decir, el nombre de la obra acota la investigación a un siglo, no a los 300 años que menciona Roca Barea. La escritora argumenta en un correo electrónico que “el título está incompleto por error”. Pero tampoco incluye esos datos. La única vez que el autor usa la cifra de 220 es en esta cita: “De las aproximadamente 2.100 personas, que según nuestros registros han sido juzgadas por protestantismo, solo unas 220 han sido quemadas en persona y 120, en efigie [en ausencia del condenado se quemaba a una imagen que lo representara]”. Preguntada por esta cuestión, Roca Barea afirma: “El número total, dada la falta de documentación de las primeras décadas es difícil de establecer y no parece cuestión dedicar un capítulo a la guerra de cifras”.

11. Las torturas de la Inquisición

De la Inquisición española como alimento de la leyenda negra se ocupa Roca Barea en su libro, en el que afirma que “el profesor Haliczer, de la Universidad de Illinois, basándose en su trabajo sobre la Inquisición en Valencia hecho sobre el análisis de 7.000 casos, pone de manifiesto que solo se empleó la tortura en menos del 2% de los casos (página 280).
Según Haliczer, en su obra Inquisición y sociedad en el reino de Valencia, donde investiga el periodo comprendido entre 1478 y 1834, exclusivamente en el reino de Valencia, “la tortura fue administrada a 693 personas, o el 19,4%, desde 1540” .

12. Los precedentes de la rebelión flamenca

Sobre la rebelión flamenca de 1566, Roca Barea achaca, en parte, el origen de la revuelta a lo que denomina “la guerra de papel” o la difusión de panfletos para manipular a la opinión pública. Según la escritora, “en 1566 Manuel Filiberto de Saboya, gobernador general, advirtió a Felipe II de que se extendía la idea de que los Países Bajos soportaban la mayor parte de la carga fiscal del imperio y, aunque el rey se apresuró a presentar cuentas detalladas para demostrar que esto no era cierto, no sirvió de nada. El propio conde de Lalaig [sic], a la sazón gobernador al año siguiente, se queja de ello. Con encantadora ingenuidad, Parker escribe: ‘Si estas falsas ideas estaban tan profundamente arraigadas entre los ministros más importantes, no es de extrañar que los peor informados contribuyentes…estuvieran convencidos de que cualesquiera sumas que aprobaban se enviarían inmediatamente a España e Italia’. El conde de Lalaig no estaba en absoluto mal informado. Y si esta falsa creencia se hizo más o menos general fue porque se convenció a la opinión pública, a base de folletos y predicación, de que esto era así. Ya había empezado la guerra de papel” (página 247).
La cita correcta de Geoffrey Parker, en España y la rebelión de Flandes, es: “Los peor informados representantes de los contribuyentes convocados a los Estados Generales en marzo de 1556”. Es decir, la escritora utiliza hechos ocurridos 10 años antes —en 1556 según la parte de la cita que omite, y no en 1566— para explicar los precedentes del estallido de la rebelión flamenca. El conde de Lalaing (no Lalaig) no pudo quejarse en 1566 de la subida de impuestos, porque había muerto en 1558.
Y en cuanto a la manipulación de la opinión pública, Parker no habla de “los peor informados contribuyentes”, sino de “los peor informados representantes de los contribuyentes”. Roca Barea justifica así su omisión: “Lo que se elimina con los puntos suspensivos no añade ni quita nada al argumento principal”, que es que la “propaganda convenció a los habitantes de los Países Bajos, tanto en las clases bajas como en las altas, de que sus impuestos eran un abuso”.

13. “Anticatalanes” o “antiaragoneses”

Roca Barea asegura en Imperiofobia que Sverker Arnoldsson divide la etapa italiana de creación de la leyenda negra en dos, “la etapa antiaragonesa y la antiespañola propiamente dicha” (página 127).
Arnoldsson no habla de etapa “antiaragonesa” en toda su obra sino de “anticatalana” —dedica un capítulo a “las motivaciones económicas de una leyenda negra contra el comerciante catalán—. Es decir, que la leyenda negra, según el autor sueco, habría nacido en Italia insultando injustamente a los catalanes. “El texto de Arnoldsson trata de los prejuicios anticatalanes y también antivalencianos y no me parece que sea faltar a la verdad considerar ambos englobados bajo la denominación ‘antiaragoneses’ para referirse a la primera etapa”, explica la escritora.

14. “La mayor alucinación colectiva de Occidente”

Cuando la filóloga presentó el libro, el titular predominante en la prensa española fue que la leyenda negra de España es “la mayor alucinación colectiva de Occidente” (páginas 95, 188 y 283), cita que también atribuye a Sverker Arnoldsson. La frase exacta de Arnoldsson es: “En su tiempo era políticamente la leyenda negra una importante realidad, como en que en verdad fue durante dos siglos una de las alucinaciones colectivas más significativas de Occidente”. Si bien es cierto que Arnoldsson asegura que la leyenda negra española fue “la más afanosamente divulgada”, unas líneas después, el escritor, que publica la primera edición en 1960, escribe una frase que la escritora omite: “Este malintencionado mito está prácticamente en vías de extinción gracias a la moderna edad de las comunicaciones y el turismo”.

Calalunya y/o Cataluña


Federalismo o catalanismo

Ha dicho el presidente González que la única salida seria de nuestra crisis política pasa por la federalización del país. Es algo con lo que tiendo a estar de acuerdo, bien entendido que —en la sintética fórmula de Joaquim Coll— no es lo mismo federalizar España que  de afederar España a Cataluña. Se trata de un equívoco frecuente que proviene, a mi entender, del hecho de que en democracia el federalismo se ha querido vender a los españoles amalgamado con otra doctrina, el catalanismo, con la que hay razones para pensar que ha llegado a ser incompatible. Corro a explicarme.

Existe en Cataluña la creencia convencional de que el catalanismo es algo distinto del nacionalismo catalán, y que por tanto puede ser lugar de encuentro de catalanes nacionalistas y no nacionalistas. Siempre he creído que esta tesis es falsa, lo sepan o no sus proponentes. La praxis de los gobiernos tripartitos liderados por el PSC en nada se distinguió de la nacionalista ortodoxa: presentar a Cataluña como una sociedad agraviada a la que el Estado siempre debe algo. Se logra así instalar a los catalanes en una frustración colectiva autoinducida: en lugar de vivir sin agobios su doble condición de español y catalán, a través de su educación catalanista el catalán vive su parte española como algo problemático y necesitado de permanente revisión, lo que pudo tener sentido en el pasado pero no en la España democrática del 78. Tras haber creado el malestar que denuncia, el catalanismo se presenta como su remedio, sin reparar en que, como en los trastornos que los médicos llaman facticios, los síntomas son reales pero la enfermedad no.
Desde esta actitud hipocondriaca y recelosa no puede construirse la identidad dual, resuelta y robusta, necesaria para producir una lealtad federal, del tipo que acepta sin problemas que una parte del poder se ejerce por uno mismo (self rule) y otra en común (shared rule). Esto se ve bien en el hecho de que los federalistas de tipo catalanista jamás informan de los poderes que desean que retenga el nivel federal; los quieren todos para ellos. Recordemos que Pasqual Maragall ya presumió de que el Estatut hacía la presencia del Estado en Cataluña “residual”. Muy bien, pero eso no es federalismo, como tampoco la ofuscada negativa a que en Cataluña se pueda estudiar en ambas lenguas.
Tengo amigos catalanistas con los que discuto estas cosas. Han sido opositores del procés, pero son la excepción. Lo normal ha sido pasar del catalanismo al independentismo. Parece lógico, porque es difícil hacer construcción nacional sin que la gente te pida un Estado independiente. Yo llevaría a gala en mi biografía un pasado catalanista. Fue militancia en otro tiempo necesaria. Pero el espíritu que trajo el autogobierno no es el mismo que se precisa para traer la España federal y pluralista: las comunidades de referencia son distintas; en un caso Cataluña, en otro España como comunidad ampliada.
Publicado el 9 de abril.

Pluralismo o plurinacionalidad



En un artículo reciente (Federalismo o catalanismo, 16 de mayo 2019) intenté explicar por qué federalismo y catalanismo, que en el zoco español se venden emparejados como cerezas, son en realidad doctrinas inconciliables que apuntan a metas opuestas. La clave de la incompatibilidad es: el federalismo, por definición, promueve un equilibrio entre los poderes del gobierno federal y los del gobierno federado, entre el shared y el self rule; el catalanismo, en cambio, y se nos repite constantemente, aspira al refuerzo indefinido del autogobierno de Cataluña, que en buena lógica tenderá a dejar sin margen al gobierno federal para intervenir en esa parte del territorio. Bajo esta divergencia programática late una disonancia profunda: el catalanismo es, hoy por hoy, la problematización del hecho de que Cataluña esté en España. Esta problematización tuvo su sentido en el pasado, pero en el presente solo es una hipocondría que impide crear un espíritu federal, a gusto en su doble condición española y catalana, entre los catalanes.


Podemos ahora tirar del hilo para cortar la niebla que envuelve otra nebulosa conceptual: la plurinacionalidad. Lo que importa es subrayar que, aunque los defensores de la plurinacionalidad crean estar haciendo un favor a la diversidad del país, en realidad hacen lo contrario: disecarla. Porque aquí la contradicción se da entre pluralismo y plurinacionalidad. España es pluralista cuando permite que de modo libre se vivan, mezclen y aprendan las diversas identidades culturales y lingüísticas que la componen. Una España plurinacional es otra cosa: una yuxtaposición de uniformidades nacionales, reguladas por los gobiernos de turno, en la que la mínima diferenciación intragrupal se conjuga con la máxima diferenciación intergrupal. Un triste archipiélago de pequeñas identidades donde a cada uno se nos pide uncirnos a una filiación nacional preferente y quedar sometidos a sus códigos. Una España, como dice Josu de Miguel, donde se pueda ser español de varias formas, sí, pero catalán o vasco de una sola: nacionalista.

Piénsese esto si no: ¿era más plural la monarquía austro-húngara formando un todo o el rimero de naciones centroeuropeas en que se descompuso por separado? Por la misma razón será siempre más plural la nación política española, inclusiva y plurilingüe, que el mosaico de naciones etnolinguísticas e individuales que se nos sugiere como solución a la crisis territorial. Porque la condición de posibilidad de que algo sea plural es que forme un conjunto. E pluribus unum. O también: para ser plurales hay que estar unidos, y es cuando nos separamos que nos volvemos monolíticos, confinados en nuestra particular nación hispana, sin zonas de intersección y sin estímulos para hacer de nuestra personalidad algo heterogéneo. No solo habremos entonces arruinado la pluralidad, sino también imposibilitado el federalismo, que necesita identidades mixtas. Como una trama de elementos propios sin la urdimbre de los elementos comunes, el tapiz de la España federal se habrá quedado sin tejer.

Publicado el 11 de junio

Plurinacionalidad o federalismo


En otra fecha quise explicar por qué catalanismo y federalismo representan ideales a la larga incompatibles: en esencia, porque el federalismo quiere un reparto equilibrado de poderes con el nivel central o federal de gobierno; el catalanismo, en cambio, acrecer eternamente el autogobierno catalán, dejando sin margen ni sentido la existencia de lo federal (Federalismo o catalanismo, 9 de abril). También, que plurinacionalidad es lo contrario que pluralismo: si este invita a la mezcla, aquella nos convierte en un archipiélago de identidades uniformes y yuxtapuestas (Pluralismo o plurinacionalidad, 11 de junio). Triangulemos ahora y abordemos un último malentendido: que el federalismo debe abrazar la plurinacionalidad. Lo contrario es lo correcto.


Empecemos por algo en lo que parece haber acuerdo: para que haya federalismo, tiene que haber lealtad. Pero ¿qué es la lealtad, cabe preguntarse, sino la nación? La nación política que inventa la modernidad sirve para saber a qué instituciones, como ciudadanos, debemos lealtad, y quienes son los otros que merecen nuestro afecto y solidaridad de conciudadano. Es decir, para saber a qué comunidad política pertenecemos (y hubo un tiempo en que la izquierda creía que el progreso era ampliar, y no reducir, el radio de esa comunidad). Declarar la plurinacionalidad es sembrar la duda sobre a qué comunidad política se debe lealtad, hacia dónde se debe redistribuir la riqueza, a quién daremos voz y voto en el debate. Una receta para la discordia y la desintegración.


Pero es que, además, la plurinacionalidad trabaja en contra de la idea federal de distribuir los poderes. Porque el poder solo puede repartirse a fondo allí donde la comunidad no está en duda. Por eso los Estados federales más avanzados se apoyan en una idea de nación unitaria (Estados Unidos, Alemania) y los que se declaran retóricamente plurinacionales (Bolivia, Rusia) no conocen un reparto real del poder. Si en España se quisiera profundizar en el federalismo y dar, por ejemplo, plenas competencias educativas a las autonomías, sólo podría hacerse si hay certeza de que el nuevo poder conferido no se usará para educar en una conciencia de pertenencia separada, cosa difícil si hemos dado como válido que vivimos en comunidades nacionales distintas.

Esto es así porque modernamente nación no es un dato de geografía humana, sino un concepto normativo que equipara al conjunto de ciudadanos con el conjunto de nacionales, constituyéndolos en comunidad de derecho (igualdad), decisión (soberanía) y reparto (redistribución). Estado-Nación no es el “Estado que contiene una nación”, sino el que ha tejido su propia nación política y que —exigencias de la democracia— la ha hecho inclusiva de sus diferencias ideológicas y culturales. Sin ese ideal integrador no hay comunidad y el Estado solo aguanta unido lo que disponga la inercia. Y si los españoles hemos dejado de ser una nación, la tarea, si queremos permanecer unidos, es trabajar para volver a serlo: he ahí el verdadero ideal federal.



Publicado en El País el 10 de diciembre de 2019

Esta es la puta realidad sobre el cambio climático.

La banca de inversión financia el oro negro

Estos días, en Nazaré (Portugal), algunos de los surfistas más temerarios del mundo se deslizan sobre olas que barren el agua a 60 kilómetros por hora alzados en muros de 20 metros de altura. Es la mejor imagen para entender el futuro del petróleo. Llega una ola gigante. Y tras de sí, una inundación. El huracán es el dinero.
Los grandes bancos de inversión del mundo —cuenta The Guardian— han respaldado con más de 700.000 millones de dólares (unos 630.000 millones de euros) a las empresas de combustibles fósiles que se están expandiendo más agresivamente en nuevos proyectos de petróleo, gas y carbón desde que se firmó el Acuerdo de París sobre cambio climático en 2015. Frente al auge verde se impone la inmisericorde realidad del capital. “No existe ningún proyecto de crudo, si los números salen, que tenga problemas de financiación”, revela Antonio Rojas, experto de Analistas Financieros Internacionales (AFI).
Tanto es así que la banca de inversión, convertida en los banqueros del oro negro, está anegando la industria con dólares. Sobre todo JPMorgan Chase, quien —­acorde con los datos de la oenegé californiana Rainforest Action Net­work— es el gran prestamista de la neoera fósil. Ha destinado desde el tratado parisiense 195.663 millones de dólares (177.000 millones de euros) para financiar, entre otras actividades, el contaminante fracking o exploraciones de gas y petróleo en el Ártico. Los 33 bancos que analiza la organización enviaron 1,91 billones de dólares al sector fósil entre 2016 y 2018. “En ese tiempo, el Santander ha financiado esta industria con 14.973 millones de dólares, mientras el BBVA destinó 12.008”, desgrana un portavoz de la organización. “Y aunque en términos absolutos estos números palidecen frente a los de los bancos estadounidenses, que dominan la financiación fósil, estas entidades [los dos únicos bancos españoles que han estudiado] todavía respaldan un sector que acelera hacia el caos climático”.
Aunque hay mejoras a pie de página. El Santander no financia, aclaran en el banco, nuevos proyectos de carbón. Y califican como “restringidas” operaciones que exigen “un grado de análisis mayor”. Entre otras, exploración, producción y refino de petróleo y gas en “geografías sensibles”, yacimientos marinos profundos y ultra profundos y recursos de gas no convencional.

Nada importa. Pese a todas las restricciones, a las finanzas les encantan los combustibles fósiles. Las gestoras Vanguard (161.100 millones de dólares), BlackRock (87.300 millones) y State Street (38.300 millones), conocidas como The Big Three, supervisan 286.700 millones de dólares (260.000 millones de euros) en acciones de empresas petrolíferas, gasistas y de carbón a través de 1.712 fondos. Son datos de The Guardian. La contradicción entre las expectativas y la realidad la justifica la industria de los inmensos patrimonios. Nadie espera que estas compañías sean señaladas con el dedo o que queden apartadas de las grandes carteras. “No debemos excluir aquello que debemos cambiar”, justifica Carla Bergareche, directora general de la gestora Schroders en España. Y añade: “Los inversores tenemos que presionar a las empresas de combustibles fósiles para que mejoren sus prácticas mediante un diálogo activo y el compromiso con la compañía, exigiendo más información y transparencia y, además, ejerciendo el derecho a voto en las juntas de accionistas”.
Pero el activismo inversor no parece estar frenando esta oleada de oro negro. Tampoco los políticos. El carbón, el petróleo y el gas se benefician al año de ayudas por valor de cinco billones de dólares (10 millones al minuto) según el Fondo Monetario Internacional (FMI), que describe sus propias estimaciones como “escandalosas”. Es lo que vivimos. El crudo y el sistema que le apoya complican los objetivos del cambio climático. Las perspectivas resultan densas al igual que el alquitrán. “Calculamos que el máximo irreversible de los hidrocarburos se alcanzará en 2029. Queda una década de crecimiento y de demanda, sobre todo por la industrialización y motorización de los países emergentes”, prevé Roberto Scholtes, director de estrategia de UBS.
Más petróleo y más barato para un planeta al que hieren. Una gasolina muy asequible supondría, por ejemplo, que el coche eléctrico tarde en adoptarse más tiempo. A nadie le extraña que muchos ecologistas duden de que la transición (que exige billones de euros) resulte posible. Sobre todo bajo la lluvia ácida de las cifras. Valentina Kretzschmar, directora de investigación de la consultora energética Wood Mackenzie, calcula que las ganancias de un proyecto de energía solar y eólica renovables oscilan entre el 6% y un 7%. Mientras, el petróleo y el gas proporcionan un 15%. “Colocar más capital en proyectos con bajos retornos significaría simplemente dejar valor para los accionistas sobre la mesa”, reflexiona la analista.
Sin embargo, resulta imposible reducir de forma suave el tamaño de una industria de 16 billones de dólares de capital y de 10 millones de empleos. Al menos si se quiere ser efectivo. “Estamos al comienzo de una transición energética y la mayor incertidumbre es la velocidad del proceso”, señala Eric Borremans, experto en sostenibilidad de Pictet AM. Pues o es rápida, o nos abrasaremos. Porque el sector maneja sus propios tiempos. “El sistema tiene su inercia y no se consigue ralentizarla de la noche a la mañana. Una cosa son los deseos y otra la realidad”, matiza Andreu Puñet, director general de la Asociación Española de Operadores de Productos Petrolíferos (AOP). Y la realidad, apunta el ejecutivo, son 1.200 millones de coches en el mundo y un parque de vehículos eléctricos en España de solo 60.000 unidades.

Nuevos actores

Y entre tanta contradicción, “la gran sorpresa”, lanza Arturo Rojas, de AFI, “es que el petróleo no se acaba”. Además, llega de geografías inesperadas. “Brasil, Canadá, Noruega y la Guayana juntas pueden añadir un millón de barriles diarios [la producción total es de 80 millones al día] en los próximos años”, vaticina Daniel Yergin, ganador del Premio Pulitzer y vicepresidente de la consultora energética IHS Markit. “Y tendrá un impacto profundo en la seguridad energética. Estos países están relativamente aislados de las tensiones geopolíticas de otras regiones productoras. Los problemas en el estrecho de Ormuz, el ataque con misiles en Arabia Saudí a las instalaciones petroleras junto a los actuales riesgos comerciales evidencian un peligro de interrupción del suministro”.
La salida a Bolsa de la megapetrolera Saudi Aramco se suma a la tormenta. “Los inversores en Aramco no son accionistas de una compañía, sino de un país”, razona Norbert Rücker, jefe de economía del banco Julius Baer. ¿Deberíamos permitir que Wall Street invierta en un reino que sitúa los derechos humanos sobre el filo de la navaja?

Publicado el 6 de diciembre de 2019 en El País 

La pulsión juvenil dirige la política.

Infancia crónica

Si hay algo más triste que un viejo de 12 años es un adolescente de 70. Pues aún más patético resulta una sociedad
presa del culto a la infancia, a la inmadurez, de la fe ciega en la inconsciencia.


La exasperación tecnológica de las sociedades desarrolladas actuales no difiere de otras sociedades tanto en la
aceleración de los avances científicos como en el acceso de la población a ellos. Alcanzada por las capas sociales
más modestas en las sociedades de la abundancia la universalización del uso de las nuevas tecnologías hasta
niveles sin precedentes, se ha llegado al acceso indiscriminado de los dispositivos de última generación a todas
las edades. Los grupos de edad, como en las sociedades primitivas pero ahora en un marco antiautoritario, han 
adquirido el rango de identidad con derechos propios que reivindicar. Es una muestra de la floración de identidades
que aplastan los intereses de clase, relegados a una retórica anacrónica que hace invisibles los problemas reales 
de los que carecen del espectáculo de una épica identitaria a la medida de la tele-realidad.



La idealización de la infancia, por el contrario, ofrece la posibilidad de producir un denso tejido simbólico contra el
cual es árido e impopular ofrecer resistencia crítica. La infancia es objeto de idolatría y se exhibe sin pudor en las 
pantallas digitales. La sobreexposición del ego, propiciado por las redes sociales, revela el narcisismo propio de una
 sociedad entregada al voluntarismo más infantil. Elevar cada impulso, inquietud o capricho subjetivo a la categoría 
de derecho político o social (común) que el Estado ha de garantizar es la traslación exacta y catastrófica del reino 
infantil de los deseos ajeno al principio de realidad hasta el plano de lo político, con problemas reales que no pueden
solucionarse cerrando los ojos o tapándose los oídos. Es la pataleta hecha política. Este fenómeno resulta de la 
confluencia entre la atomización psicologista del ombligo propio como centro del mundo y la pulsión servil del refugio
en la masa. Gracias a claves de identificación que exaltan al individuo a fuerza de confundirse en una reconfortante 
amalgama protectora, los sujetos quedan cosidos a base de etiquetas, dogmas, tópicos, lemas, gestos, clichés,
símbolos, indumentaria e iconos repetitivos.




En esa placenta cálida y sobrepotectora, el paso del tiempo es casi imperceptible. El tiempo cíclico de la imaginación
 y de las creencias es el de la infancia, un tiempo helado, una eternidad ansiada, reconfortante, tanto cuanto ilusoria.
La infancia, la locura y el fanatismo cancelan la secuencia temporal, se niegan a arrostrar la podredumbre del tiempo,
 su carácter irreversible, implacable, obstinado, hosco, y abren simbólicamente un bucle letárgico, onírico, virtual pero
 potencialmente homicida. El efecto social y político de esta patología que hace crónica la infancia es el triunfo de un 
hiperpersonalismo voluntarista frente a la racionalidad finita, modesta e impersonal. El subjetivismo más grotesco, un
egocentrismo exhibicionista y estéticamente decrépito, sin grandeza, se impone, con una necesidad matemática, a la
 paciente labor racional de crítica, estudio y toma de decisiones sin la cual la política es una orgía obscena y suicida 
de sentimentalismos espectaculares elevados a dogmas de fe y enfrentados contra otros coágulos afectivos no menos
sagrados para los que los padecen.



La dimensión sacral de la eternidad infantil hace que el juego sea para el niño cuestión de vida o muerte. Por eso se
lo toma tan en serio. La burla o el desprecio de lo valioso no es ironía, es debilidad. Le falta aún la distancia de la 
ironía, del sentido del humor, que es rasgo de la edad adulta y del que el niño, por inmadurez, y el fanático, por 
cerrazón, carecen. En ese edén transitorio se difumina la frontera entre vida y juego. La inteligencia madura, en 
cambio, disfruta del juego como un niño gracias a que el que juega sabe, como adulto, que es un juego, una ficción,
nada más y nada menos. Sin embargo, cuando el adulto toma sus ensoñaciones, ilusiones o espejismos por 
verdades juega a ser niño con fuego real. Lleva su paraíso pueril al desierto de lo real, donde todo buen sentimiento 
es germen para el odio del que no siente lo que siente el yo. Ese infantilismo es patológico, no meramente transitorio
o biográfico. Y políticamente homicida. Y estructural, pues corresponde a un ciclo histórico. Las generaciones del 
principio de siglo en las sociedades opulentas sufren la evaporación del adulto, la inversión de la autoridad paterna, 
por delegación o ausencia, y la consecuente confusión intergeneracional, como corolario lógico de la condiciones 
demográficas, económicas, tecnológicas.


















El fracaso social y mediático de la lógica más elemental es el síntoma 
más llamativo de esta infancia perpetua, y se respira en tantos ejemplos actuales que, expuestos hoy en las
 televisiones y en las redes, muestran el éxito del ruido y la furia, la extravagancia caprichosa y auto-referencial, el 
desprecio por el conocimiento y por el áspero principio de realidad. Infantes elevados a la categoría de guías
 espirituales, ancianos vestidos de adolescentes declamando con gran solemnidad tópicos ridículos, actuaciones y
 atuendos en sede parlamentaria que avergonzarían a un buen alumno de secundaria, jóvenes mimados por el Estado
del bienestar entregados a los rituales de paso de la destrucción, alentados y celebrados por presuntos adultos como
 ejemplos de compromiso cívico. A la vista, el reciente  teatro de calles ardiendo y universidades cerradas en Cataluña
 por una juventud virginal defendiendo, con la ira de la  rebeldía más servil, a sus amos y sacrificándose por 
entelequias metafísicas.


El voluntarismo político, base doctrinal del nacionalsocialismo, no admite ley, sencilla racionalidad objetiva, 
institucional e histórica, por encima de la voluntad afectiva del pueblo (El triunfo de la voluntad, del Volkgeist), y lleva
a elevar una comarca, un folclore y, sobre todo, una lengua, omitiendo sus mutaciones históricas, sus variedades y 
deformaciones, sus jergas y neologismos, a sagrada realidad inmutable por encima de los sujetos hablantes 
realmente existentes, soplando como Espíritu a través de ellos. Convertida, bajo la sacralidad de la Cultura, en
 realidad social y política a través de la implantación institucional bajo condiciones de corrupción impares, consuma 
una operación de ingeniería social cuyos efectos son abiertamente perceptibles ya. Los sujetos que se identifiquen 
con ella, no como tecnología de comunicación sino como fuente sagrada de identidad ancestral, ecológica, natural,
 teológica, se aferrarán a ella por encima de sus necesidades e intereses pragmáticos. Su deseo impulsivo, fijado 
administrativamente y sufragado vía impuestos a mayor gloria de unas elites corruptas, se aferra a la negación infantil
y catastrófica de la precaria realidad material.




En los brazos demagógicos de ese sentimentalismo político, supuración del infante agresivo que el humano es, se
niega la noción ilustrada de ciudadanía pretendiendo arrebatar derechos por prurito étnico, lingüístico o ideológico. 
La infancia se revive en cada liturgia, en cada acto de identificación, en cada ceremonia de autoafirmación. En un 
artículo de El País del 28 de octubre de 1990 se recogen las máximas del incipiente proyecto nacionalista catalán. 
Allí puede leerse que el documento propugna la configuración de un sociedad catalana en la que se fomenten las 
"fiestas populares, tradiciones, costumbres y trasfondo mítico".



Sin el menor escrúpulo ilustrado se apela al mito, al pensamiento mágico, a la infancia de la humanidad, ese residuo
 de la mentalidad pueril, de la permanencia en la niñez, según expresión de Séneca: "Recuerdas, sin duda, qué gozo 
tan grande experimentaste cuando, dejada la pretexta, recibiste la toga viril y fuiste conducido al foro; espera alcanzar
 uno mayor cuando hayas renunciado al espíritu infantil y la filosofía te cuente en el número de los adultos. Pues 
hasta ahora no perdura en nosotros la infancia, sino un defecto mayor, la mentalidad infantil. Y es esto aún peor,
 por cuanto poseemos el ascendiente de los viejos, pero los vicios de los muchachos, y no tanto de los muchachos, 
cuanto de los niños: aquellos temen las cosas insignificantes, éstos las imaginarias; nosotros las unas y las otras".




La toga viril no significa ya nada. La infancia no tiene edad. Se perpetúa inercialmente en las capas más visibles de 
unas sociedades decrépitas pero satisfechas, moribundas por la dictadura de la felicidad y de la imagen. Se enaltece
su esplendor ilusorio, condenado a la extinción casi inmediata. La vejez es poco televisiva, antipática, salvo que se 
disfrace de alegre muchachada. La glorificación postmoderna de los cuerpos sanos y las mentes desprejuiciadas 
encarna el sueño de la eterna juventud. Acaso estemos despertando en la pesadilla de la infancia crónica.



José Sánchez Tortosa es doctor en Filosofía, profesor y escritor. Entre otros, es autor de El profesor en la trinchera 
(La Esfera de los Libros) y El culto pedagógico. Crítica al populismo educativo (Akal).


Publicada en El Mundo el Viernes, 6 diciembre 2019