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Calalunya y/o Cataluña


Federalismo o catalanismo

Ha dicho el presidente González que la única salida seria de nuestra crisis política pasa por la federalización del país. Es algo con lo que tiendo a estar de acuerdo, bien entendido que —en la sintética fórmula de Joaquim Coll— no es lo mismo federalizar España que  de afederar España a Cataluña. Se trata de un equívoco frecuente que proviene, a mi entender, del hecho de que en democracia el federalismo se ha querido vender a los españoles amalgamado con otra doctrina, el catalanismo, con la que hay razones para pensar que ha llegado a ser incompatible. Corro a explicarme.

Existe en Cataluña la creencia convencional de que el catalanismo es algo distinto del nacionalismo catalán, y que por tanto puede ser lugar de encuentro de catalanes nacionalistas y no nacionalistas. Siempre he creído que esta tesis es falsa, lo sepan o no sus proponentes. La praxis de los gobiernos tripartitos liderados por el PSC en nada se distinguió de la nacionalista ortodoxa: presentar a Cataluña como una sociedad agraviada a la que el Estado siempre debe algo. Se logra así instalar a los catalanes en una frustración colectiva autoinducida: en lugar de vivir sin agobios su doble condición de español y catalán, a través de su educación catalanista el catalán vive su parte española como algo problemático y necesitado de permanente revisión, lo que pudo tener sentido en el pasado pero no en la España democrática del 78. Tras haber creado el malestar que denuncia, el catalanismo se presenta como su remedio, sin reparar en que, como en los trastornos que los médicos llaman facticios, los síntomas son reales pero la enfermedad no.
Desde esta actitud hipocondriaca y recelosa no puede construirse la identidad dual, resuelta y robusta, necesaria para producir una lealtad federal, del tipo que acepta sin problemas que una parte del poder se ejerce por uno mismo (self rule) y otra en común (shared rule). Esto se ve bien en el hecho de que los federalistas de tipo catalanista jamás informan de los poderes que desean que retenga el nivel federal; los quieren todos para ellos. Recordemos que Pasqual Maragall ya presumió de que el Estatut hacía la presencia del Estado en Cataluña “residual”. Muy bien, pero eso no es federalismo, como tampoco la ofuscada negativa a que en Cataluña se pueda estudiar en ambas lenguas.
Tengo amigos catalanistas con los que discuto estas cosas. Han sido opositores del procés, pero son la excepción. Lo normal ha sido pasar del catalanismo al independentismo. Parece lógico, porque es difícil hacer construcción nacional sin que la gente te pida un Estado independiente. Yo llevaría a gala en mi biografía un pasado catalanista. Fue militancia en otro tiempo necesaria. Pero el espíritu que trajo el autogobierno no es el mismo que se precisa para traer la España federal y pluralista: las comunidades de referencia son distintas; en un caso Cataluña, en otro España como comunidad ampliada.
Publicado el 9 de abril.

Pluralismo o plurinacionalidad



En un artículo reciente (Federalismo o catalanismo, 16 de mayo 2019) intenté explicar por qué federalismo y catalanismo, que en el zoco español se venden emparejados como cerezas, son en realidad doctrinas inconciliables que apuntan a metas opuestas. La clave de la incompatibilidad es: el federalismo, por definición, promueve un equilibrio entre los poderes del gobierno federal y los del gobierno federado, entre el shared y el self rule; el catalanismo, en cambio, y se nos repite constantemente, aspira al refuerzo indefinido del autogobierno de Cataluña, que en buena lógica tenderá a dejar sin margen al gobierno federal para intervenir en esa parte del territorio. Bajo esta divergencia programática late una disonancia profunda: el catalanismo es, hoy por hoy, la problematización del hecho de que Cataluña esté en España. Esta problematización tuvo su sentido en el pasado, pero en el presente solo es una hipocondría que impide crear un espíritu federal, a gusto en su doble condición española y catalana, entre los catalanes.


Podemos ahora tirar del hilo para cortar la niebla que envuelve otra nebulosa conceptual: la plurinacionalidad. Lo que importa es subrayar que, aunque los defensores de la plurinacionalidad crean estar haciendo un favor a la diversidad del país, en realidad hacen lo contrario: disecarla. Porque aquí la contradicción se da entre pluralismo y plurinacionalidad. España es pluralista cuando permite que de modo libre se vivan, mezclen y aprendan las diversas identidades culturales y lingüísticas que la componen. Una España plurinacional es otra cosa: una yuxtaposición de uniformidades nacionales, reguladas por los gobiernos de turno, en la que la mínima diferenciación intragrupal se conjuga con la máxima diferenciación intergrupal. Un triste archipiélago de pequeñas identidades donde a cada uno se nos pide uncirnos a una filiación nacional preferente y quedar sometidos a sus códigos. Una España, como dice Josu de Miguel, donde se pueda ser español de varias formas, sí, pero catalán o vasco de una sola: nacionalista.

Piénsese esto si no: ¿era más plural la monarquía austro-húngara formando un todo o el rimero de naciones centroeuropeas en que se descompuso por separado? Por la misma razón será siempre más plural la nación política española, inclusiva y plurilingüe, que el mosaico de naciones etnolinguísticas e individuales que se nos sugiere como solución a la crisis territorial. Porque la condición de posibilidad de que algo sea plural es que forme un conjunto. E pluribus unum. O también: para ser plurales hay que estar unidos, y es cuando nos separamos que nos volvemos monolíticos, confinados en nuestra particular nación hispana, sin zonas de intersección y sin estímulos para hacer de nuestra personalidad algo heterogéneo. No solo habremos entonces arruinado la pluralidad, sino también imposibilitado el federalismo, que necesita identidades mixtas. Como una trama de elementos propios sin la urdimbre de los elementos comunes, el tapiz de la España federal se habrá quedado sin tejer.

Publicado el 11 de junio

Plurinacionalidad o federalismo


En otra fecha quise explicar por qué catalanismo y federalismo representan ideales a la larga incompatibles: en esencia, porque el federalismo quiere un reparto equilibrado de poderes con el nivel central o federal de gobierno; el catalanismo, en cambio, acrecer eternamente el autogobierno catalán, dejando sin margen ni sentido la existencia de lo federal (Federalismo o catalanismo, 9 de abril). También, que plurinacionalidad es lo contrario que pluralismo: si este invita a la mezcla, aquella nos convierte en un archipiélago de identidades uniformes y yuxtapuestas (Pluralismo o plurinacionalidad, 11 de junio). Triangulemos ahora y abordemos un último malentendido: que el federalismo debe abrazar la plurinacionalidad. Lo contrario es lo correcto.


Empecemos por algo en lo que parece haber acuerdo: para que haya federalismo, tiene que haber lealtad. Pero ¿qué es la lealtad, cabe preguntarse, sino la nación? La nación política que inventa la modernidad sirve para saber a qué instituciones, como ciudadanos, debemos lealtad, y quienes son los otros que merecen nuestro afecto y solidaridad de conciudadano. Es decir, para saber a qué comunidad política pertenecemos (y hubo un tiempo en que la izquierda creía que el progreso era ampliar, y no reducir, el radio de esa comunidad). Declarar la plurinacionalidad es sembrar la duda sobre a qué comunidad política se debe lealtad, hacia dónde se debe redistribuir la riqueza, a quién daremos voz y voto en el debate. Una receta para la discordia y la desintegración.


Pero es que, además, la plurinacionalidad trabaja en contra de la idea federal de distribuir los poderes. Porque el poder solo puede repartirse a fondo allí donde la comunidad no está en duda. Por eso los Estados federales más avanzados se apoyan en una idea de nación unitaria (Estados Unidos, Alemania) y los que se declaran retóricamente plurinacionales (Bolivia, Rusia) no conocen un reparto real del poder. Si en España se quisiera profundizar en el federalismo y dar, por ejemplo, plenas competencias educativas a las autonomías, sólo podría hacerse si hay certeza de que el nuevo poder conferido no se usará para educar en una conciencia de pertenencia separada, cosa difícil si hemos dado como válido que vivimos en comunidades nacionales distintas.

Esto es así porque modernamente nación no es un dato de geografía humana, sino un concepto normativo que equipara al conjunto de ciudadanos con el conjunto de nacionales, constituyéndolos en comunidad de derecho (igualdad), decisión (soberanía) y reparto (redistribución). Estado-Nación no es el “Estado que contiene una nación”, sino el que ha tejido su propia nación política y que —exigencias de la democracia— la ha hecho inclusiva de sus diferencias ideológicas y culturales. Sin ese ideal integrador no hay comunidad y el Estado solo aguanta unido lo que disponga la inercia. Y si los españoles hemos dejado de ser una nación, la tarea, si queremos permanecer unidos, es trabajar para volver a serlo: he ahí el verdadero ideal federal.



Publicado en El País el 10 de diciembre de 2019

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