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¿Prohibir es igual a estimular el deseo?


¿La moda sexi empodera o cosifica?

 Tangas diminutos a la vista; vestidos de rejilla; tops mínimos, uñas kilométricas, pestañas postizas… Tendencias que llevan meses copando las calles y las cuentas de Instagram de adolescentes y jóvenes y que son más globales, públicas y mediáticas que nunca: ¿pueden ser símbolos del empoderamiento de las mujeres? ¿Cualquier elección de una mujer es feminista? ¿Es realmente libre esa decisión?

El debate está abierto y tiene algo de generacional. Frente a una amplia corriente de feministas que vivió el trasiego del movimiento durante las últimas décadas, y que piensan que la moda sexi cosifica, un grupo más reducido pero creciente defiende que la mujer tiene la potestad exclusiva de sexualizar su piel, si así lo desea, y que eso la empodera. Es bastante fácil encontrar ejemplos que han sido objeto de discusión: el atuendo de la presentadora Cristina Pedroche en las campanadas de Nochevieja, el toples de la actriz feminista Emma Watson por el estreno de La Bella y la Bestia, la forma de vestir de Beyoncé y sus bailarinas…


La hipersexualización del cuerpo femenino se generalizó a partir de los años sesenta, con el neoliberalismo y una revolución sexual que, con el tiempo, el feminismo criticó por no ser tal. Lo que iba a suponer una ruptura con los roles sociales y la moralidad de las relaciones acabó por ser una transición de amas de casa a portadas de revistas y muslos y pechos relucientes en publicidad. La socióloga Rosalind Gill contó en Cultura y subjetividad en tiempos neoliberales y posfeministas cómo en los años noventa percibió el nacimiento de una nueva figura que vender: la de una mujer joven, atractiva, heterosexual y que “a sabiendas y deliberadamente juega con su poder sexual, siempre disponible para el sexo”.


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En esa doble cara de la libertad de la construcción de género, Gill asegura que a las jóvenes se les anima con el discurso del “poder femenino” mientras que sus cuerpos son “reinscritos poderosamente como objetos sexuales”. Por un lado se las presenta como sujetos sociales activos que desean. Por otro, están sujetas a un “nivel de escrutinio y vigilancia hostil sin precedentes”. La filósofa Alicia Puleo llama a esta era la del “patriarcado de consentimiento”. Si las amas de casa existían antes en un sistema que fomentaba la coerción, la represión de la sexualidad, el ocultamiento, ahora “no se maneja tanto la prohibición como la incentivación e incitación a determinadas conductas, la producción de deseo”.


Se vende como empoderamiento aquello que sostiene y afirma la feminidad normativa más tradicional y patriarcal, apunta Rosa Cobo, escritora y profesora de Sociología del Género. La moda, subraya, es uno de los canales por los que el patriarcado, que hasta mediados del siglo XX dijo a las mujeres que se taparan bien, ahora pide lo contrario (desvestirse, afeitarse el pubis, subirse a unos tacones…). “No hay tangas feministas ni vestidos feministas”, añade la filósofa Ana de Miguel. “El feminismo no es una etiqueta, ni la ropa es feminista. El feminismo es usar la cabeza para pensar; en este caso, para pensar qué me quieren vender”. Y cómo. Y por qué.


De Miguel recuerda una clase de filosofía social en 2005 en la que vio a sus alumnas iguales: “Llevaban el pelo muy largo y liso. Les pregunté por qué y me fueron contestando que era lo que habían elegido, que era su particularidad, que les gustaba, a cada una de ellas, en concreto”. De aquella clase quedó la máxima de que, dada la diversidad humana, cuando tantas personas toman la misma decisión esa elección no responde a una acción totalmente libre sino a algún tipo de presión más o menos explícita.

¿Cómo discernir entre libertad e imposición por constructo social? Según la filósofa Puleo, eligiendo qué modelo es mejor para nuestra libertad y qué la restringe: “El cuerpo, como ha mostrado el feminismo, es construido. El problema es que las condiciones materiales a las que este se somete determinan también los estados de conciencia. Y se nos convierte en un cuerpo que vive solo para la mirada del otro”.


En 1998, Barbara Lee Fredrickson, profesora de psicología de la Universidad de Carolina del Norte, pidió a unos estudiantes que se metieran en un vestuario, se pusieran un jersey o un bañador y que, durante diez minutos, completaran un examen matemático. Las chicas que lo hicieron en traje de baño tuvieron resultados significativamente peores que las que llevaron jersey. En ellos no hubo diferencia. La Asociación Americana de Psicología recogió este estudio y concluyó que la sexualización y la objetivación de las niñas socavan la confianza y la comodidad en el propio cuerpo, lo que acarrea consecuencias emocionales negativas, como la vergüenza o la ansiedad.


Dos décadas después, el canon de belleza patriarcal se ha ido alimentando y convirtiendo en negocio, subraya la socióloga Rosa Cobo: tiendas de uñas, gimnasios, determinadas revistas… El capitalismo, señala, tiene una “extraordinaria habilidad” para, a partir de la idea de la libertad individual, monetizar la feminidad “exaltada”. Está sorprendida: “Nunca pensé que toda la lucha feminista del siglo XX pudiera desembocar aquí”.


Un aquí que, resume la filósofa De Miguel, es de cosificación y disociación. Si el pensamiento cartesiano dio a los hombres la mente y a las mujeres el cuerpo y la emoción, lo que las llevaba a ser “meras reproductoras, cuidadoras y objetos sexuales”, hoy se reformulan las estrategias para mantener vigente el patriarcado de consentimiento. “Se usa la libertad de elección como una explotación. El mensaje es que tu cuerpo es tu mejor recurso, tu mercancía”, opina. Asegura que las jóvenes reciben el mensaje de que no podrán tener el trabajo ni el salario que desean, y de que la libertad al alcance es elegir el tamaño de las uñas y la ropa interior. “Venden como libertad un mensaje neoliberal: no hay límites en lo que se puede comprar o vender”. Incluido el cuerpo. Sobre todo, el de ellas. “La libertad de elección solo puede darse en una sociedad igualitaria. Y desde luego no es esta”.


Del otro lado están voces como la de la modelo Emily Ratajkowski, abiertamente feminista, que apareció semidesnuda en el videoclip de Blurred Lines y argumenta que sabe que está “jugando en una sociedad patriarcal” y “capitalizando su sensualidad” por elección. Esta forma de ver el cuerpo es compartida, con más o menos fondo, por cantantes, actrices, escritoras o activistas. El movimiento Femen devuelve contenido político a algo tan sexualizado como los pechos de la mujer —también lo ha hecho la cantautora chilena Mon Laferte en la última gala de los Grammy Latinos—. El movimiento Free the Nipple combate la censura en redes sociales de los pezones femeninos. Publicaciones independientes como Salty llevan portadas sugerentes con mujeres fuera del canon de belleza occidental.

En esa línea podría entrar Polly Vernon, autora del libro Hot Feminist (2015). No cree que las imágenes con las que se nos bombardea sean por definición perjudiciales: recuerda que creció rodeada de la primera generación de supermodelos y que pensaba: “Son increíbles”, pero no se odiaba por no ser como ellas. “Algo ha pasado en estas décadas para que las mujeres se sientan cada vez más incómodas al mirar a otras mujeres muy hermosas. Es una pena”. En su opinión, enseñar a las adolescentes que la sensualidad las convierte en víctimas automáticas es “uno de los mensajes más desalentadores y dañinos de la era moderna”.


Autora: Isabel Valdés

Publicado por El País el 24 noviembre 2019


Nuestros antepasados

 Pocas veces un descubrimiento cambia la historia de la humanidad  y la imagen que los seres humanos tienen de sí mismos. Junto a un equipo de arqueólogos marroquíes, el paleoantropólogo francés Jean-Jacques Hublin, nacido hace 61 años en Mostaganem (Argelia), descubrió en Jebel Irhoud (Marruecos) fósiles de Homo sapiens —la misma especie que el hombre moderno— mucho más antiguos que cualquier otro resto encontrado hasta entonces (300.000 años) y en un lugar insospechado, el norte de África, cuando se había localizado el nacimiento de nuestra especie en el sur del continente. Este hallazgo cambió la geografía de la humanidad, pero también diluyó las fronteras entre lo que es humano y lo que no lo es, entre nuestra especie y el resto del mundo natural.

Además de uno de los paleoantropólogos más respetados del mundo, Hublin ofrece una mirada profunda y heterodoxa sobre su trabajo como investigador porque la prehistoria arrastra muchas cuestiones que nos interrogan sobre el presente, desde el cambio climático hasta la relación con la tecnología y el medio ambiente. Autor de numerosos ensayos, Hublin fue director del departamento de evolución humana del Instituto Max Planck y ha enseñado en numerosas universidades, desde Harvard hasta Berkeley o Burdeos. Actualmente ocupa la cátedra de Paleoantropología del Collège de France, una centenaria institución francesa —de la que formaron parte Michel Foucault o Georges Duby—. Aunque su lugar en el mundo es sobre el terreno, en yacimientos como Jebel Irhoud, donde cambia el pasado y el presente de la humanidad. La entrevista tuvo lugar en el Collège de France, en París, a finales de junio.


¿Qué significa pertenecer a una especie humana? ¿Qué es una especie humana?

No creo que haya una respuesta solo científica, sino también metafísica. Nos gustaría que existiese una frontera clara entre lo humano y lo no humano, de hecho, desde hace miles de años todas las culturas han definido esa barrera, entre el mundo de los hombres y el mundo de los animales, que pertenece a la naturaleza. Pero el descubrimiento de la evolución llevó a los científicos a comenzar a poner en duda esa frontera. Es interesante porque, si nos remontamos al siglo XIX y al siglo XX, la obsesión estaba en encontrar el llamado eslabón perdido, una especie de intermediario entre el mundo de los primates y el de los humanos. Sin embargo, los fósiles desmienten esta teoría. Hoy seguimos topándonos con esa dificultad sobre lo que debemos llamar humano con respecto a otros homínidos. Se trata de todos los representantes del género Homo: Homo habilis, erectus, sapiens. Pero en realidad la frontera es mucho menos rotunda de lo que nos gustaría. En la paleoantropología, hay una tendencia a humanizar al máximo lo que consideramos que está en el lado bueno de la frontera. Para mí representa una gran dificultad: no existe una barrera clara entre lo humano y lo no humano. Y es algo lógico desde el punto de vista de la evolución.


Usted ha escrito que no es que el hombre venga del simio, es que el hombre es un simio.

Es un tipo de simio muy particular. Pero es cierto que cuando observamos a los grandes primates en la actualidad y la relación que tienen entre ellos en términos de cercanía, de antepasados comunes, no de aspecto, nos damos cuenta de que el hombre está más cerca del chimpancé que el chimpancé del orangután. Científicamente no tiene mucho sentido poner en un grupo de grandes simios a los orangutanes, gorilas, chimpancés o bonobos y en otro a los humanos, porque el hombre está muy cerca de ellos. Podríamos decir que los humanos son grandes simios muy particulares, que han adquirido características originales. También es importante recordar que no hay que confundir el parentesco con el aspecto parecido.


Usted define al Homo sapiens como una especie huérfana e invasiva. ¿Por qué?


Durante millones de años, porque sabemos que la evolución de los homínidos se prolonga entre seis y ocho millones de años, hubo diferentes especies que convivieron, a veces en un número bastante impresionante, que sepamos hasta ocho. En total, conocemos 30 especies de homínidos, que en ocasiones convivían en las mismas regiones. Es algo que hoy nos cuesta mucho imaginar porque para nosotros, por encima de todo, el hombre es único. Y es el mismo en todos lados. Y se trata de una especie muy homogénea. Pero esta situación solo se ha producido en un periodo muy reciente porque en escala de tiempos geológicos 40.000 años no es nada. En ese sentido somos una especie huérfana, porque todos nuestros familiares han desaparecido. Y somos invasivos porque nuestra especie, el Homo sapiens, ha colonizado todos los medios naturales posibles, aquellos que son habitables y aquellos que lo son a duras penas, como las zonas árticas, los desiertos, las montañas. Y eso no lo había logrado ninguna especie antes. Y somos invasivos porque nuestra especie establece una competencia con las demás especies autóctonas, y acaba por conducir a muchas de ellas a la extinción. Y eso es lo que hacen muchas de las especies que consideramos invasivas. El impacto de una especie sobre el medio ambiente no es una característica única de los sapiens, existía antes, pero nosotros lo hemos llevado al límite. En vez de adaptarnos a diferentes entornos, los hombres adaptan el entorno a sus necesidades. Al principio lo hacían a una escala más pequeña, a través del fuego, la ropa. Incluso en los tiempos de los cazadores recolectores hubo modificaciones del medio ambiente a gran escala, sobre todo por la utilización del fuego para modificar paisajes y también por el impacto sobre la fauna. Y, en la actualidad, esa especie ha tomado el control total del planeta con modificaciones dramáticas, que ya incluyen el clima. Hay muchas lecciones en el pasado: los sapiens llegan a Australia y desaparece la megafauna, llega a Europa y desaparecen los neandertales, llegan a América y desa­parece también la megafauna.


¿Somos entonces expertos en destruir nuestro medio ambiente?

No sé si utilizaría la palabra destruir, tal vez porque soy optimista. Pienso que podemos sacar dos grandes lecciones de lo que sabemos sobre la evolución humana. Una es que el hombre modifica su entorno y no es algo que haya ocurrido solo desde hace siglos, empezó hace dos millones de años. Para poder hablar de mundo natural, habría que librarse totalmente de los homínidos. La segunda es que la humanidad necesita extraer energía del mundo que le rodea y utiliza esta energía para cambiar el mundo. La clave está en si lo hace de manera destructora o inteligente.


Muchos prehistoriadores sostienen que la ausencia de prueba no es una prueba, porque tenemos una visión muy sesgada del pasado por lo que puede haber desa­parecido a lo largo de millones de años o por lo que no ha sido hallado. ¿Es así?


Hay una metáfora que empleo a menudo y que pienso que resume nuestro intento de entender la prehistoria remota: es como aquel chiste en el que un borracho busca las llaves debajo de la farola porque es el único lugar con luz. Hay cosas sobre el pasado que no sabemos y que seguramente nunca llegaremos a saber. No sabemos por qué dibujaban en las paredes de las cuevas, cómo eran sus lenguajes, la inmensa mayoría de la madera ha desaparecido. Solo una pequeña parte está iluminada y el resto permanecerá en la oscuridad para siempre.


¿Pero cree que se descubrirán cosas que hasta ahora permanecen en la oscuridad?

Sí. La paleoantropología es una ciencia muy reciente. La humanidad hace matemáticas desde hace miles de años, pero la paleoantropología data de antes de ayer, empezó a mediados del siglo XIX. Eso explica que se hayan producido tantas revoluciones en la forma en que se concibe la evolución humana, porque en muy pocas generaciones se han acumulado muchos descubrimientos. Pero hay que advertir a los investigadores y al público contra un sesgo en la documentación: los yacimientos en los que se encuentran fósiles de homínidos se localizan en regiones donde este tipo de restos se conservan por razones ligadas a la geología o al clima. Cuando vemos un mapa que muestra la distribución de tal o cual grupo en el pasado, en realidad lo que muestra son los yacimientos en los que han aparecido fósiles, pero no sabemos si se trata de un retrato fidedigno del pasado. Durante mucho tiempo pensamos que solo había australopitecos en África del este y del sur. En realidad, lo que ocurría es que se habían encontrado en el pasado, todo el mundo iba a buscar fósiles ahí. Porque si inviertes mucho dinero en una campaña de excavaciones, quieres volver con algo, y eso es más fácil que ocurra en sitios donde se ha tenido suerte en el pasado. Pero, de repente, apareció un australopiteco en Chad, muy lejos de esas regiones. Dicho esto, soy bastante poco entusiasta sobre la idea de que puedan producirse nuevos descubrimientos que cambien por completo nuestra visión del pasado. Nos encontramos muchas veces con esa clase de titulares en la prensa, pero en realidad es extraordinariamente raro que puedan producirse ese tipo de giros.

¿Jebel Irhoud fue uno de ellos, cuando se encontraron Homo sapiens mucho más antiguos de lo que se pensaba en el norte de África?

Sí. Pero en realidad lo que le ocurre al árbol de la evolución humana es que se trata de una imagen que se vuelve más nítida con cada nuevo descubrimiento. Vemos cosas que antes no veíamos, pero eso no quiere decir que empecemos el árbol de cero, en realidad es más o menos el mismo. Aunque, de vez en cuando, descubrimos cosas realmente nuevas. Cuando era un joven investigador y preparaba mi tesis, sufrí un momento de crisis porque pensaba que llegaba muy tarde, que todos los descubrimientos importantes se habían hecho con anterioridad, que llegaba muy tarde a un mundo muy viejo. Se habían descubierto los neandertales, los sapiens. Pensaba que era imposible ir más lejos. No podía estar más equivocado. Se han producido avances enormes, en las técnicas de datación, en la genética, que han cambiado nuestra forma de ver las cosas. A los jóvenes investigadores les digo que no se preocupen, que van a ocurrir muchas cosas.


Es precisamente lo que le iba a preguntar. ¿No cree por ejemplo que la secuenciación del ADN neandertal y el descubrimiento de que los sapiens tenemos un porcentaje de genes neandertales en el Instituto Max Planck, en el que usted trabajó, sí representó un auténtica revolución?


Sí, pero se trata de revoluciones metodológicas. Se producen revoluciones en ese sentido: de repente descubrimos una nueva técnica que puede revelar algo que desconocíamos. Es cierto que la paleogenética nos ha permitido descubrir cosas extraordinarias sobre el comportamiento reproductor de homínidos que vivieron hace 50.000 años o incluso más. Pero lo que sí creo es que hay una falsa impresión de que cuando se produce un descubrimiento nuevo, eso significa que se borra lo que sabíamos hasta ahora, que borramos la pizarra y empezamos de cero. Pero la ciencia no funciona así: se mueve por añadidos sucesivos y por correcciones. Es un edificio que se mejora constantemente, que siempre está en construcción. Lo que no hacemos es reemplazar un edificio por otro.


Pero su descubrimiento en el norte de Marruecos de sapiens muy antiguos cambia la historia. Hace que la especie sea mucho más antigua y que aparezca en lugares donde no se había buscado.


Me parece un ejemplo muy significativo, porque se trata de un descubrimiento que se integra en cierta medida en lo que hemos ido sabiendo desde hace tiempo: que nuestra especie tiene un origen africano. Ahora decir eso parece completamente banal. Pero hasta hace poco no imaginábamos en absoluto que nuestra especie tuviese solo ese origen. La paleoantropología es una ciencia que nació en Europa y, a principios del siglo XX, se pensaba que los sapiens habían nacido aquí. Por otro lado, es verdad que un descubrimiento así cuestiona un modelo que se ha mantenido durante bastante tiempo: que existía una especie de jardín del edén en el oeste y el sur de África, en el que se localizan las especies más antiguas de Homo. Sin embargo, ese hallazgo demuestra que existían formas más antiguas de Homo muy lejos de ahí. Otra cosa que ha puesto en duda ese descubrimiento es un poco la misma idea de Homo sapiens. Son Homo sapiens porque comparten una serie de características particulares de nuestra especie, sobre todo en la dentadura. Pero a la vez tienen características diferentes, muy primitivas. Se trata de sapiens, pero tampoco son hombres actuales. Los antropólogos utilizan a menudo el término de hombres modernos, pero a mí no me gusta. ¿Qué quiere decir? ¿Que son hombres como nosotros por sus capacidades cognitivas, comportamiento, anatomía? En realidad, hay algo que se llama evolución y que nunca se ha detenido en nuestra especie. Los sapiens que vivían hace 100.000 años son sapiens, pero no son exactamente como nosotros. Podemos llamarlos modernos si queremos. Pero ¿lo son? No lo sé. Los que vivían hace 300.000 años eran todavía más diferentes.


Entonces no está de acuerdo con esa frase de que no nos chocarían si los encontrásemos en el metro…


No lo sé, porque justamente lo que más se parece a los hombres modernos es el rostro. No nos sorprendería mucho verlos, aunque tendrían seguramente un rostro bastante impresionante, muy robusto. Pero otras características, por ejemplo el cerebro, son muy diferentes. De hecho, gracias a los descubrimientos del norte de Marruecos hemos podido comprender que el cerebro de nuestra especie evoluciona de una forma muy diferente al de otras especies muy cercanas, como los neandertales o los denisovanos.


¿Por qué cree que nos fascina tanto el hombre de Neandertal? ¿Por la idea de que hay muchas formas de ser humano?


Nos fascina, pero también es objeto de debates y polémicas interminables. Creo que es porque se trata de la última bifurcación en el árbol de la evolución. Está muy cerca de nosotros, pero a la vez es claramente diferente. Y nos produce ese efecto esquizofrénico de que, por un lado, queremos atraer al neandertal hacia nosotros: son homínidos, con un gran cerebro, con comportamientos bastante extraordinarios. Pero, por otro, está claro que hay una diferencia entre neandertales y nosotros, desde el punto de vista del cerebro, genético…


¿Por qué se extinguieron?


Son los homínidos más próximos del Homo sapiens. Y es impresionante que una especie que logró sobrevivir durante 400.000 años acabase por extinguirse en un periodo relativamente corto. La evolución es la historia de una gran extinción. Pensamos muchas veces en la evolución como un cambio sin fin, como la transformación de especies en otras cosas. En realidad, lo que ocurre en la evolución, y es algo que vemos de forma muy clara en los homínidos, es que la vida trata de adaptarse de todas las formas posibles a diferentes condiciones, pero al final la mayoría de las especies desaparecen. Es cierto que hay esponjas o tiburones que no han cambiado desde hace muchísimo tiempo. Pero, y es una palabra que no me entusiasma, especies más elaboradas tienen una duración bastante corta.


En sus conferencias, explica que el cerebro consume una parte muy importante de nuestra energía como seres humanos y que eso ha marcado de forma muy clara la evolución. ¿Puede cambiar eso con la inteligencia artificial?


Creo que es un asunto muy interesante. La evolución se puede narrar a través de la energía que necesita el cerebro porque es un órgano que la consume enormemente: para un adulto es un 20%, pero para un niño de seis años es un 60%. Y lo que ha ocurrido a lo largo de la evolución humana es que se ha producido una externalización de algunas funciones para ahorrar energía. Al principio, se trata de procesos puramente mecánicos, por ejemplo el paso al bipedismo, que es mucho más económico desde el punto de vista energético. También todo lo que rodea la alimentación: inventamos utensilios que permiten cazar, cortar, triturar la carne y, más tarde, cocinarla, lo que permite un enorme ahorro energético en el sistema digestivo y también cambia nuestra dentadura: ya no tiene que ser tan poderosa porque se trata de alimentos fáciles de ingerir. Toda esa energía que ahorramos la invertimos en el cerebro y gracias al cerebro inventamos más sistemas técnicos que aceleran ese proceso. Con la escritura, incluso antes, con los dibujos sobre las paredes de una cueva externalizamos una parte de nuestra memoria. Ya Platón se inquietaba porque decía que en el pasado la gente conocía muchas cosas de memoria y que ahora las personas no tenían necesidad de aprender porque estaba escrito. Pero, en un periodo muy corto y muy reciente, hemos ido mucho más lejos en ese proceso, porque cuando nos hacen una pregunta nuestro primer reflejo es ir al teléfono y buscar en Wikipedia o Google. Y hemos externalizado nuestra capacidad de cálculo con los ordenadores y ahora nos hemos puesto a externalizar una parte de nuestra inteligencia con sistemas de inteligencia artificial. Al final, tal vez utilicemos nuestro cerebro para otra cosa.


Autor: Guillermo Altares

Fecha de publicación: El País 10 noviembre 2023

Consentimiento,,, ceder a la situación...deseo...

 Clotilde Leguil (París, 55 años) pasea una tarde de octubre por el bulevar Montparnasse. En una esquina, La Closerie des Lilas, legendaria brasserie; al fondo, el jardín de Luxemburgo. Samuel Aranda la retrata entre el ir y venir silencioso de parisienses anónimos. Cada uno con sus vidas secretas, sus neuras. Leguil, que es filósofa y psicoanalista, tiene un radar para detectar lo que hay por debajo, el humor subterráneo de nuestros tiempos. En L’ère du toxique (la era de lo tóxico, sin edición en español), recién publicado en francés, se atrevió con una palabra —“tóxico”– omnipresente. Ned Ediciones publica en español Ceder no es consentir, con un esclarecedor prólogo de Clara Serra (este jueves presenta el libro en el Instituto francés de Barcelona y el viernes en el de Madrid). Es una disección de otro tema de la época: el consentimiento y sus límites. Leguil partió de unos collages reivindicativos aparecidos en los muros callejeros de la ciudad y que proclamaban un mensaje “justo y profundo”, decía durante la entrevista, previa al paseo por Montparnasse: “Ceder no es consentir”.


PREGUNTA. ¿Y cuál es la diferencia entre consentir y ceder?

RESPUESTA. El consentimiento comporta una parte de ambigüedad. No reposa sobre un saber preliminar y, finalmente, siempre conduce a una especie de salto, de desprendimiento de uno mismo en favor del encuentro. Sin embargo, hay que diferenciar entre la ambigüedad del consentimiento, que puede remitir al sujeto a una forma de enigma sobre su deseo, y la experiencia traumática de lo que Lacan llamó en 1963 “ceder a la situación”. En este caso, el sujeto vive un verdadero forzamiento que le incapacita para responder a lo que le sucede. Distinguir entre ambas experiencias, la de consentir y la de ceder, pone en juego cuestiones clínicas, éticas y políticas.

P. ¿Políticas?

R. Sí, porque la cuestión del consentimiento se ha planteado, desde la Ilustración, como una cuestión que se halla en el fundamento de la autoridad: la autoridad del soberano no se apoya en la naturaleza, ni en Dios ni en la tradición, sino, desde ese momento, en el consentimiento de los sujetos al pacto social. Sin embargo, también aquí puede haber un forzamiento del consentimiento. Camus en El hombre rebelde, de 1951, nos mostró que la ideología totalitaria se apoya en una aniquilación del consentimiento. Lo muestra muy bien Orwell en 1984 también. Se trata, a la vez, de forzar el consentimiento de los sujetos arrancándoles un “sí” y, de este modo, aniquilar este consentimiento.

P. Un consentimiento que, insiste usted, es ambiguo.

R. En el campo de lo íntimo, pero también en el político, el consentimiento no se reduce a un puro contrato. Es más bien un pacto de la palabra, fundado sobre la confianza, y una experiencia que pone en juego el deseo. Cuando consiento a otro o a un discurso, no necesariamente sé adónde conducirá esto, pero consiento porque estoy de acuerdo con lo novedoso que se produce en el encuentro. Es un riesgo que se toma y no un cálculo de intereses. Al mismo tiempo, pienso que es esencial definir el momento en que algo da un vuelco a una experiencia de forzamiento. Es crucial no confundir lo que el consentimiento tiene de ambiguo con el encuentro traumático.

P. En España se adoptó el año pasado la llamada ley del solo sí es sí. Pero un “sí”, ¿podría responder a una cesión forzada y no a un consentimiento, según la distinción que hace usted?

R. Me gusta esta fórmula, porque el “sí” es bello, es una apertura al otro. “Sí” es verdaderamente “sí” al otro.

P. ¿Puede haber “síes” que se conviertan en “noes”?

R. En efecto, el “sí es sí” no resuelve totalmente la cuestión de la experiencia del consentimiento. En el caso de Vanessa Springora [la autora de El consentimiento, libro donde explica su relación, cuando tenía 14 años, con el escritor Gabriel Matzneff, que tenía 50], independientemente del hecho de que ella era menor, había un “sí” de su parte, un verdadero consentimiento. Pero ¿era un “sí” a lo que le ocurrió después? En el fondo, cuando se consiente a un encuentro, se sea menor o mayor de edad, se dice “sí” con el trasfondo de una cierta confianza hacia el otro. Pero se puede haber dicho “sí” a un encuentro y encontrarse en una situación de traición, de forzamiento del consentimiento, porque aquello a lo que se dijo “sí” no es lo que finalmente se encontró. Vanessa Springora dijo “sí” con un trasfondo de creencia en el amor y cedió ante una situación que no era amor, sino que hacía de ella un puro objeto de goce de otro.

P. El beso en público este verano, tras la victoria de España en la Copa Mundial de Fútbol, del entonces presidente de la Real Federación Española a la campeona Jenni Hermoso, ¿cómo lo analiza?

R. El control sobre el cuerpo de otro en público es una demostración de poder. A través de este gesto, que no tenía en cuenta el consentimiento o el no consentimiento de Jenni Hermoso, se afirmó algo que tiene que ver con el monopolio de un goce que se impone como legítimo desde una posición de poder. Y más aún sabiendo que la escena se producía ante los ojos de todos.

P. En su nuevo libro en francés usted estudia el término “tóxico”. ¿Por qué su uso se ha extendido tanto?

R. Porque designa una nueva forma de malestar en la civilización, por retomar a Freud. Hoy el término “tóxico” se emplea como metáfora de lo que nos envenena en nuestras relaciones con los demás. Si el término se ha impuesto, es también en el contexto político posterior al MeToo, que ha introducido una nueva sensibilidad hacia la violación, y en un contexto histórico de pospandemia, que nos ha confrontado a la vulnerabilidad de lo vivo. Lo tóxico es a la vez lo que fuerza algo de nuestro deseo y lo que pone en peligro lo vivo. Es una manera de nombrar una experiencia que nos asfixia, un nuevo malestar en el goce, un extravío de la pulsión. Pone en juego un veneno extraño. Podríamos decir que la experiencia tóxica puede procurar una forma de goce que produce también una adicción, y solo a toro pasado aparece como algo nocivo y peligroso para lo vivo.

P. ¿Cómo desintoxicarse?

R. Si consideramos que lo tóxico es un efecto del discurso, de la palabra de otro, no podemos más que recurrir al pharmakon [el remedio], que también es la palabra, pero una palabra que en lugar de asfixiarnos nos permitirá respirar y explorar lo que nos ha intoxicado, y nos conducirá hacia el reconocimiento de nuestro deseo.

Autora:Marc Basset
Pubicado en El País: el 25 de octubre 2023


Macromachismos

15 cosas sobre amor y sexo que cualquiera debería saber antes de los 15 años.


“Cuando echo un vistazo a las cifras, la cantidad de violaciones, dentro y fuera de la pareja, maltratos físicos y psicológicos, emocionales, comprendo que no tenemos herramientas para aprender a querernos bien”. Así explica Coral Herrera (Madrid, 46 años) por qué escribió 100 preguntas sobre el amor. La Revolución Amorosa para jóvenes (Catarata, 2023). Esta doctora en Humanidades y Comunicación llegó a esa conclusión porque lleva años observando y analizando. Desde que hizo su tesis doctoral —La construcción sociocultural del amor romántico—, hace dos décadas, ha estado dando talleres y charlas, sobre todo en institutos. Los últimos cuatro años, en un programa con menores con condenas por violencia machista y sexual: “Es el trabajo más duro que he tenido en mi vida, la mayoría de ellos no tienen conciencia, por ejemplo, de que violar a tu novia es violar”. Está “preocupada”, afirma que “los discursos incels [de célibes involuntarios] y de Vox han calado muy fuerte en la población juvenil”. Aunque, a la vez, cree que se puede abrir otro futuro para las generaciones que vienen porque “hay parte también que lo ve muy claro”.


Lo que no cree, sino que está “convencida” es de que “hay que intentarlo”. ¿El qué? Reaprender que el “amor no es solo la pareja, sino la red que uno crea y mantiene alrededor, que es la base de la salud mental y emocional”, por un lado. Por otro, desmontar el amor tal y como se lo lleva entendiendo el último siglo: “Que en ningún caso amar es sufrir, sacrificarse ni soportar”.


Aquí, 15 de las cuestiones que Herrera recoge en su libro y que “son para cualquiera”, porque, “aunque mayoritariamente quienes sufren las consecuencias de los mitos y estereotipos del amor romántico son las mujeres, también ellas se relacionan a través de esas ideas”.


1. Sufrimos mucho por amor, ¿por qué?

La respuesta de Herrera está relacionada con cómo se entiende el amor: “Como una guerra en la que el objetivo es dominar a la otra persona. Necesitamos sentir que es nuestra y debe satisfacer nuestras necesidades”. Son los hombres, sobre todo, explica, quienes son socializados y aprenden que esa desigualdad es “lo normal”. Las mujeres interiorizan que se “necesita el amor de un hombre para estar completas”; e, incluso educadas en libertad, “la gran mayoría viven como criadas con una doble jornada laboral”. De ahí, el sufrimiento: “Nos han idealizado el amor hasta tal punto que la realidad nos supone una constante decepción. Cuanto más distancia hay entre el mito y la realidad, más sufrimos”.


2. La idea de que el amor lo puede todo, ¿es cierta?

El “no” de Herrera es rotundo. El amor, enumera, “no puede con el machismo, con la violencia, con los problemas del otro, con las mentiras, los malos tratos, la falta de cuidados ni el abuso”. Para ella, “el mito de la omnipotencia del amor es otra trampa del patriarcado” para que nos creamos que cuando las cosas van mal en la pareja tenemos que “luchar por el amor hasta el final y tener fe en que todos los esfuerzos que estamos haciendo van a dar sus frutos y van a servir para algo”. Esa es una idea que, en relaciones en las que existe violencia, puede llegar a perpetuarla durante años.


3. Tener pareja y olvidarse de una misma

La divulgadora habla “del mito del amor-fusión”, basado a su vez en el de la media naranja: que las parejas deben “fundirse” como si fueran una sola persona y “centrar toda la energía, tiempo y amor en una sola persona”. A veces, ellas y ellos, pero sobre todo ellas, “dejan a sus amigos y sus grupos sociales y se acoplan a los del novio, lo cual hace que aumente su dependencia”. Cuanto más lejos se está de la propia red, más vulnerabilidad hay: “Y cuanto más solas nos sentimos, más inseguras y más necesitadas de amor. Para que eso no suceda, es fundamental equilibrar el tiempo que dedicas a tu pareja con el que dedicas a amigos, familia y a ti misma”.


4. Las estrategias que se usan para limitar la libertad de la pareja


Las ponen en marcha tanto mujeres como hombres, pero, recuerda Herrera, sobre todo ellos.

La manipulación psicológica y emocional, es decir, “explicarte amablemente que él sabe mejor que nadie lo que necesitas y es bueno para ti”, que asegura la divulgadora que puede acabar destrozando la autoestima y la seguridad en una misma.

El chantaje emocional, cuando se “finge estar triste, enfermo o dolido” por algo y se “ofrece la posibilidad de arreglarlo cediendo a sus deseos”, con frases como: “Si no vas a la fiesta, seguro que me siento mejor”.

Amenazas y coacción, que “tienen un tono más elevado que el chantaje e incluyen algún tipo de castigo”, como: “Si te pones ese vestido tan provocativo, aquí se acaba la relación”.

O por la fuerza, directamente, con frases como: “No pienses que puedes hacer lo que quieras”.

Para que eso no suceda, Herrera explica que hay que sentarse al principio de la relación para marcar límites y explicar a la otra persona que la libertad no es negociable, y advierte de no dejarse engañar por “el truco de ofrecer su libertad a cambio de la tuya”; por ejemplo: “Yo no voy a hablar nunca con mis ex, así que espero que tú hagas lo mismo”. Para ella, “es fundamental respetar la voluntad de la otra persona, su libertad de movimientos, su privacidad, el uso que hace de su tiempo libre, el espacio que dedica a sus pasiones y a su red afectiva y social”.


5. Nadie es de nadie

Explica Herrera que “los principales valores del amor romántico son el de la propiedad privada, la posesión y la dominación”, “contrarios” a los del amor. “Cuando quieres a una persona, quieres que sea feliz, contigo o sin ti, que viva su vida con libertad, que se sienta igual a ti, que esté contigo porque quiere”. Incide Herrera en que es “muy importante” poder confiar en la pareja: “Si no existe la confianza mutua, no es posible tratarse bien: cuanto menos confías, más vigilias y espías a tu pareja y más te pones en el papel de policía o carcelero. Vivir con miedo es un auténtico infierno”.


6. Las señales de la violencia machista

A veces creemos que “cuando estamos en pareja es normal renunciar a algunas cosas, ceder constantemente y asumir que ya no somos ni tan libres ni tan autónomas”, pero “el precio” de esas ideas es “demasiado alto”, dice la divulgadora. Estas son algunas situaciones que apunta para ayudar a ver las señales que pueden indicar que se está sufriendo violencia: “Si no te respeta, te da órdenes, te prohíbe hacer cosas, te habla con desprecio, no confía en ti, se burla con crueldad, te humilla a solas o en público, se hace la víctima para que tú quedes como la mala, te controla, te trata como si estuvieras loca, te grita, o te insulta, estás sufriendo violencia. Si tú modificas tu comportamiento para que él no se ofenda o se enfade o se sienta mal, te culpas a ti misma de su enfado, o en algún momento pasas miedo, estás sufriendo violencia”. Y si eso ocurre, afirma, “tienes que salir corriendo de esa relación”.


7. Las depravadas no existen

“Las mujeres a las que les gusta mucho el sexo son unas depravadas”, pero las mujeres que no follan, unas “estrechas o puritanas”. “Es muy difícil saber cuál es la cantidad exacta de sexo que podemos tener: nos van a atacar igualmente”, escribe Herrera. Por eso, dice la escritora, es necesario desterrar la idea de que “el prestigio social tiene que ver con la vida sexual” y “dejar de ejercer violencia” por este motivo: “También las mujeres ejercen violencia sobre otras mujeres usando chismes, rumores o comentarios. Incluso tú misma puedes ejercer violencia contra ti cuando te criticas después de haber tenido relaciones sexuales: una de las armas del patriarcado es la culpa, que sirve para que nos reprimamos y castiguemos a nosotras mismas”.


8. Las puritanas tampoco existen

“Hace muy poco, gracias al feminismo, tomamos conciencia de que si nuestra pareja no acepta un no por respuesta y trata de penetrarnos, estamos sufriendo una violación”, arguye Herrera. Y recuerda que cuando no se tienen ganas, deseo, motivación, “tienes derecho a decir no”, tanto a parejas como a amantes, a conocidos y desconocidos: “Cuando hemos empezado el proceso de cortejo, nos hemos besado, llegamos a la cama y de pronto nos damos cuenta de que no nos sentimos cómodos o no nos apetece tanto como creíamos. Da igual donde estés, no importa si estás desnuda o vestida. El sexo solo puede tener lugar entre dos o más personas que se desean”.


9. No querer ponerse el condón, machismo y maltrato

Una de las ideas más comunes en las relaciones sexuales es que son más placenteras sin protección, y también es más común que sean ellos quienes pidan hacerlo sin condón. Pero, explica Herrera, insistir en no usarlo es “poner en riesgo tu salud, una forma de desprecio y también de pedirte que le des prioridad a su placer y te olvides del tuyo, lo que demuestra que no solo es egoísta, sino machista”. Y es también “maltrato”. Tanto “no usarlo como quitárselo a medio camino es una de las formas que menos percibimos porque, como siempre, lo que importa es la necesidad de ellos y su placer”. Pero, además, esta práctica, llamada también stealthing, es un delito: en España, en 2019, una sentencia sentó precedente cuando un juzgado de Salamanca condenó a un hombre por quitarse el preservativo sin el consentimiento de una mujer como autor de un delito de abuso sexual.


10. El sexo anal: o mutuo y placentero o nada

El sexo anal es una práctica que se ha ido extendiendo a través de la pornografía en parejas heterosexuales y suelen ser ellos quienes lo piden. Pero es algo que requiere “mimo, paciencia y amor”, si no, dice Herrera, “puede ser una de las vivencias más horrendas y dolorosas del mundo”. Cuenta en el libro la cantidad de “chicas que se someten a esa tortura para complacer a sus novios” y que “cada vez hay más adolescentes en urgencias, con el ano desgarrado. Algunas precisan de cirugía y medicación”. Recomienda que, si es, sea siempre con la condición de ser consensuado, “mutuo y placentero”. “Y, si no te gusta, dilo claramente, no sufras ni aguantes por amor”. Eso, apostilla, “no es amor”.


11. Compartir con las parejas las anteriores relaciones sexuales, ¿sí o no?

El derecho a la intimidad y la privacidad son dos cuestiones que Herrera explicita. “Tú eliges si quieres o no quieres compartirlo, y tú decides cómo lo cuentas, cuándo y a quién”. Añade también una cuestión de la que muchas veces no se es consciente: “Las mujeres que han sufrido acoso, agresiones y violaciones sexuales sienten miedo, culpa y vergüenza, y a veces necesitan muchos años para poder hablar de ello”. Por eso, suma, “si tu pareja no quiere hablar, es mejor esperar a que pueda hacerlo, a que le apetezca, a que se sienta cómoda y segura”.


12. Discutir sin hacerse daño, ¿se puede?

A veces, “comentarios cargados de desprecio, bromas humillantes, insultos, acusaciones falsas, ataques y amenazas” se normalizan en una discusión como “arma” para hacer daño a la otra persona. Para que eso no ocurra, Herrera propone varios pasos a seguir. Primero, “darnos cuenta de que no tenemos derecho a hacer daño a los demás, por muy dolidos o dolidas que estemos”. El segundo, “tomar conciencia de que el objetivo de una pelea es llegar a acuerdos y buscar soluciones”. Y el tercero, “tomar conciencia del lenguaje”, si incluso “cuidando las palabras te das cuenta de que estás intentando hacer daño, parar inmediatamente y, si no logras controlarte, salir del espacio de discusión y no volver hasta haberte calmado y puedas hablar sin herir a la otra persona”.


13. Los negacionistas del amor

En general, son ellos quienes, en ocasiones, tienen pareja pero niegan tenerla: “El negacionista del amor, con su forma de actuar, nos dice que no valemos lo suficiente para poder llegar a ser su pareja”. Así, la otra persona queda “oculta” a su entorno, a sus amigos, a su familia. Para quien lo sufre, eso puede suponer “el derrumbe” de la autoestima. El consejo de Herrera es que “si no hay reciprocidad, si no se tienen las mismas ganas, si te quieren invisibilizar, si niegan tu existencia, nada de crearte falsas esperanzas ni de esperar el milagro romántico, lo mejor es dejarlo enseguida y ahorrarte toneladas de sufrimiento”.

14. El amor se acaba: hay que aprender a despedirse

Una vez que pasa esa fase, la de “estar borrachas de amor”, el enamoramiento, Herrera explica que pueden suceder dos cosas. “Si la otra persona nos ha idealizado mucho, es muy probable que se decepcione cuando nos conozca bien. A veces, pasa lo opuesto: cuanto más conocemos a alguien, más nos gusta”. ¿Qué ocurre en el primer caso? Lo mejor, afirma, es aprender a despedirse. “Si no hay respeto, nada que nos una, lo mejor es separarse. Nos cuesta mucho poner punto final a las historias. Si fuéramos capaces de hacerlo en su momento, nos ahorraríamos meses y años de sufrimiento. Se trata de tomar conciencia de que si no hay reciprocidad, lo mejor es dejar la relación”.

15. Una única norma

Si hubiese que elegir una única regla a seguir a la hora de relacionarse con los demás, para Herrera es “el cuidado hacia una misma y hacia las personas con las que nos relacionamos”. Escribe en el libro: “No importa si compartes una noche o 500 noches, si tu relación dura mucho o poco, si es abierta o cerrada: todas las personas con las que estés merecen respeto, buenos tratos, sinceridad, honestidad, ternura y cariño. Y tú también lo mereces. No lo olvides”.


E insiste al teléfono en que “lo romántico es un asunto político, que otras formas de querernos y de separarnos son posibles”. También en la idea de que, “aunque el amor es un instrumento de control social para las mujeres, también es revolucionario”, porque es “lo único que puede salvarnos de tanto odio y tanta violencia”. Es lo que subyace a las 100 preguntas sobre el amor de Herrera: “Haciendo la revolución amorosa podemos cambiar realmente el mundo, transformando nuestras relaciones y nuestra forma de organizarnos, se puede acabar con el patriarcado y con las relaciones de abuso y violencia. Un mensaje en positivo, la idea de que podríamos disfrutar mucho más del sexo y del amor si lo liberamos del machismo”.


Autora: Isabel Valdés. 

Publicado en El País el 21 de octubre del 2023.




follo con mi imaginación

 

¿Son censurables las fantasías sexuales?


En teoría, la imagen de una prisionera de un campo de concentración realizando prácticas sexuales a un nazi debería ser repulsiva. Sin embargo, El portero de noche (1974) se ha ganado un asiento de honor en el apartado de cine erótico. ¿Debe uno sentirse culpable, si el filme le resulta excitante? Me pregunto si los amantes del cine gore se cuestionan alguna vez si ver Hostel 2 (2007) es un síntoma de padecer una psicopatía. Pero imagino que no, que no se andan con tantas sutilezas. Al fin y al cabo se trata de ficción, no de realidad; de imaginación y de conectar con esa parte ingobernable de a mente, que es la que decide lo que nos excita y lo que no, y que puede ser tan oscura y surrealista como una película de Lars Von Trier.


Pero no todo el mundo mantiene buenas relaciones con sus fantasías sexuales. Algunos les tienen miedo y las amordazan, pensando que son expresiones de su pequeño Mr. Hyde. Ese ser depravado y sin límites que se ríe a mandíbula batiente de sus principios, moral y hasta gustos. Al menos, de los conscientes. Pregúntenle a cualquiera sobre sus fantasías sexuales y la mayoría le contestará: hacer un trío, tener sexo en un lugar público con el riesgo de ser visto, o hacerlo en un avión. Pero, muy probablemente, estas personas nos hablen de sus deseos, y no de sus fantasías, quedándose en la superficie y evitando profundizar, por lo que pudieran encontrarse.


Recientemente, una amiga me confesaba que se sentía muy mal cuando descubría que se excitaba con las escenas de violación que salían en las películas; lo que le creaba muchos problemas de conciencia, que trataba de acallar, argumentando que algunos directores eran cada vez más explícitos en dichas secuencias y que, tal vez, deberían prohibirse. Ser forzada o tener sexo violento con alguien es una de las fantasías eróticas más comunes en la mayoría de las mujeres, así como ejercer la prostitución o mantener relaciones con varios hombres a la vez. Curiosamente, en el listado de las ensoñaciones eróticas de los hombres no aparecen tales imágenes. Seguramente, porque la sociedad nunca enseñó a los varones que no debían ser promiscuos, que tenían que mantenerse decentes o que el sexo de pago los arrojaría directamente al infierno. Sin embargo, generaciones de mujeres crecieron con esa espada de Damocles, en la que cualquier resbalón podía llevarlas de lleno al arroyo, del que era difícil salir. Ya lo dijo John Waters: “Doy gracias a dios por haberme criado en la moral católica, donde el sexo es siempre algo sucio”.


Para aliviar un poco las conciencias de los que se excitan con películas que no pasarían, ni de lejos, el filtro de la Motion Picture Association Film Rating System (MPA) que, en EEUU, se dedica a clasificar las películas para su posterior exhibición en los cines; o los que, directamente, irían a la cárcel en caso de hacer realidad sus fantasías, podemos echar mano de lo que dice Valérie Tasso en su libro Antimanual de sexo (Temas de Hoy). “Cuando nos preguntamos: ‘¿Qué me apetece hacer?’, responde nuestro deseo. Cuando nos preguntamos: ‘¿Qué soy capaz de imaginar?’, responde nuestra fantasía. La fantasía es al deseo lo que la ropa es a cómo me visto. Tomemos un ejemplo: son las dos de la mañana y debo madrugar para ir al trabajo. Intento conciliar el sueño, pero la música que tiene puesta mi vecino me lo impide. Mi deseo representa a mi vecino parando la música. Mi fantasía me representa a mí misma tirando al vecino por el balcón. Aunque, muy probablemente, lo que haré será llamar a su puerta y pedirle que baje la música que me impide dormir”, escribe.


Afortunadamente, solo en el cristianismo se puede pecar de pensamiento (aunque también de palabra, obra u omisión). “Creo que confundimos términos como preferencia, deseo y fantasía”, señala Raúl González Castellanos, sexólogo, psicopedagogo y terapeuta de pareja del gabinete de apoyo terapéutico A la Par, en Madrid. “La diferencia está en que la fantasía no hay que llevarla a cabo, y es satisfactoria en sí misma; mientras que si deseamos algo y no lo conseguimos nos produce frustración. Pero voy más allá aún; porque, generalmente, las fantasías llevadas a la práctica no solo no son placenteras, sino que suelen decepcionarnos”.


“Las fantasías alimentan el deseo. Son ensayos de experiencias que permiten la libertad de no tener que llevarlas a la práctica, en parte porque uno no quiere. Por lo tanto, no deberían tener censura ni normas”, afirma por su parte Francisca Molero, sexóloga, ginecóloga, directora del Instituto Iberoamericano de Sexología y presidenta de la Federación Española de Sociedades de Sexología. “Las fantasías sexuales van muy bien para aprender, ya que el cerebro es un órgano plástico, y, a veces, le cuesta distinguir entre realidad y ficción. No hay que poner, pues, etiquetas porque el pensamiento no es la acción y, además, generalmente, están muy relacionadas con la transgresión, con lo prohibido, que es lo que nos han dicho que da más placer. En cierta manera, son una forma de liberación, una forma de análisis y de terapia, pero hay muchas personas que se sienten culpables si estas no pasan por el filtro de la razón o son socialmente aceptables. Estas personas asocian el hecho de imaginar con el de querer hacer algo y, a veces, bloquean su deseo o su respuesta sexual al intentar censurar sus fantasías”, cuenta la sexóloga.


Si me excito con estímulos poco aceptables, dejo de excitarme y asunto concluido. “En realidad se ha producido un condicionamiento de esa fantasía con la excitación. Lo que ocurre a menudo”, comenta Molero. “Recuerdo una paciente que fantaseaba con tener relaciones con hombres mucho más mayores que ella, pero como no le parecía adecuado, aparcó su dimensión erótica. En estos casos, lo que hacemos es abrir el abanico de posibilidades y experimentar con otros estímulos, tanto a nivel de fantasías como corporales”. Entre los fantasmas eróticos que dan más miedo, Molero enumera: “Excitarse con gente mucho más mayor o menor, la necrofilia, las parafilias o las fantasías en las que están implicados familiares”. Pero, como ocurre con los sueños, no todo lo que soñamos es lo que nos gustaría hacer y la excitación sexual está muy lejos de ser lógica, limpia o políticamente correcta.


Como cuenta el psicoterapeuta Stanley Siegel en su libro Your Brain on Sex: How Smarter Sex Can Change Your Life, “lo que muchos de nosotros no reconocemos (o si hacemos, nos da un cierto temor) es que la excitación física con una pareja puede ser menos decisiva que lo que ocurre en nuestras cabezas. De hecho, para muchos de nosotros, las imágenes, pensamientos y fantasías que se proyectan en nuestra mente, en el momento de una relación sexual, son los que nos acercan más al orgasmo”.


Según Raúl González, las preferencias eróticas no deberían quitarnos el sueño. “Puede ocurrir que a un hombre le guste masturbarse con un sujetador femenino y una tarántula de goma en el pecho. Pero eso es una particularidad erótica que pertenece a su fuero interno y, además, no hace daño a nadie con esta práctica. Otra cosa, muy distinta, es que determinadas fantasías no nos dejen dormir, o nos produzcan ansiedad; porque eso podría ser algo a tratar”.


Claro que, aunque las fantasías tienden a preferir el camino menos transitado, este no siempre será necesariamente el de la perdición. “Se puede entender que confundir deseo con fantasía sea un enredo inocente. Pero yo creo que no”, cuenta Valérie Taso en Antimanual de sexo. Y continúa: “Si no somos capaces de hacer claramente la diferencia entre lo que somos capaces de llegar a imaginar y lo que queremos hacer, es porque a alguien le interesa que confundamos lo uno con lo otro… y le interesa mucho. Si nuestros mecanismos de control social nos culpabilizan por lo que fantaseamos y nos hacen creer que es lo que deseamos, y vamos a ejecutar en cuanto podamos, seremos sujetos temerosos de nosotros mismos a los que podrán manejar y controlar con mucha más facilidad. Seremos elementos necesitados de grandes dosis de moralina en vena para que el ‘monstruo’ de nuestras fantasías no se apodere de nosotros y, la moralina como el miedo, nunca han sido grandes amantes del conocimiento”.