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Si no tengo nada en que no pienso.

 

La polarización es como las drogas: engancha


La polarización ha hecho que la red social Twitter adquiera un ambiente irrespirable, que un tipo disfrazado de bisonte entre por asalto en el Capitolio estadounidense, que grupos de estudiantes impidan la intervención de un ponente en una universidad o que se falte al respeto gravemente a una ministra en el hemiciclo español. La polarización también tiene otros efectos, en el ruedo público y en las profundidades de nuestro cerebro.


Un estudio de la consultora Llorente y Cuenca (LLYC) y la plataforma ciudadana Más Democracia, que utiliza técnicas de big data e inteligencia artificial, ha comprobado que la polarización en España aumentó un 35% y un 40% en el global de los países estudiados en los últimos cinco años. Se analizó la conversación pública en 12 países durante el último lustro, lo que en­globa 600 millones de mensajes. Los temas más polarizados y que acaparan mayor volumen de conversación en España son la inmigración (el más polarizante), el feminismo (que lidera el volumen de conversación, pero no de polarización), el sindicalismo, el cambio climático y el aborto. Pero lo más curioso es que han encontrado que el efecto de los contenidos polarizantes sobre el cerebro es similar al de las drogas.


Cada vez somos más “adictos” a la polarización: en España esa “adicción” (o engagement) creció un 19% desde que comenzó la pandemia. El estudio se titula The Hidden Drug [La droga oculta]. Un estudio sobre el poder adictivo de la polarización del debate público. “Igual que las drogas son adictivas porque activan ciertos receptores cerebrales, lo mismo ocurre con ciertos contenidos polarizantes”, explica el neurocientífico argentino Mariano Sigman, colaborador del informe y autor del libro La vida secreta de la mente (Debate).


La polarización afectiva

El término polarización se refiere a diferentes procesos que tienen fuerte relación entre sí, pero que no son lo mismo. La polarización ideológica es la que tiene que ver con las ideas políticas. Pero la polarización afectiva, ahora en aumento, tiene que ver con las emociones y hace que cerremos filas no solo en torno a nuestro partido o nuestro líder, sino en torno a los otros votantes o seguidores, generando sentimiento de pertenencia hacia los nuestros, pero también de rechazo y hasta odio hacia los oponentes. “Este tipo de polarización, a diferencia de la que tiene un contenido más ideológico, genera una confrontación del mundo entre ellos y nosotros. Se genera una manera de entender la realidad en la que los míos son los buenos y los otros son los malos”, explica Mariano Torcal, catedrático de Ciencia Política de la Universidad Pompeu Fabra y autor del libro De votantes a hooligans. La polarización política en España (Catarata), que se publicará el próximo mes de febrero. La polarización afectiva es la que más enfanga la vida colectiva.


“En las consultas notamos un aumento de la sensibilidad hacia estos temas, sobre todo en personas con tendencia a la rigidez cognitiva, que tienen un pensamiento rígido y se enfrentan a un contexto de incertidumbre”, explica la psicóloga clínica Patricia Fernández, colaboradora del estudio de LLYC. Después del encadenamiento de las crisis con pandemias y guerras, muchas personas buscan respuestas en un pensamiento en blanco y negro provocado por sensaciones de miedo e inseguridad. “Así se identifican con el pensamiento extremo, necesitan ser parte del grupo para pensar menos”, dice la psicóloga.


En esos estados de polarización, poco importa que nos ofrezcan razones o datos. Si cambiar de opinión en una discusión es algo muy infrecuente, ahora moderar la postura o mostrar un rastro de empatía también se está convirtiendo en una rareza. “Estamos tan encerrados en nuestras identidades políticas que no hay prácticamente ningún candidato, información o situación que pueda llevarnos a cambiar de opinión. Somos capaces de justificar casi cualquier cosa o a cualquier persona siempre que esté en nuestro bando, y el resultado es una política desprovista de barreras de protección, normas, persuasión o rendición de cuentas”, escribe el periodista Ezra Klein en Por qué estamos polarizados (Capitán Swing).

El informe de LLYC destaca algunos momentos de la vida pública de los diferentes países con especial poder polarizante (o al contrario). Por ejemplo, en Estados Unidos, la revocación de la protección constitucional del aborto generó gran polarización, al contrario que, curiosamente, el asesinato del ciudadano negro George Floyd a manos de la policía de Minneapolis, que aumentó notoriamente el volumen de conversación, pero que también favoreció el consenso. Brasil es el país más polarizado según el informe, donde destacan temas como el aborto, el racismo o la libertad de expresión. En México la polarización ideológica es la más baja comparada con los otros países analizados y el feminismo no resulta especialmente controvertido en comparación con los derechos humanos o la libertad de expresión. El asunto que más polariza a nivel global es el aborto.


La lógica de la polarización


El atrincheramiento social sucede en un bucle que simula la adicción: “La lógica de la polarización es la siguiente: para apelar a un público más polarizado, las instituciones y los actores políticos se comportan de una manera más polarizada. A medida que las instituciones y actores se polarizan más, polarizan más al público”, y así en adelante, según explica Klein. Es una táctica de la que sacan rédito partidos como el ultraderechista Vox, que ha degradado las formas de hacer política en el Congreso de los Diputados y fuera de él. Recientemente, Víctor Sánchez del Real, un diputado de ese partido, ofrecía el pecho y la nuca desde la tribuna a sus adversarios políticos. “Esto no es para tibios”, declaraba otro diputado de Vox, Onofre Miralles. En el estudio American Affective Polarization in Comparative Perspective (Cambridge University Press), de Gidron, Adams y Horne, España aparece destacado como el país más polarizado (aunque no es así en otros, como el realizado por LLYC).


Estados Unidos no suele aparecer como el país más polarizado, pero sí como aquel en el que más rápido se ha extendido el fenómeno en los últimos años (sobre todo durante las presidencias de Obama y Trump), según relata Klein, partiendo de dos partidos, el Demócrata y el Republicano, que eran plataformas políticas diversas y con diferentes corrientes y sensibilidades, y se han convertido en organizaciones homogéneas y enfrentadas, tanto en sus élites en lo político como es sus bases en lo social y hasta en lo cotidiano (estilos de vida, vehícu­lo, forma de vestir, café). De hecho, el 43% de los ciudadanos estadounidenses ven posible una guerra civil en el próximo decenio, según un sondeo de YouGov y The Economist. En España se acrecentó la polarización con el llamado fin del bipartidismo y la aparición de opciones políticas como Podemos y Vox, aunque ya mucho antes, en pleno bipartidismo, se hablaba de “crispación política”.


“Pero las consecuencias no son las mismas. Vox va acompañado de actitudes antiliberales y de intolerancia, y Podemos no nació para cuestionar la democracia, sino para profundizarla, según los ven sus identificados”, como recuerda el catedrático Mariano Torcal. En España ahora la polarización, más que en torno a partidos, ocurre en torno a bloques ideológicos, izquierda y derecha, que engloban a diferentes partidos. En sectores de la izquierda se aprecia, por ejemplo, en algunas oleadas de cancelaciones (en redes) a quienes piensan de otro modo. “En última instancia, la polarización política no es sino la forma más reciente adoptada por el conflicto social y su traslación a la competición política”, escribe Luis Miller, investigador del CSIC, en el prólogo al libro de Klein.


¿Qué polariza?

“Si observamos de cerca la dinámica de la polarización, podemos ver que solo sobrevive si las personas están listas para suministrar combustible”, dice el filósofo neerlandés Bart Brandsma, autor de libro Polarización. Una mirada a la dinámica del pensamiento nosotros versus ellos (ICIP). Por combustible se refiere a la afluencia constante de declaraciones, memes, chistes, exabruptos, frases ingeniosas. “La dinámica de la polarización es tan antigua como la humanidad, pero el acelerador de combustible es nuevo”, añade.


Antes de la Segunda Guerra Mundial la novedosa radio ayudó a dividir a la población eficazmente, pero hace no mucho un activista necesitaba hacer panfletos (a veces de forma clandestina), convocar manifestaciones, dar sermones por las esquinas. Hoy todo ese combustible prende con facilidad en la hoguera de las redes sociales. “Las redes sociales”, explica Mariano Sigman, “son el territorio ideal para los contenidos polarizantes, porque interaccionan bien con lo adictivo: hay velocidad, una concatenación rápida entre causas y consecuencias, se exacerba el ciclo de recompensa”. Con las redes, opina el neurocientífico, estamos llevando a cabo un experimento humano a una escala sin precedentes: “Todavía no conocemos todas las consecuencias”.


Una de las que ya conocemos es esta polarización, como se hace evidente al echar un vistazo a Twitter, pero no solo las redes colaboran al fenómeno. “Es equivocado entender la polarización como un producto únicamente asociado con tendencias de la comunicación digital”, escribe el sociólogo Silvio Waisbord, de la Universidad George Washington. También es fundamental el tirón de los populismos o, en países como España, la fragmentación del arco parlamentario y la erosión de las opciones moderadas antes mayoritarias, así como el papel de los medios de comunicación, más allá de Twitter, o la degradación de los niveles educativos.


Además, “la polarización como estrategia política y mediática rinde frutos”, señala Waisbord, por eso no es raro que partidos, medios o individuos la fomenten: trae votos, publicidad, followers. La polarización, como dice el estudio de LLYC, engancha. Y eso hace que cada vez sea más difícil llegar a acuerdos parlamentarios y que los partidos estén cada vez más atrincherados en reductos ideológicos cada vez más pequeños. Es decir, cada vez resulta más difícil hacer política. Con todo, la fuente última de polarización es, según señalan los expertos consultados en este reportaje, la desigualdad —que crece desde el comienzo del modelo de globalización neoliberal y que es empujada por las diferentes crisis— y el subsiguiente malestar social que genera.


“Necesitamos un liderazgo que no esté tratando de ‘gestionar los polos”, dice Brandsma, “que sea capaz de expresar las necesidades, los anhelos y los dilemas del medio silencioso, como yo lo llamo”. Para que los líderes se dirijan a ese vasto colectivo de personas moderadas, pero con poca exposición pública, porque lo que más se escucha es lo adictivo polarizante, Brandsma concluye invocando a una capacidad algo olvidada: “Eso que llamamos escuchar. Es el trabajo de los líderes escuchar, promover el diálogo más allá del enfrentamiento, hablar de dilemas más que de soluciones y hacer a ese gran grupo moderado visible”.


Follar sin mirar

Insatisfacción en la era del sexo exprés

Dice Helen Fisher que los mileniales son “los nuevos victorianos” de la austeridad sexual. Esta antropóloga, la científica más citada del mundo en materia de biología y química del amor, ha entrevistado durante más de una década a decenas de miles de solteros —5.000 por año— para el proyecto Singles in America, el mayor estudio global sobre las personas sin pareja. Año tras año, Fisher ha visto cómo el sexo iba saliendo del top cinco de prioridades de los más jóvenes, de donde también ha sido expulsado el atractivo físico de la pareja.

Los índices de actividad sexual han caído a su nivel más bajo desde hace 30 años. Y lo han hecho arrastrados por el desinterés de los adultos jóvenes, según reflejan cifras del Pew Research Center de 2020. El laboratorio de ideas estadounidense apunta además que casi la mitad de los adultos de EE UU —la mayoría, mujeres—sostiene que salir con alguien se ha vuelto “mucho más difícil” en los últimos 10 años y que la mitad de los adultos solteros decidió dejar de buscar una relación o, simplemente, renunció a salir con otras personas. La recesión sexual de la que ya se empezó a hablar en 2018 en círculos académicos estadounidenses impacta sobre todo en las relaciones heterosexuales.

Los datos habían hablado antes. En 2016 la revista Archives of Sexual Behavior publicó un estudio que mostraba que si en 1990 los estadounidenses practicaban sexo 61 veces al año, en 2010 la frecuencia había caído a 52. El fenómeno no es exclusivo de Estados Unidos. En 2019, investigadores de la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres concluyeron, después de analizar datos de 34.000 personas, que los británicos estaban teniendo menos sexo que en cualquier momento de los 20 años anteriores. Similar descenso se ha observado en Australia y Turquía. Según estos números, no importa si uno tiene 18, 28 o 48 años, las estadísticas afirman que en todos esos casos se está practicando menos sexo que el que practicaban los que tenían esa edad en los años noventa.

España no es distinta. Si ponemos el foco en los más jóvenes, en la generación Z (nacidos entre mediados de los noventa y mediados de los dos mil), nos encontramos con que el 32,4% de los que respondieron en 2019 a la Encuesta nacional sobre sexualidad y anticoncepción, de la Sociedad Española de Contracepción, que entrevista a personas de entre 16 y 25 años, no había mantenido relaciones sexuales durante “los últimos meses”. Además, según un estudio de Sigma Dos para el Instituto de la Mujer, en el que se entrevistó a 1.500 mujeres de entre 18 y 25 años, el 57,7% dijo haber mantenido relaciones sexuales “sin ganas”, “por complacer” o “como sacrificio”. Algunas entrevistadas usaron el término “orgasmo por compromiso”. La fotografía corresponde a 2022.

La paradoja es que nunca había sido tan fácil tener sexo. Gracias a aplicaciones como Tinder —la más popular, pero no la única— existe la posibilidad, al menos teórica, de acceder a un volumen infinito de contactos sexuales, rápidos, geolocalizados y convenientes. La pornografía es moneda corriente —en España los hombres empiezan a consumirla a los 14 años y las mujeres a los 16, según el estudio Nueva pornografía y cambios en las relaciones interpersonales, de la Universidad de las Islas Baleares (2019)—, pero al mismo tiempo, y según los expertos consultados, estamos más aburridos que nunca, con más sexo mecánico que buenos amantes.


La cultura del sexo exprés

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Hace algo más de una década, los expertos empezaron a avistar los primeros signos de hastío en los campus universitarios, donde ya era habitual la práctica del sexo exprés, el llamado casual sex en el mundo anglosajón, el encontronazo casi instantáneo, sin consecuencias y apenas recorrido. El hookup —vocablo anglosajón cercano a nuestro “rollo de una noche”— ya era la norma y no la excepción. En la cultura del hookup todo discurre. La ligereza es la aspiración definitiva. Un contacto se considera exitoso si nadie sale con expectativas, y si ambas partes ejecutan con gracia y soltura los rituales del desapego: no preguntar si habrá una próxima vez, huir sin disimular y coger la puerta demostrando autonomía y poder.


La académica y escritora Donna Frei­tas entrevistó a miles de estudiantes en varias universidades de Estados Unidos para su libro The End of Sex: How Hookup Culture Is Leaving a Generation Unhappy, Sexually, Unfulfilled and Confused about Intimacy (el final del sexo: cómo la cultura del hookup está dejando a una generación infeliz, insatisfecha y confundida sobre su intimidad). Freitas consiguió superar su propia confusión y definir el hookup según tres criterios: uno, involucra alguna forma de intimidad sexual; dos, es breve, puede durar minutos o unas pocas horas; tres, y el más significativo para Freitas, el contacto aspira a ser puramente físico, para conseguirlo ambas partes intentan cortar cualquier comunicación que pueda desencadenar un vínculo emocional. En el libro, Freitas describe cientos de encuentros sexuales entre estudiantes totalmente borrachos. Para la académica, la peor consecuencia de estas prácticas es el aburrimiento. “Genera un sexo insignificante que nadie recuerda, un sexo sin deseo que a nadie le importa. Sexo porque todo el mundo hace lo mismo y sexo solo porque toca”, escribe.


“Es una transacción de servicios”, precisa la socióloga francoisraelí Eva Illouz. Para Illouz, autora a su vez de El fin del amor (Katz, 2021), la cultura del sexo exprés tiene una arista más peligrosa: todos los rituales que servían para interpretar las relaciones han saltado por los aires. “El sexo casual es un guion de la no relación”, escribe. Las conexiones se desarrollan en un marco tan incierto que dejan a todas las partes desconcertadas.


Los rollos de una noche no se inventaron en 2008, por supuesto, pero de repente la tecnología propició un aumento exponencial de su volumen y consolidó la creencia de que siempre habría otra opción, si no mejor, al menos nueva, con el siguiente swipe a la derecha (el gesto de deslizar fotos de posibles ligues en el teléfono). Este “atracón”, según las palabras de la antropóloga Helen Fisher, nos impide concentrarnos y está en el origen del tedio. “El cerebro humano”, explica, “solo es capaz de elegir bien si tiene entre cinco y nueve opciones. A partir de ahí se pierde y empieza a cometer errores”. Con las aplicaciones las opciones se disparan, se presupone que los errores también.


La ‘gamificación’ de las relaciones

Las aplicaciones de citas como Tinder han gamificado las interacciones personales: dar swipe a diestra y siniestra es parte del ocio moderno, muchas veces ni siquiera se pretende quedar con alguien. Y todo sería más divertido si en el mundo analógico se siguiera buscando pareja, pero hay al menos una generación, y más entre los más jóvenes, que considera “raro” ligar fuera del entorno digital. De tal manera han interiorizado que los ligues se preacuerdan vía online, que la mera existencia de las aplicaciones convierte en inapropiado abordar a alguien que te gusta en el mundo físico. Una de las expertas entrevistadas para este reportaje contó la historia de dos chicos que se conocieron en el colegio, se gustaron, pero no fueron capaces de decirse nada hasta que coincidieron en una app. Solo allí se sintieron cómodos para concertar una cita en el bar donde habían coincidido a diario durante los últimos seis meses.


Si en algún punto parecen encontrarse la cultura del hookup, la pornografía y el desinterés por el sexo es en unas prácticas abundantes en volumen, pero burdas y mecánicas. Eva Illouz señala que el sexo casual “debilita las reglas de la reciprocidad” y despoja al compañero de cama de su singularidad, así podrá ser rápidamente descartado y sustituido. Las posibilidades de repetir son tan inciertas que nadie se ocupa demasiado del otro. Es un encuentro unilateral.


Una de las conclusiones del estudio American Hookup: The New Culture of Sex on Campus (Hookup en Estados Unidos: La nueva cultura del sexo en las universidades), de la académica Lisa Wade, es que los hombres son los grandes beneficiados del sexo exprés. “El hookup está diseñado para el orgasmo masculino”, constata Wade. “Todo el contexto de las relaciones neoliberales, marcado por el volumen y la falta de compromiso, favorece a los hombres, les gratifica más”, opina la sexóloga Adriana Royo, autora de Falos y falacias (Arpa Editores). Sin embargo, en su consulta “casi el 100% de los pacientes” se queja de “no sentirse amado o amada”. “Digan lo que digan, buscan algo más: quieren sexo y luego hacer la cucharita. Es muy difícil desligar lo físico de lo emocional”, añade. Helen Fisher apoya esa tesis: “El sexo ocasional nunca es ocasional…, siempre queda algo. Nuestro cerebro busca el vínculo hace 3.000 millones de años y eso la tecnología no lo ha cambiado”.


La sexóloga Ana Sierra cree que el hookup hace muy evidente la brecha orgásmica entre hombres y mujeres heterosexuales: “Tras varios encuentros sexuales rápidos, muchas de ellas suelen creer que son anorgásmicas. Tenemos cuerpos y tiempos distintos, no es cierto que tardemos más en alcanzar el orgasmo, pero los protocolos tradicionales para conseguirlo, léase la penetración, no funcionan para la mayoría de las mujeres”. Sierra llama al hookup “aquí te pillo, aquí te mancillo”. “Las mujeres son menos protagonistas en esta cultura, es normal que sientan más frustración que ellos, que, dicho sea de paso, también salen perdiendo porque se los castra con esos formatos machistas. Ellos también se enamoran, pero su educación a veces no les permite mostrarse vulnerables”, razona.



Nadie quiere parecer débil. Ellas también se esfuerzan para ocultar su vulnerabilidad. “Si el sexo casual ha devenido una impronta de la política feminista”, dice Illouz en su libro, “es porque remeda el poder masculino a través del desapego emocional y la ausencia de expectativas que brindan sensación de poder y autonomía”. El empoderamiento por mandato social puede ser visto por algunas mujeres como una nueva esclavitud. “Las veo en mi consulta, temerosas de construir una relación y mostrarse vulnerables. Es una libertad opresiva. Sometidas todo el tiempo a estar empoderadas”, reflexiona Royo.


En otros tiempos el sexo se aprendía. Los adolescentes se entrenaban entre sí, crecían juntos personal y sexualmente. Pero en los encuentros esporádicos, suele haber poco tiempo para la pedagogía y es fácil que acabe siendo sexo de mala calidad. A ello se suma que algunos vienen de casa con sus referencias bien puestas tras muchas horas de porno. “Tengo chicos en mi consulta frustrados porque no tienen las erecciones espectaculares que ven en la pornografía. Es una primera referencia sexual que no ayuda porque no es realista”, comenta una psicoterapeuta de Madrid que prefiere no identificarse. Javier Sogue, estudiante de Medicina de 22 años, no niega la mayor, pero se defiende: “Ellas también imitan a las actrices porno”.


Modelar el desempeño sexual a través de lo que se ve en una pantalla puede conducir al spectatoring, un término anglosajón que describe la hiperatención a cómo uno mismo luce y suena durante el acto sexual, convertido en espectador de su propio coito. Una conducta que desde los años cincuenta se asocia a la disfunción sexual. Adriana Royo describe así una semana de vida sexual de una de sus pacientes de 29 años: “De cinco, uno. A tres no se les levantaba y el cuarto se quedó dormido”. “Ellas y ellos ven demasiado porno. Esperan tener unos orgasmos sonadísimos solo con la penetración y eso no va a suceder, falta educación sexual”, dice Royo.


Hacia el heteropesimismo


El desconcierto afecta sobre todo a los heterosexuales. En este caldo de cultivo ha nacido un nuevo término en el mundo académico: el heteropesimismo. Fue acuñado en 2019 por Asa Seresin, estudiante de doctorado de la Universidad de Pensilvania, para definir la frustración heterosexual ante los reiterados fracasos y malas experiencias. Heteropesimistas son los que piensan, y de vez en cuando formulan en voz alta, que su vida sería mejor si tuvieran otra orientación sexual. Ese mismo año el término entró en el Urban Dictionary como “la actitud negativa o de vergüenza hacia la propia heterosexualidad”.


Quejarse por la mala fortuna de ser heterosexual no es que sea un pesar nuevo. En su libro Reinventar el amor (Paidós, 2022), la ensayista y periodista Mona Chollet cita un artículo de Emmanuèle de Lesseps publicado en 1980 en la revista Questions Féministes: “Hace unos días conversaba con una feminista, y le pregunté si se definía como heterosexual. ¡Por desgracia, sí!, me contestó”. Para los expertos, la especificidad del heteropesimismo del siglo XXI es que la queja no aspira a ser resuelta, se mueve en una zona gris entre el meme y el activismo, y persiste a pesar de los cambios sociales y las olas feministas.


Seresin considera que se trata de un fenómeno de “sentimientos y emociones” intensificado con la crítica feminista al patriarcado, la crítica queer a la heterosexualidad y con los factores económicos que dificultan el acceso a la propiedad, al matrimonio y a tener hijos —que hacen menos atractivo el modelo de familia nuclear—.


Justamente otra académica de la Universidad de California, Jane Ward, ha creado el término seudoheterosexuales para definir a los hombres hetero que utilizan a las mujeres para impresionar a otros hombres, o a los que solo buscan “gratificación narcisista”. Lo hace en el libro The Tragedy of Heterosexuality (la tragedia de la heterosexualidad, 2020), desde donde no propone destruir la heterosexualidad, sino actualizarla. Ward, profesora de Estudios de Sexualidad y Género, reclama una “heterosexualidad profunda”: actualizar la heterosexualidad para liberarla de las estructuras patriarcales y así vivir su orientación sexual con todo su potencial, aprendiendo el funcionamiento del cuerpo y la sexualidad de las mujeres, disfrutando de mujeres más diversas y no solo de las que encajan en el canon normativo e interesándose realmente por los logros y las aspiraciones vitales y profesionales de sus parejas.


¿Qué buscan ahora los que aún buscan algo?, se pregunta en estos días Helen ­Fisher en sus trabajos académicos. Según sus encuestas, seguridad financiera y madurez emocional. En sus pesquisas solo el 11% de los solteros no estaba interesado en una relación duradera. “La estabilidad es el nuevo sexo”, constata la antropóloga. God save the Queen!