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Sé feliz sin mirar.

 

No dejes que te obliguen a ser perfecta


Una de las funciones más importantes de la autocompasión tierna es la autoaceptación radical. Cuando aprendemos a estar con nuestro yo imperfecto de un modo compasivo, dejamos de juzgarnos y criticarnos por no ser suficientemente buenas. Abandonamos la continua lucha por ser una persona distinta, por ser perfectas, y nos aceptamos con todos nuestros defectos y rarezas. Este enfoque es radicalmente distinto al que trata de estimular la autoestima.

La autoestima es una evaluación de la valía personal. Es la valoración de que somos buenas, no malas. La mayoría de nosotras hemos aprendido que para sentirnos bien con nosotras mismas debemos sentirnos especiales y por encima de la media. La mediocridad no es deseable, cosa que supone un problema porque resulta imposible, por lógica, que todos seamos especiales y por encima de la media al mismo tiempo. También significa que nos comparamos continuamente con los demás: “¿Tiene más amigos en Facebook que yo?”, “¿Es más guapa que yo?”, “¿Es cierto que Brené Brown protagoniza su propio especial en Netflix?”. Esa comparación constante nos lleva a sentirnos competitivas con los demás (por tanto, a alejarnos). Ese comportamiento no solo reduce los sentimientos de conexión: además, puede llevarnos a mostrar una conducta realmente desagradable, desde el acoso físico (“si me meto con el rarito, pareceré más guay”) hasta la agresividad en las relaciones (“si difundo rumores sobre la nueva del trabajo, no caerá tan bien como yo”). La comparación social también puede despertar prejuicios. Las raíces del prejuicio son complejas y tienen mucho que ver con la conservación del poder y los recursos. No obstante, un factor fundamental del prejuicio es que cuando me digo que mi grupo étnico, religioso, nacional, racial (añade lo que quieras) es superior al tuyo, estoy impulsando mi estatus relativo.


Otro problema de la autoestima es que nos lleva a juzgar nuestra valía personal en función de si satisfacemos o no los estándares que nos autoimponemos: ¿he perdido el peso que me había propuesto?, ¿he alcanzado mis objetivos de ventas?, ¿he utilizado mi tiempo libre de manera productiva? Nuestro sentido del valor depende de si conseguimos nuestros objetivos. Los tres campos más comunes en los que las mujeres depositamos nuestra autoestima son la aprobación social, el atractivo percibido y el desempeño eficaz en las áreas de la vida que nos importan (estudios, trabajo, maternidad, etcétera). Por eso nos preguntamos constantemente: “¿He hecho un buen trabajo”, “¿Caigo bien a la gente”, “¿Estoy guapa?”. Nos sentimos positivas cuando la respuesta es afirmativa, pero en esos días en los que nuestro pelo no colabora y está horrible, y la respuesta es negativa, nos sentimos menos valiosas.


Dado que nuestro sentimiento de valía personal cambia en función de si cumplimos con las expectativas, nuestras o de los demás, puede ser muy variable. La autoestima es inestable porque solo está ahí en los buenos momentos. ¿Qué ocurre cuando nos rechazan para un puesto de trabajo, o nos deja nuestra pareja, o no nos gusta lo que vemos cuando nos miramos en el espejo? Nos vemos despojadas de nuestra fuente de valía personal, y la depresión o la ansiedad podrían ser la consecuencia.


Además, la búsqueda de una autoestima alta nunca acaba; es como una cinta de correr de la que parece que no podemos bajarnos. Siempre hay alguien que lo hace mejor que nosotras (si no ahora, pronto). Y el hecho de que seamos criaturas imperfectas significa que no estaremos a la altura de nuestros estándares una y otra vez. Nunca seremos suficientemente buenas o tendremos suficiente éxito.


La autocompasión tierna evita la trampa de la autoestima porque nos enseña a aceptarnos incondicionalmente. No tenemos que ganarnos el derecho a la autocompasión. Somos compasivas con nosotras mismas simplemente porque somos seres humanos imperfectos y merecemos atención, sin más. No es necesario que tengamos éxito o que seamos especiales y estemos por encima de la media. Solo tenemos que acoger con cariño la confusa obra en progresión y en apuros que somos.


La autocompasión acudió en mi ayuda hace poco, cuando mi autoestima amenazó con abandonarme. El verano pasado, a un mes de una importante conferencia sobre autocompasión ante un público muy numeroso, me salió lo que parecía un grano en la punta de la nariz. “Qué raro —pensé—. Hacía años que no me salía un grano. Deben de ser los cambios hormonales de la menopausia”. Pero el grano no se iba. Era cada vez más grande y más brillante (no como Rodolfo, el Reno, pero casi). Finalmente fui al dermatólogo y resultó ser un melanoma. Nada grave, gracias a Dios, pero había que extirparlo de inmediato (el día antes de tomar el avión rumbo a mi gran conferencia). Así que me presenté ante el público con un gran vendaje blanco en medio de la cara. No era precisamente el mejor aspecto que podía ofrecer. Sin embargo, en lugar de preocuparme por el atractivo físico o de temer que el público me juzgase, me dediqué compasión por el mal trago. Eso me permitió adoptar un enfoque más desenfadado de la situación, e incluso solté una broma: “Seguro que han visto la venda que llevo en la nariz. Cuando pasas de los cincuenta, empiezan a crecerte cosas raras en el cuerpo y hay que quitarlas. ¡Qué le vamos a hacer!”.


Realicé un estudio con Roos Vonk en la Universidad de Nijmegen, Países Bajos, en el que comparamos directamente el impacto de la autoestima y la autocompasión en los sentimientos de valía personal. Examinamos los datos de 2.187 participantes (un 74% de ellos, mujeres de edades comprendidas entre los 18 y los 83 años) que respondieron a anuncios en periódicos y revistas. Durante un periodo de ocho meses, los participantes fueron respondiendo a diferentes cuestionarios. Descubrimos que, en comparación con la autoestima, la autocompasión se asociaba menos con la comparación social y dependía menos de la aprobación social, del atractivo percibido y del desempeño eficaz. Por tanto, el sentimiento de valía personal obtenido a través de la autocompasión resulta más estable en el tiempo. Medimos los sentimientos individuales de valía personal un total de doce veces a lo largo de los ocho meses y descubrimos que era la autocompasión, no la autoestima, la que predecía la estabilidad del sentimiento de valía personal en los participantes.


Los objetivos de la autoestima y la autocompasión son polos opuestos. Una trata sobre hacerlo bien; la otra, de abrir el corazón. Esta segunda opción nos permite ser plenamente humanas. Dejamos de intentar ser perfectas o de llevar una vida ideal, y nos centramos en cuidarnos en todas las situaciones. Puede que no cumpla con un plazo, que diga alguna estupidez o que tome una decisión desacertada, y mi autoestima habrá sufrido un gran golpe, pero si soy amable y comprensiva conmigo misma en esos momentos, tendré éxito. Cuando somos capaces de aceptarnos como somos, dedicándonos apoyo y amor, conseguimos nuestro objetivo. Es algo con lo que podemos contar siempre, pase lo que pase.


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