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Notre Dame de las ruinas (Paul B. Preciado): vs La inutilidad mas necesaria (Rosa Montero)

Dos opiniones  sobre un mismo hecho.

Notre Dame de las ruinas.

“Es una nave espacial. Una tecnología astronómica diseñada para medir el poder de la luz y de la sombra. Una máquina arquitectónica hecha para volar y llevar nuestras almas y nuestros sueños más allá de la Tierra”, me había dicho un día el artista Alejandro Jodorowsky hablando ensimismado sobre Notre Dame. Mirando la catedral desde atrás, Jodorowsky había comparado los contrafuertes a los brazos de una lanzadera que debían abrirse un día para dejar que la nave se alzara hacia el cielo. Entonces me había costado entender su teoría. Pero, de repente, estábamos allí, junto a otros cientos de personas posadas boquiabiertas sobre el puente de l’Archevêque, como si la isla de Saint Louis se hubiera convertido en cabo Cañaveral, viendo como la nave Notre Dame se alzaba utilizando sus propias vigas de madera como motor de combustión y como la flecha se desmaterializaba para transformarse en un tubo de propulsión a través del que eran lanzados a la atmósfera exterior los últimos vestigios del alma humana. Poco después del lanzamiento, la flecha se vino abajo como un Challenger que hubiera caído otra vez sobre la tierra tan solo 73 segundos después del despegue.

Rápidamente, sobre todas las pantallas, se sucedieron 1.001 imágenes diferentes, como si la catedral estuviera mutando bajo el efecto de la fusión del plomo y la madera. Las dos torres de Notre Dame se metamorfosearon en versiones medievales de las torres gemelas y la catedral misma fue vista como un nuevo World Trade Center mariano. Se dijo que era la civilización europea la que estaba siendo devorada por el fuego. La cruzada había alcanzado el corazón del reino. Las masas cristianas se arrodillaban en las calles parisinas mirando la radiación roja creciendo frente ellos como una transfiguración del cuerpo de la Virgen. La madre de Cristo ardía como habían ardido los arbustos frente a Moisés en el desierto para devolver a Europa la fe perdida. Los beatos tuiteaban con una mano y con la otra rezaban el rosario. Facebook explotaba de likes.




La chispa que encendió el fuego, dijeron, venía de mayo del 68. Algunos se arrodillaban y cantaban: "Con flores a María, con flores a porfía". Otros dijeron, al contrario, que el fuego era el castigo divino que caía sobre la Iglesia por haber encubierto cientos de miles de agresiones sexuales durante años. Se dijo que Satanás mismo en forma de llama estaba follándose a la madre Iglesia y que a ésta le estaba gustando. Se dijo que era la Virgen misma, caliente como una mecha y harta de ser violada por la Iglesia, la que ardía de deseo de acabar con sus opresores. Otros vieron en la caída de la flecha un signo de crítica al falocentrismo eclesiástico. Afirmaron que la flecha era un dildo ardiendo clavándose en el mismísimo ano de la Iglesia. Hubo incluso quien vio a la Virgen en llamas y a los bomberos eyaculando sobre su cuerpo. Los beatos se persignaban y se hacían selfies con la catedral de fondo. Algunos, al fotografiar la imagen de la catedral ardiendo, vieron en ella un resplandor denso idéntico al de un agujero negro. Otros dijeron que era el ojo de Sauron. Los más utópicos afirmaron que Notre Dame había querido vestirse frente al mundo con un chaleco amarillo incandescente.
No se había apagado todavía el fuego que, en medio de una lluvia ardiente de tuits, aparecieron los poderes eclesiásticos y políticos para comentar la parrillada en directo. El arzobispo de París afirmó que la que se quemaba era la casa de todos. No sabíamos que era la casa de todos, visto que hay cada noche miles de vagabundos que duermen en la calle y que los refugiados son expulsados constantemente de la ciudad. Pensábamos que era la casa del Opus Dei y del turismo. Los representantes políticos coincidieron en afirmar que la catedral era el lugar más visitado de París. La joya de la industria turística parisina estaba siendo transformada en escoria. Y entonces, como en una escena de ópera con decorado a escala real, surgió la figura del jefe del Estado, ahora ya descargado de la preocupación de hablar de los pequeños resultados del Gran Debate. Es una pena que el presidente no sepa cantar también como lo hacen los devotos puesto que sus palabras parecieron un himno nacional-católico. Allí, delante mismo de una catedral envuelta todavía en llamas, afirmó, lo oímos todos: "la reconstruiremos". El fuego era aún tan intenso sobre su cabeza que podrían hacérsele quemado algunos pelos. Antes de que se hubiera apagado el fuego, el jefe del Estado ya había decretado la reconstrucción, anunciado un llamamiento nacional a la donación y una exención de impuestos para los ricos donadores.
La quema y reconstrucción de Notre Dame era la mejor de las medidas políticas jamás anunciadas por el joven rey. Su primera medida verdaderamente convergente y nacional. No tardaron en afluir los euros como esclavos de Cristo y soldados patrióticos a rehacer el cuerpo de la madre: no habían apagado todavía el último fuego cuando las arcas del estado ya contaban casi 850 millones de euros. Una sola de estas donaciones hubiera bastado para construir un techo seguro para los vagabundos de París o para erigir una ciudad en la Jungla de Calais para acoger a los refugiados. Una sola de estas donaciones serviría para parar la masacre del Mediterráneo o acabar con la sangría de las clases trabajadoras. Pero no, es mejor, afirma el presidente, reconstruir Notre Dame, si es posible en 5 años, como los juegos olímpicos, y que no lo hagan los artesanos locales, que se haga un llamamiento internacional, que vengan las corporaciones arquitectónicas y que hagan con los euros una brillante pira financiera.

Al día siguiente, la catedral, aún humeante, amanecía más bella que nunca. La nave abierta y repleta de cenizas constituía un monumento iconoclasta a la historia cultural de Occidente. Una obra de arte no es obra de arte si no puede ser destruida y, por tanto, añorada, imaginada, fantaseada. Si no puede existir en la memoria y en el deseo colectivos. ¿Acaso aquellos que hablan de reconstrucción antes de apagar el fuego no pueden esperar ni un segundo a hacer el duelo? Destructores del planeta y aniquiladores de la vida, construimos sobre nuestras propias ruinas ecológicas. Por eso nos da miedo mirar Notre Dame en ruinas. Es preciso, contra el frente restaurador crear un frente para defender Notre Dame de las Ruinas.
No reconstruyamos Notre Dame. Honremos el bosque quemado y la piedra oscura. Hagamos de sus ruinas un monumento punk, el último de un mundo que acaba y el primero de otro mundo que comienza.
Notre Dame de los ricos, ruega por nosotros. Notre Dame de la violación, ruega por nosotros. Notre Dame del Antropoceno, ruega por nosotros. Notre Dame del capitalismo, ruega por nosotros. Notre Dame del patriarcado, ruega por nosotros. Notre Dame del turismo, ruega por nosotros. Notre Dame de la evasión fiscal, ruega por nosotros. Notre Dame de la corrupción política, ruega por nosotros. Notre Dame de la extinción ecológica, ruega por nosotros…
Paul B. Preciado es escritor. 
Publicado el 22 de abril de 2019 en El País.

VS

La inutilidad más necesaria.


Por una des esas curiosas coincidencias, mientras ardía Notre Dame yo estaba leyendo un libro sobre otro incendio devorador de bienes culturales: La biblioteca en llamas de Susan Orlean, un interesante texto que cuenta cómo un pirómano prendió fuego a la Biblioteca Central de Los Ángeles (EE UU) en abril de 1986. Cuatrocientos mil libros se carbonizaron, y setecientos mil más quedaron gravemente dañados por el humo y el agua. También desaparecieron todos los manuscritos sin encuadernar del departamento de Ciencias y cinco millones y medio de patentes registradas desde 1799, con dibujos y descripciones. La hoguera arrancó un bocado del patrimonio común y se llevó para siempre un pedacito de lo que somos. Porque el arte y el conocimiento nos pertenecen a todos.
Hubiera podido ser mucho peor. Podría haberse colapsado el edificio entero. Se temió lo mismo en Notre Dame y, si no sucedió, fue, en ambos casos, gracias a la heroicidad de los bomberos. En la biblioteca se metieron en los almacenes, verdaderas chimeneas de hormigón, y consiguieron así detener la catástrofe, aunque cincuenta bomberos resultaron heridos por el fuego o el humo. En Notre Dame, por fortuna, sólo hubo tres heridos leves. Pero diez hombres subieron a las torres, asumiendo un riesgo consentido, mientras el monstruo del fuego aullaba y siseaba. Ellos salvaron la fachada.
Interior de la Catedral de León

Pienso ahora en esas personas que, en Los Ángeles y en París, aceptaron la aterradora posibilidad de achicharrarse vivos, y me fascina que hicieran tal proeza no para rescatar a sus hijos, a sus conciudadanos, a personas chillando de dolor y miedo, sino para proteger un puñado de libros viejos y unas cuantas piedras medievales. Durante la ocupación de París por los nazis, las mejores piezas del Louvre fueron escondidas para evitar el expolio. Un conservador del museo se llevó La Gioconda a su casa, y allí la mantuvo oculta con evidente riesgo de su vida. Mientras a su alrededor el mundo se colapsaba y morían millones de personas, ese hombre dedicó su existencia a proteger una tabla vetusta manchada con pigmentos arcaicos. Y, sin embargo, le entendemos bien, y su compromiso nos emociona.
Emoción, esa es la palabra. Cuánto dolor produjo en casi todo el mundo la devastación de Notre Dame. Como si nos hubieran dañado algo nuestro. Algo esencial que nos permite vivir. Siempre me ha conmovido la necesidad que el ser humano tiene de la belleza. Hace ocho mil años, los trogloditas ya decoraban minuciosamente sus humildes cerámicas; en el Polo Norte gélido, los inuit han vivido en las condiciones más duras del planeta, sin árboles, sin tierra utilizable, sin apenas comida, pero desarrollaron un arte fabuloso tallando los huesos de las focas. Y no hay nadie más estúpido que un explorador inglés del XIX riéndose de los pueblos mal llamados primitivos porque adoraban las baratas cuentas de colores que les daba, sin advertir que ese amor por los preciosos vidrios era la prueba de su valía como humanos. Esa emoción estética es lo mejor que somos. La belleza es la inutilidad más necesaria que existe.
Y es una estética que implica una ética. “A la libertad se llega por la belleza”, decía el poeta romántico Friedrich Schiller, y me parece que le entiendo. Creo firmemente que la fealdad obscena de las zonas marginales favorece la violencia, mientras que lo hermoso nos rescata de nuestras propias miserias, permitiéndonos soñar con ser mejores. Eso le ocurrió a Droctulft, el bárbaro longobardo que, en el siglo VI, descendió sobre Italia junto a sus feroces compañeros arrasándolo todo como un viento de fuego (he aquí otro tipo de incendio). Pero al llegar a Rávena el joven guerrero quedó tan deslumbrado que, volviéndose contra sus amigos, defendió la ciudad hasta morir. Droctulft logró ver que había una realidad mucho más grande que su pequeño mundo de hierro, sangre y barro; murió para salvar Rávena, porque sabía que ese tesoro también le pertenecía a él y a sus camaradas. Cuanto mayor soy, mejor voy entendiendo (como Droctulft) que la belleza es la genuina esencia del ser humano. Ya lo dijo otro romántico, John Keats: “La belleza es verdad y la verdad belleza / Nada más / se sabe en esta tierra / y no más hace falta”.
Publicado el 5 de mayo de 2019 en El País.
Rosa Montero es columnista de El País.

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