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¿Qué significa el fin de la tauromaquia?

 Durante milenios, la lucha del hombre con la naturaleza se representó en el mundo mediterráneo a través de la lucha contra una de sus manifestaciones más vigorosas y temibles: los bisontes primero, los toros después. Distintas formas de tauromaquia, de Creta a España, dejaron sus huellas en el arte y en las costumbres. Esas exhibiciones escenográficas, que evolucionaron con el tiempo, constituían traslaciones teatrales de una batalla real; en ellas, claro, casi siempre ganaba el hombre, invirtiendo así la estadística que se imponía en la intemperie. Para poder subvertir la lógica del mundo (en la que el toro, más fuerte, solía vencer) y al mismo tiempo mantener a la vista esa tensión mortal, se establecieron reglas minuciosas de acercamiento a la bestia: amagos, piruetas, ademanes y trapos que iluminaban de manera simultánea la valentía del hombre y la amenaza del animal. Durante siglos, esta lucha contra el toro ha sido la única ficción teatral en la que la muerte real ha jugado un papel protagonista: la muerte real del toro, por supuesto, pero también la muerte fintada, evocada, evitada, del toreador. Esta combinación de ficciones regladas y peligros ciertos es lo que cautivó a nuestros antepasados, incluidos algunos de los grandes genios de la pintura y la literatura: de Goya a Picasso, de Alberti a Lorca. La tauromaquia ha sido un arte y ha generado mucho arte en sus aledaños.

Ya no lo es. Y no lo es porque los humanos ya no vemos en esa ficción reglada y en esa muerte ceremonial una lucha sino una matanza. ¿Eso se debe a que nos hemos vuelto más civilizados, más sensibles, más compasivos? No lo creo. En el primer cuarto del siglo XXI estamos a punto de superar la tauromaquia, pero no todas las otras maquias cuyas víctimas son otros seres humanos: no hemos superado la guerra ni los genocidios ni la tortura. Entonces, ¿por qué nos despierta tanta compasión el toro? Pensémoslo un momento con un poco de serenidad histórica. Esta ya asentada indiferencia ante el llamado arte taurino, esta nueva sensibilidad ante el sufrimiento animal, ¿no son correlativas a la victoria total del ser humano sobre la naturaleza? ¿No son la consecuencia paradójica de la total dependencia animal respecto de la humanidad? Digamos que no tiene ningún sentido escenificar en una plaza una lucha que ya se ha decidido de manera definitiva en el exterior: eso no ya es un drama; es una farsa. O de otra manera: la ceremonia vacía de una batalla que ya se ha ganado fuera nos resulta por fuerza manierista y nauseabunda en la plaza; produce sobre todo repelús estético y, por concomitancia, disgusto moral.


No es que en las últimas décadas haya cambiado nuestra sensibilidad ética; lo que ha cambiado es nuestro gusto estético, y ello en razón de los cambios registrados en nuestra relación con la naturaleza. En pleno Antropoceno, cuando la IA es capaz de vencer al campeón mundial de ajedrez y de desmigajar Gaza bajo las bombas, ya no tiene ningún sentido artístico luchar contra los toros. Los antiguos veían en la tauromaquia una batalla y no una matanza porque la naturaleza era aún temible; nosotros solo percibimos la matanza porque ya no vemos en el toro una criatura poderosa y amenazadora, sino una mascota. Creo que es mejor que no nos engañemos sobre nosotros mismos. Me temo que la condición histórica de esta nueva y loable sensibilidad frente al toro es —paradójicamente— nuestro dominio completo y destructivo de la naturaleza y la consecuente mascotización de los animales. Nos parece de muy mal gusto matar con ceremonias a un animal que no puede escapar y que podemos apiolar sin aspavientos de oro en un matadero industrial; da mucha pena, además, ver clavar banderillas en una metonimia viva de nuestros peluches.


Me fascinan los toros pintados de Goya y de Picasso; me emocionan algunos pasajes taurinos de José Bergamín; y me parecen bellísimos los poemas tauromáquicos de Lorca. Son arte y seguirán siéndolo cuando ya no se lidien toros en las plazas. Nos seguirán emocionando porque esas imágenes y esas palabras evocan una lucha que hemos trasladado o camuflado, pero no abolido: la lucha de los cuerpos contra la muerte finalmente victoriosa (el momento verdaderamente “real” de una corrida, lo sabemos, no es la banderilla ni el estoque sino la cogida). Odio las corridas y me disgusta el ambiente circundante, y ello por malquerencias estéticas e ideológicas. Y por las razones que acabo de citar me parece una verdadera anomalía cultural la existencia de un Premio Nacional de Tauromaquia; me felicito, por tanto, de su eliminación. Pero me cuesta creer que, tras esta decisión (o cuando la sedicente “fiesta nacional” muera por inanición), España sea un país mejor, los españoles más sensibles que Goya y Lorca y la humanidad menos peligrosa para los humanos. Sencillamente, han cambiado nuestros gustos: somos los vencedores de una lucha milenaria y ahora queremos dedicarnos a otras matanzas sin tantas ceremonias.


Y seguiremos banderilleando, día tras día, la democracia.

SANTIAGO ALBA RICO

Michael J. Sandel: “Me resisto a la tendencia de ver la tecnología como una fuerza autónoma que no podemos controlar”

A finales de 2001, el filósofo político estadounidense Michael J. Sandel (Mineápolis, 1953), catedrático estrella de la Universidad de Harvard, recibió una invitación inesperada. Se le propuso formar parte del recién creado Consejo de Bioética del Presidente. No era un experto en bioética, pero le atrajo la idea de reflexionar sobre la ingeniería genética, la clonación, la investigación con células madre, incipientes campos que planteaban colosales desafíos morales. Sandel siguió desarrollando en sus célebres clases esos temas y, en particular, el de la ética del perfeccionamiento genético. Uno de los asuntos que más le intrigaron y que vertebró, en 2007, el breve ensayo Contra la perfección, que ahora reedita Debate en español (traducido por Ramón Vilà Vernis). En sus poco más de cien páginas, el celebrado profesor despliega su inteligencia y su capacidad divulgadora sobre dilemas éticos aún sin resolver, y deja entrever algunas de las ideas sobre justicia, democracia, comunidad y meritocracia que ha desarrollado en libros como La tiranía del mérito (2020), que han hecho de Sandel un referente del pensamiento político contemporáneo.  


Pregunta. A mucha gente le preocupa la ingeniería genética, pero no es fácil explicar las razones. ¿Cómo resumiría el problema ético que plantea?

Respuesta. Cuando las personas tratan de expresar el origen de su inquietud, la mayoría de las veces señalan cuestiones de equidad. Y es motivo de grave preocupación. ¿Nos acercaremos a un mundo en el que los ricos puedan comprar mejoras genéticas para sí mismos y para sus hijos? O, en el caso de las mejoras genéticas para los atletas, por ejemplo, la preocupación sería que es injusto que algunas personas consuman dopaje genético para mejorar su rendimiento en los Juegos Olímpicos y otros no. Ese es un argumento de equidad, pero no creo que esa sea la principal objeción, ni la razón principal por la que la gente se siente incómoda. Creo que la fuente más profunda del malestar tiene que ver con lo que significa ser humano y enfrentarse a nuestra naturaleza. Tomemos el ejemplo de los padres que intentan mejorar a sus hijos para que sean más altos, inteligentes o fuertes. Es muy tentador, porque los padres quieren hacer todo lo posible para ayudar a sus hijos. La objeción de equidad diría que los padres adinerados podrán mejorar a sus hijos y los padres de bajos ingresos no. Pero la objeción más profunda en el caso de mejorar a los niños es que erosionaría la norma del amor incondicional. Porque elegimos a nuestros amigos en función de las cualidades que nos parecen atractivas, pero no elegimos a nuestros hijos. La imprevisibilidad del resultado de nuestros hijos es una condición de fondo importante. Y es la fuente del amor incondicional de los padres por los hijos.

P. ¿La ingeniería genética pone en riesgo ese amor incondicional?

R. Estaríamos convirtiendo a los niños en bienes de consumo, en lugar de seres a los que amar y apreciar, independientemente de sus características genéticas. Cuando compramos un coche, queremos especificar el color, el estilo, la forma, la velocidad y la marca. Pero llevar esa mentalidad de hiperelección a la crianza de los hijos convertiría la paternidad en una extensión del consumismo. Y eso choca con el amor incondicional.

P. Es bonito lo que dice de la paternidad: que es una escuela de humildad.

R. La paternidad enseña humildad, porque ser un buen padre es reconocer que necesitamos dominar el impulso de control. En nuestras carreras o en las competiciones deportivas queremos afirmar el dominio y el control, en la medida de lo posible. Pero con nuestros hijos, aunque queremos enseñarles y queremos moldearlos, también necesitamos aprender a aceptarlos. Dar forma y aceptar. Moldear y contemplar. Todos los padres tienen que hacerlo. Luchar con la tensión entre estos dos impulsos para nutrir y mejorar a los niños, para ayudarlos a crecer, pero también para aceptarlos, para contemplarlos, para amarlos sin importar lo fuertes que sean, lo inteligentes que sean o lo guapos que sean. La humildad consiste en reconocer los límites de nuestra capacidad de control, sean cuales sean nuestros recursos.

P. ¿Esa humildad es una actitud que podemos ampliar a otros ámbitos de la vida?

R. Sí. Porque no solo en la crianza de los hijos aprendemos la humildad que se obtiene al reconocer los límites del dominio y el control. La paternidad nos enseña a aceptar lo impredecible, a vivir con lo espontáneo. Y en nuestra vida social, creo que también debemos reconocer los límites de la elección del consumidor y los límites de nuestros intentos de dominio. Tenemos que aprender a vivir con lo que es diferente, lo inesperado, lo disonante. La humildad limita nuestra tendencia como sociedad a relacionarnos solo con ciertos tipos de personas, por ejemplo. Y nos abre a una aceptación respetuosa de la variedad y la diversidad. Creo que la humildad es una virtud cívica que escasea.

P. La frontera moral en la ingeniería genética estaría, pues, en la distinción entre curar y mejorar. ¿Pero cómo saber dónde exactamente termina una cosa y empieza la otra?

R. El uso de tecnologías genéticas para curar o prevenir una enfermedad, en la mayoría de los casos, sabemos lo que significa. Y, en el otro extremo, el caso es bastante claro si simplemente queremos que nuestro hijo sea mejor en el fútbol y que pueda correr más rápido. Pero hay casos fronterizos. Por ejemplo, la cirugía estética. Con la ingeniería genética podríamos hacernos más fuertes, inteligentes y guapos. Eso es cirugía estética en extremo. Entonces, ¿cuál sería un caso fronterizo? Supongo que la ortodoncia que endereza los dientes. No es realmente necesario desde el punto de vista médico, pero es un tipo de cosmética que solemos aceptar.

P. En el libro habla de una pareja de personas sordas que quisieron diseñar a un hijo sordo.

R. Respeto las demandas de quienes pertenecen al movimiento de identidad sorda que afirman que la sordera no debe considerarse una discapacidad, sino un modo distintivo de ser con su propio idioma y sentido de comunidad e identidad. Pero una cosa es aceptar la sordera y construir una vida en una cultura que reconozca y afirme esa forma de ser. Y otra cosa es intentar utilizar la intervención genética o, en su caso, el análisis de espermatozoides u óvulos para tratar de tener un hijo sordo. Y la diferencia se puede captar de la siguiente manera. Supongamos que lo hicieran. Y supongamos que terminan con un niño oyente. ¿Sería moralmente justificable al nacer pedirle a un médico que realizara una intervención quirúrgica para quitarle la capacidad de oír del niño? Es bastante difícil decir que eso es moralmente permisible. Pero si eso no es moralmente permisible, ¿por qué es aceptable tratar de concebir un niño sordo? Por lo tanto, la objeción aquí no es a la afirmación de la comunidad sorda de que tienen un modo de vida distintivo en un lenguaje digno de respeto. El problema es no aceptar lo dado.

P. ¿Y qué hay de los intentos por prolongar la vida?

R. Hay muchos descubrimientos médicos que tienen el efecto de prolongar la vida. Si nos volvemos inmunes a ciertas enfermedades, eso tiene el efecto de prolongar la vida. Pero sigue siendo un propósito médico, ya que trata de restaurar o preservar el funcionamiento normal del cuerpo. Otra cosa es la prolongación de la vida como tal. Desconfío mucho de los millonarios de Silicon Valley que están invirtiendo cientos de millones de dólares en la extensión de la vida. Creo que es una extraña preocupación, entre todas las apremiantes necesidades sociales y humanas. Invertir en investigación genética que pueda permitir a las personas vivir una vida sana, eso está claramente en el lado de la medicina. Pero extender los límites de una vida humana normal por sí sola… Creo que su interés en vivir para siempre tiene algo de arrogancia. Tal vez esto sea injusto, pero eso refleja un cierto vacío o falta de sentido en sus vidas, porque se trata solo de añadir tiempo. Y añadir tiempo sin ningún propósito, creo, es algo moralmente vacío.

P. Sostiene que la libertad consiste en una negociación permanente con lo recibido.


R. Tendemos a pensar que la libertad significa dominar y controlar la naturaleza para satisfacer nuestros deseos, pero esa idea de libertad es errónea. Estamos viendo lo endeble de esa noción de libertad cuando consideramos la crisis climática, porque esta surgió precisamente de siglos de pensar que la libertad humana consiste en usar, dominar y dirigir la naturaleza para que sirva a nuestros propósitos y deseos. Eso fue una enorme fuente de crecimiento, riqueza y prosperidad, no cabe duda. Pero también llevó a un fracaso a la hora de respetar la naturaleza. Creo que la ética ambiental que estamos empezando a desarrollar, mientras nos enfrentamos al cambio climático, requerirá un alejamiento de la idea de la libertad como dominio ilimitado y sin restricciones sobre la naturaleza. Cuando escribo que la libertad es negociar con lo dado, quiero decir eso. La libertad con respecto a la naturaleza significa buscar una forma de vivir en armonía con ella, que incluya un cierto elemento de aceptación, en lugar de una postura sin restricciones de dominio y control. Eso no significa que nunca podamos talar un árbol para construir una casa. Pero sí que tenemos ciertas deudas y obligaciones con la naturaleza y que, para vivir en armonía con ella, es necesario moderar nuestro impulso de control. Eso es la negociación. En cierto modo, es paralelo a la ética del respeto y la aceptación de la que hablábamos en relación con el amor incondicional por los hijos. Queremos moldear y mejorar y ayudar y dirigir a nuestros hijos hacia un punto. Pero también queremos aceptar quiénes son como personas diferentes de nosotros y que necesitan tener cierto espacio.

P. Escribió este libro antes que La tiranía del mérito, pero ya apuntaba aspectos que desarrollaría después en ese otro ensayo. Si revocamos la lotería genética, advertía ya, las personas exitosas tenderán a pensar que son enteramente responsables de su éxito. ¿Pero qué pasaría si, en cambio, utilizamos la ingeniería genética para mitigar las desventajas de las comunidades más desfavorecidas?

R. Me parece escalofriante la idea de que los arreglos sociales y económicos son inamovibles. No podemos cambiar los acuerdos socioeconómicos y, por lo tanto, debemos confiar en la tecnología para adaptar a las personas al mundo que nos hemos creado. El contrato social o la forma de gobierno o la forma de la economía es un acuerdo humano, sujeto a debate, sujeto a cambios. Pero la naturaleza está dada. Ahora parece que pueda invertirse. Estamos en la era de la ingeniería genética. Ahora, consideramos que la naturaleza es, en última instancia, manipulable y maleable. Pero los arreglos humanos, los arreglos sociales, el gobierno, la economía, se consideran más allá del control humano. Creo que no solo es paradójico, sino que también es perverso porque se abandona todo el proyecto de mejora moral y política. Todo el argumento del libro es realmente tratar de redirigir el propósito y la libertad humanos para que reflexionen críticamente sobre el mundo que hemos creado y nuestra sociedad política. No debemos considerar la tecnología como una forma de adaptarnos al mundo que hemos creado para todos.

P. ¿Rechaza que la ingeniería genética sea demasiado grande para la ética, que transforma la naturaleza y, por tanto, las nociones de lo que es bueno o malo?

R. Esta es exactamente la actitud que intento cuestionar. Creo que las tecnologías genéticas son muy prometedoras para mejorar nuestras vidas, curar enfermedades, sanar y permitirnos vivir una vida más saludable. Pero el peligro es si esas tecnologías genéticas pasan a ser utilizadas no con fines médicos, sino para modificar a nuestros hijos con fines competitivos o para adaptarnos a las disposiciones sociales y los prejuicios que, al fin y al cabo, hemos creado colectivamente. Me resisto a nuestra tendencia de ver la tecnología genética o cualquier otra tecnología como una fuerza autónoma que no podemos controlar, dirigir o cuestionar.

P. En otro orden de cosas: su país afronta este año una reedición de la elección de hace cuatro años, entre Joe Biden y Donald Trump. ¿Cómo ve hoy el escenario político en Estados Unidos?

R. Estamos profundamente polarizados. Las personas de ambos bandos apenas saben cómo hablar unas con otras. Así que nuestra vida cívica no va muy bien. Las probabilidades son difíciles de predecir, pero tengo la impresión de que es alrededor del 50-50. Si Trump regresa a la Casa Blanca, será peligroso. Incluso más que la primera vez. Porque, durante su primera presidencia, a la malevolencia le sucedió su incompetencia. No sabía cómo funciona realmente el gobierno, por lo que no pudo implementar algunas de sus ideas más extremas. Además, es muy indisciplinado. Y tenía algunas personas que contuvieron algunos de sus peores impulsos. Pero ha aprendido de esa experiencia, si se le puede llamar aprendizaje. Ahora sabe más sobre cómo funciona el gobierno y nombrará a personas que se opondrán menos a lo que él quiere. Por lo tanto, estaríamos ante una versión más eficaz de Trump. Sería muy peligroso, porque esta vez su campaña no se basa realmente en ideas. Se basa, como él mismo lo describe, en la represalia. Y esa no es una receta muy prometedora para una presidencia exitosa desde el punto de vista de la democracia.


Cine: La estructura del héroe

 

La estructura del viaje del héroe

Existen una serie de tipos de historias en el cine que se repiten como patrones y esto se hace porque está probado que funcionan. De hecho, un lector de guiones, cuyo trabajo es hacer una criba para que luego el productor elija entre los seleccionados qué libreto le gusta, generalmente tiende a guiarse por estos patrones. Por eso, una historia cuya estructura sigue el llamado “viaje del héroe” puede tener posibilidades de pasar la criba.

Ya, ya sé que estás pensando que por qué las historias en el cine tienen que seguir unos patrones, que si se hace así, todas las películas son iguales y no tienen alma. Bien, permíteme decirte que las historias que siguen estructuras “novedosas” se hacen porque no tienen que pasar la criba de un lector de guiones, porque un productor se enamora de una historia por el motivo que sea. Sin embargo, una historia con una estructura convencional, pongamos por caso “el viaje del héroe”, puede ganarse ese alma con los adornos o los pequeños detalles. Pero el esqueleto, en si, funciona a través de un patrón.

¿Qué es ‘El viaje del héroe’?

Se trata de un esquema explicado por primera vez por el mitógrafo Joseph Campbell en 1949 en su libro El héroe de las mil caras.

¿A que a ti, que te interesa esto del guion, te suena lo del viaje del héroe. Se habla de él en varios libros. Entre ellos, el famoso El guion de Robert McKee.

Es una estructura simple y extremadamente efectiva si tu historia responde al género épico, de ciencia ficción o fantasía, pero, si lo piensas bien, se puede aplicar a cualquier tipo de película.

Y, es verdad, entronca muy bien con la clásica estructura aristotélica de planteamiento-nudo-desenlace.

El esquema básico del viaje del héroe

Planteamiento: todo se inicia con la partida del héroe o protagonista. Aquí es donde se presenta a los personajes y se establece el “mundo ordinario”, en el que, como te imaginarás, las cosas se ven en su estado normal. Pero, en un momento dado, se produce la llamada a la aventura, el denominado elemento disruptor. Es decir, tu protagonista está tranquilo pero, de repente, ocurre algo que le obliga a iniciar su misión, que puede ser una investigación, una lucha, una conquista, cualquier cosa que responda a lo que se puede llamar “la peripecia”.

Nudo: el héroe atraviesa la “puerta” y entra en el mundo extraordinario. Va conociendo nuevos personajes que le ayudan en su cometido o tratan de impedírselo.

Desenlace: en el esquema clásico, el héroe regresa al mundo ordinario, a su estado normal. No es que sea la misma situación que al principio porque el viaje no le ha dejado indiferente pero, al menos, sí que se establece en un estado de equilibrio y tranquilidad. En este momento, haya o no logrado su objetivo, sí que debes notar una evolución en el personaje. Ya no es el mismo que al principio.

No pienses que porque se hable de mundos ordinarios o extraordinarios esta estructura solo es aplicable a películas de corte fantástico. El viaje podría ser, por ejemplo, el viaje interior del protagonista, su aprendizaje, una investigación, etc. Se puede aplicar a cualquier género.

¿Cuáles son las doce etapas del viaje del héroe?

El protagonista va pasando por varias fases, exactamente doce, que van llevando la acción hasta el final completando lo que se llama el arco del personaje, su evolución.

  1. El mundo ordinario

Se presenta el estado de las cosas antes de que se plantee el conflicto que lo va a cambiar todo. Has de presentar al protagonista en su día a día. De esta manera, el espectador conocerá todo lo que el personaje deja atrás, todo lo que pierde cuando se produce el detonante.

  1. La llamada a la aventura

A los 10-15 minutos de la historia se produce el elemento disruptor, el suceso que pone todo patas arriba. Al protagonista se le presenta un conflicto o la imperiosa necesidad de lograr un objetivo. No ha de ser un tema de vida o muerte, sino que se puede tratar de algo muy pequeño, sutil, quizá conocer a la chica o el chico que le va a cambiar la vida. Ya nada volverá a ser lo mismo.

  1. Rechazo de la llamada

En un primer momento, el protagonista no quiere asumir la aventura o la misión. Claro, a todo el mundo le es difícil abandonar su zona de confort, su estado de equilibrio, el lugar donde se siente seguro y cree que nadie le puede hacer daño. Tiene miedo. Así que rechaza la llamada de la aventura.

  1. Encuentro con el maestro

El protagonista conoce a alguien que actúa como catalizador de la historia, que convence al héroe de aceptar la llamada de la aventura, de ese conflicto que se le ha planteado. Le anima. A veces, también, este maestro le da una serie de consejos, herramientas o claves para llevar a cabo la misión. De esta manera, el protagonista está preparado para cruzar la frontera del mundo ordinario al mundo extraordinario.

  1. Cruce del primer umbral

El protagonista tiene que hacer frente al primer obstáculo que el mundo extraordinario le plantea. El hecho de luchar contra ese primer obstáculo, que lo más seguro no supere, le hace estar ya de lleno en la aventura. Ya no hay vuelta atrás. Comienza el desarrollo con sus numerosos obstáculos. Ha cruzado la puerta.

  1. Pruebas, aliados y enemigos

El protagonista se tendrá que enfrentar a diferentes pruebas y obstáculos a lo largo del desarrollo. Puede que alguno de esos obstáculos sean otros personajes, los enemigos. Pero, para superarlos, contará también con la ayuda de aliados, amigos.

  1. Acercamiento

Cada uno de esos obstáculos, generalmente in crescendo, algunos los supera y otros no, le van preparando para el reto decisivo. Se tendrá que enfrentar a él. Cada vez que avanza o fracasa, el protagonista va aprendiendo y va evolucionando. Va conociendo mejor a sus enemigos o a sí mismo. Todo esto le ayudará en el momento decisivo.

  1. Prueba suprema

Es la hora del clímax, cuando el protagonista se enfrenta al mayor reto de todos, para el que, a lo mejor sin saberlo, se ha estado preparando toda la película. Es cuando echa mano de todo lo que ha aprendido, de todos los recursos, y se lo juega al todo o nada. Es casi como si de nuevo cruzase el umbral.

  1. Recompensa

Después del reto decisivo, el protagonista es recompensado, haya superado o no haya superado el reto decisivo. Dicha recompensa puede ser inmaterial como haber ganado un amigo, sentirse más fuerte o tener una nueva habilidad.

  1. El camino de vuelta

Después de la prueba suprema y la recompensa, el héroe inicia el camino de regreso, pero queda un último problema. El protagonista se enfrenta a una pelea para no perder aquello que ha ganado.

  1. La resurrección

Esta última lucha para mantener la recompensa es otra vez una lucha a vida o muerte (puede ser en sentido figurado). Aquí es cuando “muere” el viejo yo del protagonista, el que era antes de empezar la película, el personaje se desprende totalmente de él. Sale de esta última prueba purificado y preparado para emprender el viaje de regreso.

  1. El regreso

El protagonista atraviesa de nuevo la puerta que lo lleva al mundo ordinario. Pero, claro, ahora tiene su recompensa y, además, la experiencia. Ya no es el mismo. Conoce aspectos de sí mismo que ignoraba, posee nuevas amistades, se siente más seguro y fuerte. Es decir, no es el mismo mundo ordinario que al principio.

¿Te suena esta estructura?

Seguro que según la has ido leyendo la has relacionado con multitud de películas que has visto, tanto de género fantástico como cualquier otro.

Quizás ése sea el problema, que sea considerado un cliché.

Por eso, si la utilizas, debes ser muy original en los planteamientos. Has de cuidar los detalles. Dotarla de alma. Ser original en los obstáculos, en los personajes, en los planteamientos.

  • Fuente: https://creamundi.es/la-estructura-del-viaje-del-heroe/

LA SUBJETIVIDAD EN LA HISTORIA

 Siempre que relatamos la vida de los seres humanos, los de hoy y los del pasado, no podemos despojarnos nosotros, ni despojarlos a ellos, de ese velo subjetivo que cambia las imágenes, trastoca los criterios, premia y castiga, exalta y disminuye, y contrapone buenas intenciones y malicia; o porque ese velo es extendido por la mano de intereses políticos, ideológicos, corporativos o religiosos.


https://elpais.com/opinion/2024-03-26/nada-hay-verdad-ni-mentira.html

Robert Sapolsky, neurocientífico: “La meritocracia es una justificación del sistema”

Es uno de los grandes científicos del comportamiento, pero Robert Sapolsky (Nueva York, 66 años) no cree que tenga ningún mérito. No lo dice con modestia, sino con convicción. Este prolífico autor cree que el libre albedrío es una ilusión, que nuestras decisiones conscientes serían la consecuencia de procesos inconscientes del cerebro. Sapolsky pasó tres décadas estudiando babuinos salvajes en Kenia, pero ha acabado escribiendo libros de fama mundial sobre el comportamiento humano. Según su teoría, esta evolución estaba escrita y no tuvo una capacidad de elección real. En su nuevo libro, Decidido (Capitán Swing) desarrolla esta idea tirando de neurología, filosofía y sociología. No eres tú, no soy yo, es el determinismo. La frase, además, de suponer la mejor de las excusas, plantea dudas morales sobre los conceptos de culpa, castigo, mérito o esfuerzo. Le preguntamos por ellos en una conversación por videollamada.

Pregunta. Sostiene que el libre albedrío no existe. ¿Cómo se forma entonces una acción concreta, una decisión sobre la que creemos tener el control?

Respuesta. Un comportamiento es el producto final de lo que sucedió en tu cerebro hace un segundo, de los estímulos ambientales, que condicionan a esas neuronas en tu cerebro para que hagan lo que hicieron hace un segundo. Y de las hormonas que tenías en el torrente sanguíneo esta mañana. Y de lo que te sucedió en los últimos meses. Es posible que tu cerebro haya cambiado su estructura durante tu adolescencia, tu infancia, o tu vida fetal. O por tus genes o por la cultura la que te has criado. Es la biología, sobre la cual no tenemos control, interactuando con el entorno, sobre el cual no tenemos control. Y cuando miras todas estas influencias, te das cuenta de que la neurobiología influye en tus decisiones, como lo hace la genética, la geocronología, y las ciencias sociales. No es que todas estas disciplinas sean diferentes, sino que se convierten en una sola disciplina.

P. Entonces, el que haya escrito un libro, el que esté dando una entrevista en este momento sobre este libro… ¿No ha dependido de su esfuerzo y voluntad?

R. Si piensas en que no existe libre albedrío, no tiene sentido culpar a la gente por sus errores o felicitarla por sus logros. Pero es increíblemente difícil pensar así. Escribir este libro supuso mucho trabajo, pero logré hacerlo y hay un ‘yo’ en todo este proceso que de alguna forma lo consiguió. Pero si realmente me detengo y lo analizo, entiendo que terminé el libro debido al tipo de persona que soy. Y que eso se debe a muchos acontecimientos que están fuera de mi control. Tengo que detenerme y repasar todos los acontecimientos, sobre los que no tuve control, que me hicieron ser el tipo de persona que soy en este momento. Se necesita mucho trabajo para hacerlo, y para refutar la creencia de que tú te ganaste lo que eres y otras personas no se lo ganaron.

P. Tanto que casi nadie lo hace. ¿Por qué el concepto de meritocracia está tan de moda?

R. La meritocracia es una justificación del sistema. Las personas que tienen más poder son las que tienen más motivos para amar y mantener esta idea. Podemos pensar que la meritocracia no tiene sentido. Pero, por otro lado, si tienes un tumor cerebral, querrás asegurarte de que te opere un gran médico, no una persona al azar. Hay que asegurarse de que los trabajos difíciles los realicen las personas más competentes. Pero eso no implica decirles que son mejores personas, que se merecen estar ahí, que se lo han ganado. El problema que tiene esta idea es que puede acabar con la motivación.

P. Y que puede generar frustración. No todo el mundo puede ser un gran médico.

R. Estados Unidos es un ejemplo muy evidente de esto, porque tenemos esta mitología cultural increíblemente arraigada, esta idea de que cualquiera, si trabaja duro, puede tener éxito. Cualquiera puede hacerse rico si está lo suficientemente motivado. Cualquier niño puede llegar a ser presidente. Y la realidad es que si naces en la pobreza, hay aproximadamente un 90% de posibilidades de que sigas en la pobreza cuando seas adulto. Y cada paso del camino explicará por qué es así. Tu barrio, tu educación… Sin embargo, tenemos un país donde toda la mitología se construye sobre la idea de que está en tu mano resolver cualquier problema, solo depende de ti. Porque, mira, aquí hay una persona entre un millón que lo consiguió. Es una versión realmente tóxica de la meritocracia, que causa una enorme cantidad de dolor.

P. Si no existe libre albedrío, ¿qué sucede con conceptos como la culpa y el castigo?

R. Si una persona es peligrosa, pero no es su culpa, tenemos que proteger a la gente de ella, pero haciendo el mínimo absoluto. Más que una cárcel, habría que ponerla en una especie de cuarentena. Si alguien es violento, hay que impedir que haga daño, pero eso no significa que sea su culpa.

P. Pone como ejemplo los casos de policías que disparan a sospechosos negros en Estados Unidos. Situaciones en las que el racismo social tiene más peso que conceptos como la culpa o la voluntad. Es una reflexión incómoda…

R. Sí, porque es mucho más fácil mirar a alguien que no tiene mucha educación y que no ha tenido mucho éxito en la vida y sentir empatía y decir que las circunstancias le hicieron ser quien es. Pero si tienes que mirar a un policía que acaba de disparar a un hombre desarmado simplemente por el color de su piel; porque en medio segundo pensó que esa persona que sostenía un teléfono, le estaba apuntando con un arma… Es mucho más difícil concluir que es el producto de lo que vivió.

P. ¿Cómo afecta el determinismo al amor? ¿Quizá decir “Sí, quiero” en una boda no es tan acertado como decir, “Sí, el destino ha querido”?

R. Este es otro campo donde el determinismo supone un desafío enorme. Si tienes la suerte de haberte enamorado y haber sido correspondido, esta idea tiene el potencial de convertir una cosa muy bonita en algo deprimente. ¿Y si mi matrimonio hubiera sucedido solo por los niveles de oxitocina que teníamos en nuestro cerebro? ¿Y si esta historia de amor se reduce a una cuestión de feromonas? ¿Qué pasa si estamos juntos solo porque nos criaron en contextos culturales similares? Es totalmente deprimente. Pero hay que aceptar que hay una estructura debajo de la superficie. Existe una biología mecanicista subyacente en algo tan lírico como el amor. Y bueno, si lo piensas bien, no debería ser deprimente, porque eso significa que has tenido el lujo de experimentarlo.

P. Pasó décadas trabajando con monos, ¿cómo terminó dedicándose a refutar el libre albedrío en los humanos?

R. El trabajo con babuinos que hice durante muchos años en África Oriental acabó siendo una pequeña parte de toda esta historia. Estudiamos la neurobiología del estrés, qué le hace el estrés al cerebro. El trabajo de campo intentaba relacionar el rango social de los babuinos con quién maneja bien el estrés y quién tenía mala presión arterial. Pasé 30 años pensando en nada más que eso. Y en los años posteriores, empecé a mirar hacia afuera y dije, “bueno, esta es solo una de las muchas pequeñas astillas”. Cuando las juntas todas puedes ver la complejidad de las máquinas biológicas que somos. Y concluyes que no. No hay libre albedrío.

Publicado en El País el 22 de marzo del 2024

Autor: Enrique Alpañés

Sí hay alternativa

 Había una vez un cuento que decía que unos hombres libres, independientes, autónomos, autosuficientes, unos hombres que no necesitaban a nadie y que podían vivir tan solitarios como Robinson Crusoe, pactaron un día crear nuestra sociedad. ¿Qué tipo de mundo común pusieron en marcha aquellos fundadores? No debería de extrañarnos mucho que fuera un mundo en el que tanto los héroes como los perdedores son “hombres hechos a sí mismos”, unos merecedores de su propio éxito, otros culpables de su propio fracaso. ¿Dónde estaría la sorpresa? Al fin y al cabo, el cuento nos dice que nuestras “sociedades libres” las pusieron en pie unos hombres que ya eran libres antes de crear nuestra sociedad, es decir, que eran precisamente libres por no necesitar a los demás. La ideología neoliberal requiere de individuos absueltos de todo vínculo, y es precisamente esa negación de nuestra interdependencia la que encubre y legitima un orden social en el que estamos expuestos a formas extremas y violentas de desigualdad.

¿Otro mundo es posible? Hoy la izquierda parece sumida en un momento apático, impera la sensación de que estamos atrapados en un agotamiento ideológico, de que hace mucho que no damos debates de fondo, de que no sabemos cuál es nuestro programa, de que nos faltan (como se dice) “ideas nuevas”. ¿Estamos sabiendo defender otro modo de relacionarnos, otra noción de sujeto, otro horizonte de sociedad? ¿Estamos siendo capaces de demostrar, frente al realismo capitalista, que sí hay alternativa? Probablemente, una parte de esta izquierda está demasiado acostumbrada a pensar el feminismo como un asunto de mujeres y a entender que la política con mayúsculas siempre trató de asuntos más universales. Y, sin embargo, desde hace ya unos cuantos años, es en el territorio de los feminismos donde se están poniendo en juego algunos de los debates ideológicos de los que más depende que las izquierdas estén en condiciones o no de tener un proyecto alternativo de sociedad.

En los últimos tiempos, una serie de conceptos se han vuelto protagonistas en nuestras reflexiones feministas: “Vulnerabilidad” e “interdependencia” han sonado no solo en la Academia o en los libros de Judith Butler, sino también en nuestras asambleas y espacios de militancia. Una de las preguntas que quiero plantear en El sentido de consentir es qué significa hacerse cargo de eso en el terreno de la sexualidad. ¿Qué es comprometerse con la vulnerabilidad y la interdependencia al pensar la relación sexual? Si el sexo nos pone ante la vulnerabilidad de los cuerpos, si el deseo nos expone a nuestra interdependencia mutua, la relación sexual siempre comporta un riesgo: el riesgo de no saber algo sobre nosotras mismas, el riesgo de tener que descubrirlo a través de otros, el riesgo de necesitar a los demás. Es esa arriesgada incertidumbre la que tiene que ser negada para poner en marcha unas reglas del juego por las que el “riesgo” y la “libertad” tienen que ver con la adrenalina de Wall Street y por las que exponerse a la posibilidad de perderlo todo es parte de la aventura. Justamente para poder naturalizar los peligros más salvajes, nuestra sociedad precisa negar lo que se han encargado de negar nuestros mitos fundacionales: que más allá de toda forma de dependencia no hay ninguna libertad.


“El desconocimiento”, dice Judith Butler, “es inseparable de la sexualidad misma”. ¡Y menos mal! De hecho, “¿quién tendría sexo si realmente pudiera conocer por adelantado exactamente cómo va a ser?”. Quizás esa es justo la pregunta acertada para pensar esa inquietante tendencia que cada vez más estudios ponen sobre la mesa y que nos habla de una creciente pereza hacia la relación sexual incluso entre los jóvenes. ¿Tiene sentido un declive del sexo en una sociedad neoliberal donde el ideal del sexo “libre” es un sexo autárquico y masturbatorio y donde el “empoderamiento sexual” parece no depender de los demás? ¿Cómo pensar el sexo en una sociedad capitalista crecientemente securitaria en la que la relación social misma se convierte en un peligro del que protegernos? ¿Y qué aportación puede hacer el feminismo para defender otra noción de libertad fuera de las redes del neoliberalismo?


Cualquier abordaje de esta pregunta debe comenzar diferenciando el peligro y el riesgo y, por lo tanto, diferenciando la violencia sexual de las incertidumbres del sexo. La violencia debemos tratar de abolirla; la opacidad del deseo, no. El peligro de la violencia nos amenaza (muy fundamentalmente) a nosotras las mujeres y no queremos exponernos a él. El riesgo que implica el sexo lo corremos todos y todas, y me parece que el mundo es mejor mientras sigamos dispuestos a correrlo. Combatir lo primero nos lleva a un mundo menos violento, combatir lo segundo nos conduce a un mundo más securitario.


El gran reto que tenemos hoy los feminismos es enfrentar la violencia sexual sin aceptar que nuestra libertad sexual pasa por convertirnos en “mujeres hechas a sí mismas” que no necesitan a los demás, sin validar y restaurar el relato de los padres del contrato social. Y, sin embargo, nuestra sociedad lleva unos años abrazando con entusiasmo la idea de que la solución a la violencia contra las mujeres pasa por cargarnos a nosotras con la exigencia de tener que iluminar nuestro deseo, expresarlo, verbalizarlo, volverlo transparente… explicar lo que a veces no se puede o no se quiere explicar. Si se nos sigue haciendo responsables de aclarar lo que pertenece a la esfera del deseo y del inconsciente, en realidad se nos está diciendo que nosotras no podemos aspirar a explorar la incertidumbre, la vulnerabilidad y la interdependencia a las que nos expone la sexualidad. ¿Por qué sería feminista esa identificación de la “libertad sexual” con la total autonomía, la transparencia, la autoconciencia y el sujeto autónomo que va por el mundo solo sin dejarse afectar por los demás? ¿Quién quiere esa forma de “libertad”? ¿Y en qué sentido esa promesa cambia el mundo?

La libertad sexual de las mujeres está siendo atacada cuando se intenta que aceptemos y asumamos que la violación forma parte de los riesgos que debemos aceptar correr. No, no debemos aceptar eso. Como no debemos aceptar que, en nombre de nuestra seguridad, se nos niegue el derecho a correr el riesgo que implica no saber lo que deseamos. Al final, la disyuntiva es o bien tener que asumir la violencia o bien tener que protegernos del sexo mismo. Si no queremos tener que elegir, es preciso defender la necesidad jurídica del consentimiento, pero desde su imperfección y su finitud, desde su precariedad y sus límites. Me parece que vamos a tener que asumir que el consentimiento, necesario para poder legislar en el terreno de la sexualidad, no es una varita mágica que trae la luz al terreno del sexo. Por mucho que busquemos “definiciones claras”, “consentimientos explícitos” o “síes verbales”, nada nos librará de la posibilidad de consentir un sexo aburrido, anodino, decepcionante, insatisfactorio, desagradable, asqueroso, un sexo (incluso a veces) no deseado. Es también de esa ambigüedad de la que depende el riesgo —sí, el riesgo— de un sexo profundamente deseado que ningún pacto y ningún contrato es capaz de asegurar.


Es muy mala idea creer que eso que delimita jurídicamente la violencia —el concepto de consentimiento— nos librará de todo tipo de riesgo, incertidumbre, imprevisto, malentendido o conflicto que acompaña a la relación social. Algunos discursos nos prometen hoy eso pero, ¿era eso lo que nosotras pedíamos? Me parece que una de las preguntas de nuestro tiempo que le debe interesar hoy a todas las izquierdas es por qué y cómo estaría el feminismo en condiciones de rechazar los marcos del neoliberalismo securitario. ¿Por qué al defender nuestro derecho al sexo estamos defendiendo otra sociedad? ¿Qué es lo que estamos diciendo cuando luchamos por nuestra libertad sexual? Que otro mundo es posible: queremos un mundo sin violencia para sujetos interdependientes que se exponen a los demás. Que no queremos correr ciertos peligros. Pero, precisamente, para poder correr ciertos riesgos.